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Cuando empezó septiembre, me llamó de nuevo por teléfono y me dijo que ya estaba en manos de un médico que iba a ayudarla, y que seguía a la espera de un diagnóstico que le diera noticia del origen de su melancolía. Después, en noviembre, con una tranquilidad que aún me hiela el ánimo, me llamó para decirme que el diagnóstico estaba confirmado, que era imposible revertirlo... Las cosas se sucedieron con la rapidez del vértigo; y ella asumió el dolor del futuro con una entereza que no conoció desánimo; se hizo preguntas, pero se hizo proyectos; tuvo alrededor un afecto que parecía espejo del que ella dio; nos pidió a Julio Llamazares y a mí, que éramos amigos suyos, que fuéramos a verla, y lo hacíamos como si peregrináramos hacia lo mejor de nosotros mismos; en esas visitas nos confortaba ella a nosotros, y nosotros íbamos y veníamos con el ánimo destrozado por la evidencia de que ni siquiera su alegría le daría fuerzas para detener, o posponer, aquel destino que convertía en final una vida que siempre había recomenzado.

Algún tiempo después, este 6 de enero de 2007, cuando escribo otra vez sobre Dulce, en la evidencia del pasado, no puedo sentir otra cosa que amor y alegría por lo que nos dio, y rabia por ese muro que la vida le hizo como un arañazo en el alma. Cuando esta mañana he hablado con su hermana Inma, como si escuchara esa voz y la sintiera cerca otra vez, ésta me dijo que ya tenía Dulce cuatro nietos, y que la última se llama Dulce. Hay gente que ya no está, pero sigue enviando cartas, abrazando el mundo, diciendo desde donde sea que no acaba jamás la alegría de las almas generosas. Dulce era así; su mensaje se prolonga, su alegría no acaba nunca.

JUAN CRUZ RUIZ

ALGÚN AMOR QUE NO MATE