No contestaba, Marios, con la mirada perdida en la nada, removiendo con un dedo el polvillo empapado de café que había quedado en el fondo del vaso, parecía un adivino fracasado en busca de un oráculo inhallable, y callaba… La misma placita de Plaka, una fría mañana de sol, la Acrópolis impasible por encima de ellos… Marios, soy yo, he vuelto, mírame a los ojos, por favor. Y entonces Marios habló con voz neutra, como un médico que lee un diagnóstico o un juez una sentencia… las montañas son las mismas, y las piedras, y los árboles, pero todo ha acabado, ya no queda nadie, han muerto todos, yo también he muerto, el mariscal Papagos, condotiero negro de corazón y de alma, le ha dado a Grecia un nuevo caudillo y un nuevo rey, que son idénticos a los de antes, los ingleses le han echado una mano, los americanos también, el general Skolby, el gran estratega especializado en fusilamientos masivos… los ingleses y sus primitos tienen dos democracias, la buena, para el consumo interno, y la que se echa a perder enmoheciéndose en los almacenes del tiempo, ésa es la de exportación, más adecuada para los pueblos pobres, total, los pobres digieren de todo… y ahora tú has vuelto, Tristano, ya veo que has vuelto, y me preguntas por los compañeros, por Daphne… los compañeros han muerto, Daphne está lejos, no sé dónde, a causa de sus conciertos, a Grecia no le hace falta su música, los mariscales quieren música patriótica que dar al pueblo de su nueva Grecia… ya veo que has vuelto, estás aquí como prometiste, pero tal vez no te hayas dado cuenta de que han pasado diez años, te fuiste en el cuarenta y tres, en cuanto la bestia de mi país esté muerta volveré con vosotros, decías, me parece que la bestia de tu país ya lleva muerta tiempo, pero aquí está más viva que nunca, ya te lo he dicho, si sientes nostalgia de los montes del Peloponeso, vete a pasear por allí, ve a oxigenarte los pulmones… Tristano, puedes volver por donde has venido, vuelve a tu país, si habías venido por nosotros llegas terriblemente a deshora, si era por Daphne, pásate otra vez el año que viene, o dentro de un par de años… Escritor, si tú hubieras conocido este episodio lo habrías contado como corresponde, el héroe que llega a la cita con diez años de retraso se merece algunas páginas, una parodia de Ulises, un Ulises cómico de película muda que se equivocaba de tranvía, en vez de coger el de Itaca, subía al de Pancuervo… No sé cómo hubiera replicado tu protagonista a Marios si tú hubieras podido escribir lo que te he contado, ¿qué justificación habría buscado tu Tristano? Perdóname por juzgar intenciones, pero voy a intentar adivinarlo… me imagino a un Tristano solemne y herido en su amor propio… he recibido la cruz de guerra, dice con voz grave, soy un héroe, Marios, tienes que entenderlo, las vidas de los héroes están llenas de compromisos, deberes de representación, misiones diplomáticas, embajadas de paz y de hermandad, ceremonias, conferencias… y un hombre como Marios, que había luchado por la libertad, aunque no le hubiera ido bien, lo comprendería y lo abrazaría. Pero Tristano dio una justificación totalmente distinta… no vine antes a causa de un detalle, dijo con convicción, de un maldito detalle. Eso exactamente, una justificación ridícula, digna del cómico que se ha equivocado de tranvía… Y si escribes la vida de Tristano, ésta es la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad, te lo juro… Sin embargo, escritor, si tú prefieres escribir lo que hubieras escrito a tu manera de haber conocido el episodio antes, eres libre de hacerlo. Elige, pues, total, ¿quién podría desmentirte?
Dios está en los detalles, decía un estudioso judío, creo que era un filólogo. El diablo también, probablemente. Era un día de verano y Tristano lo recuerda azul, y también la ciudad la recuerda azul aunque fuera en realidad una ciudad rosada, con casas rosas y amarillas que flanquean los fosos orillados por muros antiguos que llegan hasta el mar. En los edificios populares que circundan los baluartes hay sábanas tendidas a secar en las ventanas, como banderas blancas, y chasquean al viento, porque es un día de maestral. Y Tristano, cuando iba a visitar a Taddeo, cogía su motocicleta roja, porque recorrer el trayecto a lo largo de la costa le gustaba, la carretera justo en las afueras de la ciudad descendía entre revueltas sobre despeñaderos rocosos donde crecían el tamarisco e higos chumbos y desde donde se disfrutaba de un panorama amplio, de un mar celeste, a menudo con velas en el horizonte, y al cabo de unas cuantas curvas la pensión de Taddeo aparecía a la vista. Que en el fondo una verdadera pensión no era, se llamaba Taddeo Zimmer, un edificio bajo que Taddeo había levantado con sus propias manos, justo debajo de los acantilados, delante de una playita de piedras. Ocho pequeñas habitaciones dotadas de una diminuta cocina y baño, cada una con una terracita separada del resto de las terrazas por setos de alheñas plantados en macetas de terracota para dar a los alemanes, a los que Taddeo llamaba fritzs, una idea de mediterráneo, como él decía. Fritzs de quienes se había convertido en óptimo amigo, y ellos en fieles clientes, porque la pensión de Taddeo era modesta y los