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Desde que dejamos de hacer el amor, mi marido y yo hablamos menos. Durante el acto yo le preguntaba cosas y él me decía: Sí, cariño; sí, cariño. O sea, que me escuchaba. Pero desde que murió su padre debe de ser que lo habla todo con su madre.

Mi suegra nunca me ha tenido mucho aprecio. Me decía, de novios, que yo le iba a robar a su niño. Medía casi dos metros y le seguía llamando su niño. A mí, la verdad, no me hacía mucha gracia, pero no decía nada porque a él no le molestaba. Qué iba a decir yo.

Un día me enfadé. Faltaban dos meses para la boda y me dijo mi novio que la teníamos que retrasar. Su padre se había ido de casa y no podía dejar sola a su madre. Mi niño, mi niño, decía ella. Entonces sí solté por esta boquita que ya estaba bien de tanto niño. Pero me convencieron a base de lástima. ¡Pobrecita, decía mi novio, ha sido una separación muy dolorosa! ¡Nadie se lo esperaba! ¡Y mucho menos ella! ¡Mi padre no está bien, quizá cuando mejore regrese! Y así, con la esperanza de que mi suegro se lo pensara mejor, pasaron dos años. Pero mi suegro no regresó nunca con mi suegra, sólo iba a comer con ella.

Después de dos años mi suegra conoció a un representante de comercio. El se enamoró como un colegial y le propuso casarse. Ella desde el principio le puso claro el estado de las cosas: su primer marido seguiría comiendo en su casa. El representante aceptó la condición y mi suegra se dejó querer y consintió en pensar en boda.

Por fin mi novio y yo podíamos casarnos.