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Y, en fin, la tercera entrega, Háblame, musa, de aquel varón. El éxito literario, que la había acompañado en las dos novelas que había publicado ya, no había cambiado la manera de abordar su relación con la literatura, y con la vida; Dulce siguió siendo tierna, alegre, melancólica, fascinada ante las sorpresas de la vida, humilde, se siguió sorprendiendo de la vanidad y de la soberbia, se extrañó ante la envidia, y la sufrió, y fue fuerte ante la maledicencia que acompaña a todo éxito; se hizo más fuerte, pero conservó la ingenuidad que hacía que su risa fuera esa espléndida explosión de alegría que a tantos nos resulta inolvidable. Se hizo más fuerte, pero jamás iba a perder la ternura...

Vivía entre los otros como una esponja, escuchando historias, haciéndoselas contar; se diría que estaba dispuesta a vivir su vida y a vivir las vidas de otros, y a hacer que éstas fueran mejores en la vida real, y que existieran como mundos propios en sus libros. En Háblame, musa, de aquel varónDulce entra en la realidad y se la apropia, y la hace vivir en su novela, a partir de mimbres que están en sus otros libros pero que aquí se trascienden, se hacen más ajenos a ella misma, y más ricos también.

Ya era una novelista en el sentido más fundamental del término; dotada para la observación de la vida hasta sus últimas consecuencias, guardaba la capacidad de ternura suficiente como para no dejarse contaminar del cinismo que a veces anima a los que a fuerza de ser narradores se convierten en espectadores.

De esa capacidad de absorción de lo que ocurría alrededor surgió ese libro, Háblame, musa, de aquel varón, un título del que ella estaba muy orgullosa y que partía de aquel episodio de la Odiseade Homero: «Háblame, musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya...». Era, por así decirlo, la novela en la que salía al mundo; ingresaba en su escritura el universo del cine, la aventura de la inmigración, abordaba el nacimiento del racismo y la xenofobia en España (hasta entonces, como no había habido inmigración, podíamos permitirnos el lujo de decir que no éramos racistas), pero todo ello lo hacía también desde lo que era la verdadera columna vertebral de sus libros, la sombra de un matrimonio fracasado...

Los tres libros de esta Trilogía de la huidatienen, pues, ese origen común, la melancolía que deja en las personas la lucha que parte de la evidencia de un fracaso: la pareja fracasó, pero hay que reconstruir el amor. Dulce no abordaba ese asunto con un propósito previo, ella no hacía teoría de lo que iba a escribir, y no escribía nada como una teoría; abordaba las novelas con la misma frescura, y con la misma libertad, con la que abordaba los poemas, como exabruptos de su sentimiento, y en el fondo de sus sentimientos, en el origen de su melancolía, estaba la evidencia, y la rabia, ante ese fracaso.

Aún escribiría otro libro grande, magnífico, La voz dormida, que nacía de su voluntad de indagación en un episodio cruel de la vida de las mujeres en España, en la larga guerra civil española, que duró desde 1936 hasta casi ahora mismo... Trabajó como una investigadora literaria, buscó vidas y documentos, habló con muchísima gente, y convirtió luego la aparición de ese libro, que editaría Alfaguara en 2002, poco antes de la fatalidad de su muerte, en una reivindicación, en una declaración de amor por esa gente que sufrió... Ya la escritura de Dulce, su compromiso social y político, su hermosa relación con la solidaridad, la había hecho volar; la requerían de todas partes, y ella daba su energía como si fuera una adolescente, como si hubiera empezado a vivir otra vez, feliz y plena; estaba llena de proyectos, y conservaba intacta su risa, su íntima alegría.

Hasta que un día, en el verano de 2003, acaso en la mitad más calurosa del verano, sonó mi teléfono cuando yo estaba al borde del mar, en una playa de Tenerife. Ella estaba en Málaga. Su voz sonaba apagada, mustia, dotada de un velo grisáceo que no pude arrancarle mientras hablamos. Le habían detectado un mal cuyo origen aún se desconocía, y lo cierto era que ese mal estaba sumiéndola en un estado de rarísima tristeza. Dulce triste no era algo extraño, porque lo estuvo muchas veces; extremadamente sensible al dolor y sobre todo a la mezquindad, se sumía a veces en episodios efímeros pero profundos de tristeza, y salía de ellos como los pájaros salen de su aparente letargo; era, como el personaje de Ernest Hemingway del que yo le hablé algunas veces, «alguien que había conocido la angustia y el dolor pero que nunca había estado triste una mañana»... Y ese día Dulce supo que algo muy cruel, muy duro, atravesaba su cuerpo y llevaba su melancolía a un pozo muy profundo de nostalgia...

La animé, le dije que cuando concluyera agosto iríamos juntos a un médico que iba a animarla, que aquel pasaje de tristeza era un pasaje que iba a acabar pronto, que iba a volar de nuevo, ya vería... Recuerdo que cuando acabé de decírselo sacó las fuerzas de lo hondo de su ternura, y de su rabia, y gritó «¡Síííí!»... Supe en seguida que había sido para animarme a mí.