…Vieron un perro, pero debía de ser otro día, quién sabe cuándo, en el ocaso de sus vidas, de todas formas. Se llamaba Vanda, pero no con uve doble, una uve sencilla, de animal pordiosero como lo era aquél. El nombre no se lo dijo el perro, no hubiera podido, porque ya no le quedaba aliento, sino que lo tenía en su cabeza Rosamunda, que lo reconoció de lejos. Mira, un perro, se llama Vanda, ¿te acuerdas? Por poco lo atropella, en el túnel no había luz y estaban en una curva. Lo esperaron fuera, en la recta, para que no les diera por detrás ningún camión, que a veces esas cosas pasan. Vanda llegó a la pata coja, con el hocico bajo, la lengua en el asfalto, pero se mantenía perfectamente a su derecha, más allá de la línea blanca. Tenía las mamas colgando, como chupeteadas, parecía haber amamantado una camada, aunque no fuera posible, dada la edad que se le leía en los labios y en los dientes, veinte años por lo menos, si no más, que para una persona no está mal, pero una perra está decrépita. Lo ha hecho por filantropía, dijo uno de ellos, no recuerdo quién, Vanda es buena, una perra estupenda, se ha pasado la vida enterrada hasta el cuello. La cargaron a pulso en el asiento posterior, tenía los dedos de las patas en carne viva de tanto andar. Comprendieron que había hecho miles de kilómetros con el fin de que la encontraran ellos, pero no se lo dijeron, ciertas cosas ni siquiera se dicen, un cuerpo debe horadar estratos y estratos de tiempo agregando con paciencia alrededor del núcleo los adminículos necesarios para ser cuerpo, hasta desembocar en la superficie como criatura viviente, aunque acaso moribunda ya, como esa Vanda, y se la han jugado desde el principio, porque cree estar al principio, pero ya ha llegado. Y, entonces, en pro de qué, dios santo, inquirió él. Pregunta retórica, porque no hay respuesta… Era mediodía, y hacía mucho calor, y la luz era deslumbrante, y además, mediterránea. Cuando ocurren cosas así, hace siempre mucho calor, la luz es deslumbrante, y lo mediterráneo es obligatorio, es archisabido. Tan archisabido que puede creerse o no, como se quiera. Y en el caso de que quiera creerse, él conducía despacio, la costa rocosa tendía a lo rojizo y la franja de mar era de un azul profundo. Vanda parecía adormecida, pero no lo estaba, porque tenía un ojo abierta y el otro cerrado, y con el abierto miraba fijamente el cenicero de la puerta trasera repleto de colillas como si fuera el pobre aleph que le había sido concedido y en aquel universo suyo de restos de cigarrillos pudiera descubrir el dios enfermo que la había hecho nacer y los turbios misterios de su religión. Él, mirándola de reojo, intuyó la interrogación en aquella pupila dilatada por el miedo y le murmuró, una curva oscura te sirve de padre, unas colillas masticadas, de hijo y un tiempo que ya no es tal, de espíritu santo, la trinidad de la que dependes es ésa, querida Vanda, resígnate, no hay nada que hacer. Nunca has querido hijos, replicó Rosamunda como si hablara a la neblina de bochorno que bailaba sobre el horizonte, siempre tu esperma sobre el vientre, durante todos estos años, desperdiciado así, y ahora ha nacido mi Vanda, pero ya es tarde, demasiado tarde. Morirá mañana, contestó él, aunque durante una noche puedes quedártela, acunarla como a un hijo, darle incluso el pecho, si te parece bien, mejor que nada, desperdicié mi esperma porque tú mentías, así que mentía yo también… Qué extraña noche, en la Zimmer de Taddeo. Por el recuadro de la ventana se deslizaron dos buques de vapor iluminados, silenciosos, como en un sueño. Sólo más tarde, cuando ya estaban fuera del encuadre, una vaharada de viento trajo un puñado de notas que Tacaneaban en el oído pero que a ellos les parecieron un vals. ¿Es que tal vez a bordo se bailaba? No es de excluir, porque a bordo se baila a menudo y de buena gana, especialmente si se está de crucero, incluso en cruceros de pobres como el que atraviesa esos golfos de San Fruttato a San Zaccarino, que no duran más que un domingo. La gente, en cuanto tiene un momento, se pone a bailar, hay que aprovechar para divertirse, especialmente si has pagado el billete, porque después ya es lunes. Rosamunda intentó darle el pecho, pero Vanda no quería mamar. Oyeron su sofocada respiración casi hasta el amanecer, después se apagó. La enterraron allí fuera, en la playa, en una ensenada de guijarros del tamaño de un pañuelo, donde un sendero se precipita hasta la pequeña ola, que paciente enjuaga y vuelve a enjuagar los guijarros siglo tras siglo. Rosamunda, con conchas y piedrecillas, escribió sobre la tumba: Vanda cero cero cero cero, ceros que significaban el día de su nacimiento y el de su muerte, algo que sólo Tristano podía comprender, llenándolos con el tiempo efectivamente transcurrido desde el día en que Rosamunda había empezado a desear un hijo, hasta aquel día en que a los deseos les habían dado sepultura en forma de perra decrépita, porque, dale que te dale, también los deseos fallecen, y hay que enterrarlos. Permanecieron allí viendo cómo el sol salía por aquel horizonte encajado entre dos promontorios, en aquella risueña localidad playera a la que en otros tiempos llegaban en autocar. Era un sol potente, y mudos lo sabían ambos, porque todo es viejo bajo el sol, y a veces viejísimo. Lo que no disminuye el tormento de nadie, ni el suyo tampoco, por lo tanto. Cántame una canción como las que me cantabas en otros tiempos, dijo ella despacio. ¿Qué canciones?, preguntó él. Esas de cuando me llevabas sobre la barra de la bicicleta, en las montañas, ¿te acuerdas?, yo apretaba la cabeza contra tu pecho y con tu voz me llegaba un olor a ajo, ¡cuánto ajo comimos en las montañas!, aunque quizá fuera en otra ocasión, habíamos comido caracoles a la provenzal, de vez en cuando comíamos caracoles a la provenzal, nos dimos también algunas alegrías, y ésas también estaban llenas de ajo. Él cantó, de l'uliva, non cade la foglia, le tue belleze non cadono mai, sei como il mare che cresce a onde, cresce per vento, per acqua mai. [3] Era una nana. Es difícil decir si era para acunar a Vanda hacia su nada de nada, para acunarse a ellos mismos o para acunar a los sueños, que no mueren nunca.