Oigo una voz que arrastra por la arena
sus pesados días
escucho sus ensueños asesinados.
Cada sueño es una cabila
y las jaimas son gargantas sujetas
con cuerdas que imploran:
«Plántanos allá, en el palmeral y la hierba,
donde la vida.
¡Amárranos al agua...!».
«No hay agua ni protector y murieron ya los
profetas.»
Oigo bajo los pañuelos
y entre los cúmulos del alba,
cuando se rompe contra la tierra el cielo,
por los peldaños de sombra que se alzan y desploman,
entre la ciudad y el sol,
entre el gemido y el eco,
oigo un lamento,
como un latido de dulzura en una roca inconmovible,
como un borbotar de manantiales.
Llora Ulises. Llora Matilde. Y tú los ves llorar a los dos. Te acercas al Modigliani que ella enmarcó para ti. Y te mira sin ver. Le hablas, y no te responde. Vuelves a escuchar Turandot. Mi beso despertará el silencio que te hace mía. Pero Matilde no volverá. Hace cuarenta días que soportas su ausencia. Cuarenta noches en las que obsesivamente esperas al alba, escuchando Nessun dorma. Al alba venceré. Venceré. Venceré.