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Prudencia, hija, qué mal lo has hecho todo. Y ahora ya no tiene remedio. Siempre quisiste cambiarte por alguien, y nunca supiste por quién. Pero contigo misma no has estado a gusto en la vida. Con lo fácil que es. Hasta en el entierro de tu suegro te quedaste mirando la caja, como alelada, pensando que hubieras querido que la gente llorara por ti.

No sé por qué te complicas tanto la existencia. Te fabricas recuerdos que hubieras querido tener. Los piensas tanto que al final crees que son verdad. Como esa vez que me decías que la vida habría sido distinta si no llegas a casarte con tu marido. Nunca has sabido qué es lo que querías. Por eso nunca has querido escoger, por miedo a arrepentirte. Pero tampoco te conformas con lo que te toca. Fantaseas pensando que habrías tenido hijos. Inventas los nombres que tendrían. Les enseñas a hablar. Los cuidas cuando están enfermos. Los llevas a la escuela y les haces helados, que luego tengo que comer yo. Disfrutas recordando cuando empezaron a caminar y lo contento que se puso el padre cuando nació el chico. Y me lo cuentas a mí. A mí me da pena, Prudencia, y no te niego nada.

Pero ahora vamos a dejarnos de sueños. Estoy cansada. Tú también estás cansada. La fábrica de los recuerdos posiblemente tiene un fallo muy grande: tú recuerdas a tus hijos pero sabes que tus hijos no te recordarán.