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Porque todos los hombres matan lo que aman

pero no todos mueren por ello.

OSCAR WILDE

Hace muchos años que no hago el amor. No es una queja. Vivo muy bien así. Sin la obligada costumbre. Mi marido y yo nos echábamos juntos la siesta. Él era muy cumplidor, y cumplía. Pero cuando murió su padre decidió ir a comer todos los días a casa de su madre. La viudez le afectó mucho a mi suegra, por eso su hijo decidió sacrificar nuestras siestas, en aras del amor materno. En realidad siempre fue así, muy sacrificado en aras del amor materno.

Y digo que no hicimos el amor nunca más, no porque no tuviéramos tiempo, sino porque se nos fueron pasando las ganas de coincidir.

De recién casados hacíamos el amor también por las noches. Con el paso del tiempo me empezaron a dar dolores de cabeza a la hora de cenar y me iba a la cama un poco antes que él. Me ponía a leer y, cuando le oía acercarse a la habitación, dejaba caer la revista y me quedaba dormida. Él intentó muchas veces despertarme, me acariciaba y me besaba, pero yo seguía durmiendo. Al principio se enfadaba. Decía que no entendía cómo podía leer con dolor de cabeza y quedarme tan profundamente dormida en un segundo. Se daba la vuelta, de muy mal humor, y refunfuñaba. Luego se ponía a roncar y a mí se me pasaba el dolor. Si alguna vez tardaba en roncar era porque, en lugar de enfadarse, se había quedado muy triste. Entonces yo me despertaba y le decía que tenía la regla, le acariciaba el pelo y él se dormía tranquilo. Poco a poco se fue acostumbrando a que la noche es para dormir.

En la siesta era otra cosa. Se tendía a mi lado sin esperar nada y poco a poco nos deseábamos los dos. Yo nunca sentí que forzáramos el deseo. Pero por la noche era distinto, parecía una obligación.

Desde que mi marido empezó a comer en casa de su madre ya no dormimos la siesta.

Quince años para mayo que murió mi suegro, el pobre.