clientes, por lo general, obreros del Ruhr que jugaban con Taddeo a las cartas por la noche. Alemanes, Taddeo había matado a muchos. Llevaba la cuenta en una libreta mugrienta, en alemán, anotando la hora y el lugar: ein, zwei, drei, vier, fünf, sechs, sieben, y junto a los muertos con un alto grado militar ponía tres estrellitas como en la guía Michelin. Taddeo y Tristano, pocos años antes, se habían conocido en aquellos montes de detrás. Taddeo era un muchachito asilvestrado, de una familia de leñadores que había sido exterminada por las SS guiadas hasta esos bosques por los nazi-fascistas de Soló. El, que se encontraba entre los robles de enfrente de su casa, había asistido a la matanza desde lejos, con ojos desgarrados y ferinos, y había permanecido agazapado entre el follaje. Pero en la retirada, uno de los soldados nazis se había separado del pelotón para beberse un huevo fresco del gallinero, Taddeo le había aguardado detrás de una encina y mientras pasaba le había largado un golpe entre la cabeza y el cuello con un bastón nudoso con el que se había armado. Después había cogido su Maschinen-pistole y había subido las laderas para unirse a los partisanos. No es que tuvieran ya mucho que decirse, Taddeo y él. En realidad, iba sobre todo por el placer de recorrer en motocicleta esa carretera a pico sobre el mar llena de olores y de viento… Y vayamos a los detalles. En vez de ir en motocicleta, aquel día Tristano cogió el autocar. ¿Por qué? No lo sé. En la plaza que se ensanchaba detrás de la ensenada, entre un edificio mussoliniano de Correos y los primeros muelles del puerto, había un mercadillo de pescado improvisado por los pescadores, Tristano deambulaba entre las cajas de peces aún temblorosos y de repente le entraron ganas de ir a ver a Taddeo, la parada del autocar estaba a dos pasos, así fue. Compró el pescado necesario que llevar a Taddeo para la caldereta, cruzó la calle, faltaba poco para mediodía, sólo debía esperar diez minutos. Tristano recuerda dos sonidos bien precisos, como si los escuchara ahora, las campanas del mediodía y el claxon puntual del autocar que anunciaba su llegada. Y después una voz que le susurró al oído, Glenn Miller es más alegre que Schubert. Tristano se dio la vuelta y sólo consiguió decir, ¿qué haces aquí, de dónde vienes, por qué no has vuelto a América? Te esperaba, contestó Rosamunda… No me lo estoy inventando, escritor, dijo exactamente eso, te esperaba, que es una respuesta insensata porque todo aquello no tenía sentido, y después añadió, voy contigo, tengo que hablarte. En cambio, durante el trayecto no intercambiaron ni media palabra, después se bajaron en la segunda parada, tomaron la carretera que llevaba del pueblecito a la playa y llegaron a la pensión de Taddeo. Tristano entregó el pescado a la muchacha que se encargaba de todo, porque Taddeo no había llegado aún. Marilyn le pidió que cogiera una habitación. Subieron. La Zimmer, como todas las demás Zimmer, era un cuarto enlucido de cal, con las paredes granulosas a imitación de un estilo mediterráneo, de las que colgaban reproducciones de viejas fotografías, pescadores con los pantalones remangados sentados en el suelo reparando nasas. Una puertecita comunicaba con el baño, un tabuco con váter, lavabo y una ducha de alcachofa protegida por una cortina circular de plástico. El ventanal, de cristales correderos, daba a la terracita resguardada por macetas de ligustros, Tristano salió a la terraza y encendió un cigarrillo. Aún no habían dicho una palabra. Marilyn se acercó de puntillas y le rodeó los hombros con sus brazos. ¿Qué quieres?, preguntó él. Te quiero a ti, dijo Marilyn. Tristano se dio la vuelta y la cogió por las muñecas, con el objeto de que no lo abrazase. Rosamunda, dijo, todo esto es grotesco, no puedes hacer como si no hubiera pasado nada, la nuestra es una historia que acabó mal, no hagamos que acabe peor. Contra el murete de la terracita había un banco de jardín pintado de verde. Marilyn se sentó y cruzó las piernas. Ya no me importa nada, Clark, dijo, te lo juro, ya no me importa nada. Pero yo ya no te amo, y ya no me llamo Clark, mejor dicho, nunca te he amado, dijo Tristano. Ni yo tampoco, dijo Marilyn, pero los sentidos son otra cosa, y para ti también, lo sé, lo sé porque lo recuerdo bien. Olvídalo, dijo Tristano, haz un pequeño esfuerzo, a ti se te da bien olvidar. Cenaron bajo el encañado del porche que Taddeo había destinado a restaurante. No había casi nadie, la temporada no había comenzado aún. Taddeo les sirvió en silencio, como si fueran unos clientes cualesquiera. Tampoco ellos hablaron, escuchaban el chapoteo de las olas calmas sobre la playita de guijarros. Cuando él rompió el silencio era casi el alba. Tengo que marcharme a Grecia, dijo, hay una mujer que me espera, estoy enamorado de ella. Marilyn le acarició el pecho. Si te ha esperado hasta ahora, podrá esperar aún un poco más, susurró, y lo abrazó con fuerza, vente antes conmigo, tengo que ir a España, acompáñame, antes te he mentido, estoy enamorada de ti. En el recuadro de la ventana, en la lejanía, pasó una luz, debía de ser un barco pesquero. Tal vez yo también, dijo Tristano, pero sólo con los sentidos, y ahora déjame dormir, estoy cansado.