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¿Conoces un poema que dice, sombras largas en el mar, tu sonrisa, amada, y las caricias, pronto se resignan, como a la noche las sombras… y después sigue con el horizonte, las olas y otros muchos lugares comunes? ¿Lo conoces? No me digas que lo conoces… si no existe, no lo escribió nunca nadie, y al oírlo no parece gran cosa, más vale dejarlo ahí.

…Pero no se llora, no, no se debe llorar, no le gustaba llorar. ¿Y reír, entonces? No hay nada de lo que reír, decía el filósofo Ridens, que se partía de risa mientras lo decía… Ese humor no liberado era un dolor fofo que se volvía bilis, ¿y qué le quedaba sino chillidos alocados en la nada, gritos broncos en el viñedo, cuando el mediodía es canícula silente, rechinar de dientes y aullidos tremendos que acallaban incluso a las cigarras?… Mira, mira de qué forma le habían hecho el diagnóstico, los Abderitas… ¿No sabes quiénes son? Así los llamaba Tristano, como los habitantes de la patria de Demócrito, a aquellos doctores que adoctrinaban… un diagnóstico con el sello del sistema sanitario local, provisto de anamnesis y descripción, escúchame bien, el diagnóstico decía… hombre de aspecto demacrado y barba crecida, un ojo que de vez en cuando se enturbia, como si estuviera empañado por humores biliosos que vuelven la córnea amarillenta, no es raro que blasfeme en voz baja, por lo general a las preguntas no responde, ni siquiera a las más elementales, como si estuviera en otra parte, transcurre pues en silencio la sesión médica y, sin abandonar su silencio, coge y se marcha dándonos la espalda, y si por casualidad se vuelve lanza un gesto extravagante que más parece de choteo que de despedida, rechaza fármacos que han devuelto la sonrisa a millones de personas y que el estado podría proporcionarle gratuitamente, aunque sea pudiente, ante la primera tentativa de examen psicológico declaró que, sic, es inútil tocarle los cataplines con la infancia, porque la tuvo tan feliz que más feliz es imposible, recuerda a un abuelo anticlerical aficionado a la astronomía, recuerda su iniciación, que tuvo lugar a los quince años con una no mejor identificada campesina de la granja, mujer ya madura, y que fue una maravilla, dice que el problema no está río arriba sino río abajo, insistió en que se le prescribiera láudano que obviamente no le prescribimos, y ante este justificado rechazo médico, reaccionó con soberbia, riendo socarronamente… Éste es el diagnóstico de los Abderitas, sellado como científico por la póliza estatal, querido Damageto… hoy siento que eres mi Damageto, y quisiera llamarte así, habrás leídas esas páginas que tratan de la locura, porque Tristano se hallaba así, exactamente como escribe Damageto, atrapado entre la hilaridad y la furia, que son los extremos que la vida nos presenta en determinados momentos, que es como decir entre la espada y la pared, no habiendo entre los dos extremos ni un intersticio, porque en éste residiría la virtus, y virtus Tristano no tenía, o no la encontraba. Se interrogaba acerca de la terapia que los antiguos señalaban para los humores malignos, es decir, el llanto o la risa, pero ninguna de los dos era una solución, porque el suyo era un dolor sordo, continuo y sin boca, que le roía el pecho y no hallaba voz, no hallaba palabras, como un animal que muge al final de un túnel… No estaba él dentro del túnel, el túnel era él, él se había convertido en un túnel… y un día, en el viñedo vio un sapo… y aquel sapo se convirtió en un perro… ¿ya te lo he contado?… qué se le va a hacer, en todo caso puedes reescribirlo… era un sapo amarillo y se convirtió en un perro amarillo con la cabeza fuera de la tierra donde estaba enterrado, con la boca abierta… se le veía la garganta, porque se ahogaba, el sapo hizo glog glog, y después se puso a hablar con la voz de un perro, y ahora enseñaba sus dientes estropeados, algunos estaban ya rotos, guau guau guau dijo, yo soy tú y tú eres yo, ¿me explico?… Se explicaba bien el animal, y Tristano comprendió enseguida que era su hermano… mejor dicho, su espejo. Y el mundo empezó a dar vueltas. Estaba meando contra los viñedos, se meó en los zapatos y sintió la embriaguez de cuando se comprende algo de repente y te entra vértigo, arena sobre arena era aquello en lo que había creído, su contribución a la libertad, una libertad enterrada en la arena hasta el cuello, gracias Tristano, qué buen perrito guardián has sido, y ahora ladra si puedes y si no puedes muerde al viento… Tristano miraba al sapo a los ojos y en aquellos ojos estaba escrito todo, y él lo comprendió todo, pero ya era tarde, las bombas habían estallado, los muertos habían muerto, los asesinos estaban de vacaciones y la fanfarria republicana sonaba en las plazas, porque era dos de junio, la fiesta nacional, y el sagrado estandarte ondeaba bullicioso al viento, un encargado cualquiera de saludar al estandarte lo estaba saludando en posición de firmes, al igual que estaba en posición de firmes Tristano delante del viñedo, meándose los zapatos… Saludó militarmente al sapo, a sus órdenes, señor sapo, y el sapo medio sapo y medio perro emitió una voz aguda como deben de tenerla las sirenas, en aquel primer día de canícula sobre el llano, era una voz que provenía de los montes, y era fresca porque descendía de los picos nevados, y parecía un canto lánguido, cruzaba estratos de tiempo, pero no por ello era menos aguda, y le decía, cade Tuliva non cade la foglia, le tue bellezze non cadono mai, sei come il mare che cresce a onde, duérmete, mi niño, duérmete, traidor. Tristano giró sobre sí mismo y buscó la sombra de su habitación, tambaleándose, se tiró sobre la cama, se tapó los oídos e intentó dormir, algo imposible, como podrás comprender, escritor.

¡Pancuervo! ¡Pancuervo! empezó a gritar un día de repente. La Frau se asomó para ver lo que estaba pasando, él parecía dormitar sobre la silla, delante de la ventana abierta de su despacho, por la que entraba una rama del cerezo. Era a finales de mayo, las cerezas estaban ya completamente rojas, él se puso en pie de golpe y gritó dirigiéndose hacía los campos, ¡Pancuervo! La Frau se detuvo petrificada, él cruzó la puerta de la terracita abierta al sol, bajó atropelladamente los escalones de piedra y empezó a bailar alrededor del cerezo, y de vez en cuando abrazaba su tronco y tiraba de él como si quisiera arrancarlo, lanzando las piernas hacia arriba como un salvaje de las selvas y gritando, ¡cerezos rosados en primavera!… La Frau había corrido detrás de él y lo miraba aterrada, seguía aquella danza insensata acompañada de palabras inconexas y pensaba en un ataque de demencia, pobre Frau, estaba petrificada, no se movió ni siquiera cuando él empezó a huir entre los campos, mientras seguía gritando ¡Pancuervo! ¡Pancuervooo!… No era demencia, era que había comprendido, había comprendido de repente, como en ciertas iluminaciones tardías, que todo había comenzado en Pancuervo muchos años antes, y la extremidad del hilo que había hecho saltar por los aires a su muchacho se hallaba en Pancuervo, era allí donde debía buscar, en Pancuervo… Pero ¿existía de verdad Pancuervo?… El tren se había detenido y había vuelto a marcharle, pero él no se había montado, se había quedado en una remota estacioncita de Castilla mirando unas colinas redondas y áridas, extrañas, unas colinas que parecían elefantes blancos.