…Quisiera evocar este recuerdo pero yace demasiado lejos, apenas recuerdo ya sus ojos, eran, creo, azules… eso es lo que dice el poeta griego… cómo daba en el clavo… escribió poemas sobre la voz y él la perdió… murió de un cáncer de laringe… poemas grandiosos… le gustaban los hombres… si Tristano lo hubiera conocido…, si sus tiempos hubieran coincidido, si no hubiera amado exclusivamente a las mujeres, si hubiera amado sus gustos, a un hombre así lo hubiera amado como quería ser amado aquel poeta, de tanto como lo quería… demasiados síes, las vidas no se rehacen… Pero estaba hablando de los ojos, por suerte todo se vuelve canción cuando llegas al punto de vista de alguien que sólo puede mirar al techo… j'ai la mémoire qui flanche, je me souviens plus tres bien de quelle couleur étaient ses yeux, étaient-ils verts ou bleus?… Una vez a Tristano le llegó una carta, quizá algún día te lo cuente mejor, ahí también había palabras de canción, pero era una carta hecha sólo de voces, como las que escuchaba el poeta griego… E lontano lontano nel tempo forse un giorno negli occhi di un altro troverai un po' dei miei occhi… [11]
Ya en el zaguán Tristano lo percibió. Está gañendo, dijo, ¿lo oyes, Rosamunda? Era un día de canícula tremenda, como se dan en España en agosto, y la ciudad estaba desierta. Domingo, todos fuera, lejos de aquel bochorno que impregnaba las piedras y el asfalto, una ciudad fantasma, y fantasmal también el museo, solitario, los primeros cuadros le dieron la impresión de apariciones que flotaban en el sueño. Ohó, dijo él en voz baja. El pasillo central repitió, ohoooooo, acogido por los pasillos desiertos. A él se le vino a la cabeza un pueblecito blanco en la costa, un banquete de bodas, su madre que lo llevaba de la mano, el rostro sonriente de un párroco y su madre que decía, espero que no se lo tome a mal, don Velio, el que no nos casemos en la iglesia, Tristano lo ha querido así, aunque no tenga nada en contra de los curas, no nos hemos casado hasta ahora porque ha estado muy enfermo, estuvo prisionero en Austria y se contagió de gripe española, creía que no volvería, y en cambio regresó algunos años después de que acabara la guerra y así encontró a este hijo suyo hecho ya un muchacho, de todas formas, le estados agradecidos por que haya venido usted a comer, mosén, es muy amable por su parte… Se le acercó un prelado de aire jovial, pero era un prelado pintado, su alegre gordura se había derretido desde hacía siglos. Tristano acercó la boca al oído de la Guagliona, Rosamunda, no te lo había dicho nunca, mi padre se llamaba Tristano y yo no estoy bautizado. Yo, en cambio, sí, susurró Rosamunda, en el monte te parecía una soldado implacable, pero no lo era, porque soy una buena cristiana y sé bien que no hay que desear a la mujer del prójimo. Comprendo que tú nunca la hayas deseado, dijo Tristano, en el fondo eres una buena católica, aunque seas protestante, tú lo que has deseado siempre es al hombre de las prójimas. Avanzaron por la galería desierta, Tristano abría la marcha como un guía turístico sin turistas, y tomó por las escaleras. Saltémonos el resto de los cuadros, dijo, no nos interesan, hoy por lo menos no nos interesan, tal vez algún día vuelvas sola a este museo y veas la belleza, que será tu primavera marchita, pero hoy vamos a ver el perro amarillo, ¿no oyes cómo gañe?, creo que se está muriendo de sed, démosle de beber, quién sabe cuánta gente le pasa por delante todo el año, lo mira con la indiferencia con la que se mira a un perro y no le da ni siquiera esa gota de agua que le haría falta, pero hoy es el día adecuado, no hay ni un alma, y tal vez el guardián de la sala se haya quedado dormido en su silla, si yo fuera el director de este museo impondría que delante del perro hubiera siempre un cuenco de agua fresca, pero los directores de los museos ignoran los deseos de sus cuadros, se limitan a cumplir con su oficio, les importa un bledo que el perro siga sufriendo para siempre, como quiso el pintor… El guardián dormía, como había previsto Tristano. Entraron, y el perro los