La apuesta de Dulce fue una apuesta que no halló desmayo, hasta que al final la daga peor la derrumbó. Pero esa daga no fue capaz, nunca, de arrebatarle la fuerza de la ternura; a veces recordaba con ella la frase de Ernesto Guevara, «hay que endurecerse pero nunca perder la ternura»; ella convirtió esa máxima en una manera de mirar la experiencia; de vivirla, de hacer mejor cada instante de la vida. Está en sus libros, y está en nuestra memoria, en sus momentos finales; esa energía era indestructible; la sobrevivió.
Así pues, catorce años después de haberla visto pasar de la tristeza a la esperanza en una sola mañana me enfrento a la página en blanco para escribir de Dulce, de Dulce Chacón, en el frontispicio de un volumen que tampoco podrá resumirla. Porque Dulce era más que sus novelas o sus poemas.
La conocí de noche, en un café de Madrid, Libertad 8, rodeada de risas y de música. Tenía un pelo negro y largo, casi azabache; me gustó tanto aquel pelo que, al pasar por su lado, lo agarré con suavidad, una de esas noches; en medio de aquella algarabía que había todos los días en Libertad 8, el café de nuestros mejores años, no era extraño ese gesto de camaradería; entonces, en aquel entonces, daba la impresión de que todo afecto era posible, y nadie se asustaba porque se pasara de los piropos a las manos; Dulce me devolvió el gesto, con la naturalidad de una niña, y rió con la alegría que luego sería su divisa, su marca, su modo de relacionarse conmigo y con el mundo. Reía, reía siempre, y cuando no tenía de qué reír buscaba risa. Para los otros, para hacer felices a los otros.
Esa noche nos fuimos luego a bailar y a cantar a otros lugares, hasta que nos dieron las horas que dice Joaquín Sabina que dan a los que buscan en el amanecer la risa de la vida. Y nos reímos. ¡Como si estuviéramos en una playa!
Tenía, entre otras virtudes, la de ser una poeta ya con voz propia, pero no te imponía una voz como se imponen los egos. Era una mujer franca, abierta, siempre risueña, pero no te imponía nada. Ni sus libros ni sus versos. Le gustaba estar con gente, pero también le gustaba la soledad; era muy familiar; su madre, el recuerdo de su padre, su gemela Inma, sus hijos, sus numerosos hermanos eran materia abundante de su conversación, de su preocupación y de su alegría; siempre tenía vericuetos que le permitían salir de los atolladeros como si estuviera dándole pespuntes a una fiesta; sacó adelante a sus hijos, los puso en la vereda de la felicidad, con generosidad y alegría, con una infinita, invariable esperanza.
La amistad fue un factor que dominó su vida como una vocación que competía, en buena lid, con la propia escritura; era capaz de dejarlo todo (los libros, los amores, la poesía) por acompañar a un amigo o a una amiga, y eso ocurrió también cuando la escritura, la publicación de los libros, le sonrió más, le deparó mayores éxitos.
Puede decirse en su caso que no cambió de amigos porque hubiera cambiado de suerte (literaria, económica), sino que profundizó en ellos; de esa larga relación con la amistad, que al principio contemplé de cerca, hay algunos símbolos mayores, entre otros: Blanca Porro, la azafata que está en el trasunto de Blanca vuela mañana, el pintor José Hernández y su mujer Sharon, en cuyas casas, en Madrid, en Málaga, halló siempre cobijo su esperanza, su desilusión y su alegría, y José María Alfaya, un hombre bondadoso, una especie de oso rojo y grande y cariñoso, que le puso música a su vida en numerosas tertulias, en multitud de juergas nocturnas en las que todos cantábamos como si acabáramos de nacer.
Ella era, en este caso, la acompañante principal, la que llevaba no sólo el ritmo sino el ánimo del ritmo. Ahí, en esas noches, en muchas de las cuales estaban también algunos de sus hermanos, Dulce era, exactamente,
la voz cantante. Cantaba una versión peculiar, sensual, erótica, humorística, de
Caperucita,
Su manera de ser era la de la alegría.
Entraba ella y entraba la alegría en la vida.
En tiempos de mayor reposo, cuando ya notó ella que su voz era madura, presta para el salto narrativo, para contar la experiencia como si fuera un mundo, Dulce dejó a un lado (si puede decirse así) la poesía, no la cultivó tanto, y abordó la novela. Recuerdo como si fuera hoy el día en que eso ocurrió, cuando decidió que yaiba a ser una novelista. Se puso en una mesa, sola, en una esquina del salón de la casa, abrió un cuaderno largo, y empezó a escribir. Fue un día concreto, preciso, a una hora precisa que también está en mi memoria, la media tarde de un sábado. Al cabo de unas horas lo anunció: «Estoy escribiendo una novela». No quiso decirme el título, «ya lo verás»; fue Algún amor que no mate.
Perseveró, escribió con pasión, y con detenimiento, pero también en secreto; del mismo modo que no abrumaba a los amigos (al contrario de lo que hace tanta gente, yo incluido, con sus propios textos), ella debía de hablar de ello tan sólo con sus hermanas, y sin duda con Blanca Porro, que era su confidente diurna y nocturna, la mujer que hizo de la amistad con Dulce una de las bellas artes.
Un día, un 23 de abril, porque era la fiesta habitual del Rey con los escritores, fuimos juntos, Dulce y yo, al Palacio Real, y cuando acabó (al menos para nosotros) aquella reunión de escritores revoloteando en torno a sus majestades salimos a la calle pasando por los majestuosos pasadizos de la residencia oficial de los Reyes. En una de las escalinatas me encontré con Enrique Murillo, que entonces era editor, como yo mismo, y los presenté; entre ellos se produjo un flechazo literario, inmediato, y fue Murillo quien en seguida, esa misma noche, creo, animó a Dulce a convertirse en una escritora de su grupo, que entonces era Plaza y Janés.