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Si se asomaba a la ventana y veía gente por la calle, Prudencia entristecía, la miraba caminar y era como si aquellos pasos la llevaran a ella hacia ninguna parte, siempre los mismos, que acababan siempre en la misma esquina, como si le recordaran los que ella nunca había dado, la vida perdida frente a aquella ventana donde se miraba como en un espejo, donde veía sus propios pasos, repetidos, sin haberlos dado siquiera, sus días idénticos. Todo paso de otro la llevaba y la traía, y hacía que su mundo fuera cada vez más pequeño. Prudencia se daba cuenta, pero seguía mirando ensimismada, limitándose a mirar, a mirarse, entonces se veía triste y lánguida y se ponía a llorar, a compadecerse. Eso de compadecerse le encantaba a Prudencia. Sentía dolor cuando veía a una pareja besándose, pero sentía más dolor aún si los veía correr agarrados de la mano, riéndose. El amor en los otros era lo mismo que una explosión que le diera en los ojos. Daba penita verla, se tapaba la cara con las manos y lloraba tanto que aunque se la lavara con agua fría, para disimular, su marido le preguntaba siempre si le había pasado algo.

Pero también se ponía lánguida si no veía pasar a nadie. Veía en la calle desierta su propia soledad, entonces dejaba la mirada perdida y se dejaba llevar hasta hartarse, digo yo que de aburrimiento. Pero también lloraba. Es raro que a Prudencia nunca le haya dado un cólico de sí misma, aunque a lo mejor el llanto es eso.