miró con los ojos implorantes de un pequeño perro amarillo enterrado en la arena hasta el cuello, colocado ahí para sufrir, con el objeto de que se sepa per saecula saeculorum cuál es el sufrimiento de las criaturas que no tienen voz, que en el fondo somos todos nosotros, o casi. La Guagliona lo miró, después se volvió sobre sí misma, apoyó un brazo contra la pared y apoyó en el brazo la cabeza. Es insoportable, dijo, no se puede mirar. Si sólo es un baño de arena, dijo Tristano, el pintor le ha ordenado que tome baños de arena. Te lo ruego, no digas nada más, dijo ella. ¿Es que crees que el electrochoque en los manicomios es mejor?, dijo él, ya sabes, era un perrito extraviado, vagabundo sin duda, hijo de ignotos, deambulaba por las periferias, llevaba un hatillo, un pedazo de pan, dormía dentro de cajas de cartón, no iba ni siquiera al peluquero para perros, en definitiva que estaba realmente out, de modo que el pintor pensó en hacer algo útil para la sociedad y para su príncipe, pasó con el lazo de su paleta, lo atrapó y lo enterró en la arena hasta el cuello, así aprenderás, perro vagabundo, ahora ya no podrás morder a nadie, el barrio se ha quedado tranquilo, los ciudadanos duermen en paz y el monarca es feliz. Era mala persona, dijo Rosamunda, era un pintor malo. No, era bueno, la corrigió Tristano, sólo era malo consigo mismo, era un perro sin collar. El aire estaba viciado en aquella sala, y olía a moho y a los alientos del día anterior. Si por lo menos hubiera aire acondicionado, dijo ella. Haz el favor, Rosamunda, dijo Tristano, ésta es la España de hoy en día, al Caudillo le importa un bledo la modernidad, y otro bledo vosotros, los americanos, él está pensando en defender Occidente del comunismo, como verás que antes o después dirá alguien, qué pretendes que le importe el aire acondicionado, él se contenta con el fresquito de las sacristías. Se sentaron en el suelo. Tristano miraba fijamente a los ojos del perro, la Guagliona lo miraba de refilón, de vez en cuando, Tristano no sabía qué decir, y se preguntaba por qué la había llevado a ver aquel cuadro… Sabes, escritor, si Tristano hubiera tenido el don del vaticinio, le habría dicho que algún día se encontraría con aquel perro, le habría dicho, Rosamunda, algún día reconocerás a este perro, por lo demás no es un perro, es una perra, pero es difícil adivinar el sexo de un perro enterrado en la arena, yo, sin embargo, sé que es una perra… pero Tristano el don del vaticinio no lo tenía, por eso te estoy contando a ti lo que hubiera debido intuir él, porque ciertas señales han de ser comprendidas a tiempo, no cuando uno está muriéndose… ¿Te encuentras bien?, le preguntó Rosamunda. Para morirme, contestó él, para morirme. Pues no lo parece, la verdad, susurró ella, tienes un color estupendo y después de comer has tenido el valor de hacerlo tres veces seguidas, después de haber devorado una bandeja de callos a la madrileña. Tristano le ordenó que se quedara donde estaba, quieta donde estás, Guagliona mía, fue a colocarse bajo el perro amarillo, dobló los brazos y las rodillas como una marioneta a la que han cortado los hilos, un día en un restaurante fuera del tiempo y del espacio me sirvieron el amor como callos fríos, yo le dije amablemente al cocinero misionero que los prefería calientes, que los callos no se tomaban fríos, no me los comí, no quise otro plato, pagué la cuenta y salí a la calle. Pero ¿qué dices?, dijo Rosamunda. Es una de esas cosas que me leía la Frau, contestó él, pero no merece la pena perderse en los detalles, y además he hecho un vuelo pindárico, no tiene nada que ver, hablaba del tiempo venidero, no de la pasada noche. Después se irguió y se puso en posición de firmes ante el perro. Comandante Clark, dijo, te he traído el agua que te faltaba. En el cinturón llevaba una calabaza, de esas secas y vacías que los pastores de Castilla usaban para mantener el agua fresca, la depositó delante del cuadro, retrocedió y saludó militarmente. Vamonos, Guagliona, dijo, se está haciendo tarde, y el guardián querrá cerrar este cementerio.