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…Perseo consiguió cortarle la cabeza a la Medusa, cuya mirada tenía el poder de petrificar a las personas porque se había llevado un espejo, y cuando tuvo su trofeo en sus manos, sujetándola por los cabellos hechos de serpientes, pudo liberar a Andrómeda que estaba prisionera del monstruo marino, y después se casó con ella… La estrella principal de la constelación de Andrómeda se llama Algenib, o bien Mirfak… son nombres árabes… cuánto han navegado los árabes, siempre surcando los mares y mirando las estrellas… Algenib, en árabe, quiere decir que está a la derecha, y es la más luminosa, puede verse perfectamente bien incluso a simple vista… es mil veces más luminosa que el sol, pero la más conocida es Algol, que quiere decir cabeza del demonio, evidentemente era más útil para los navegantes, quién sabe por qué… las Perseidas son estrellas fugaces que provienen de la constelación de Perseo, los astrónomos dicen que son restos de cometas que sobrevivieron, sobreviven quién sabe desde hace cuánto tiempo, pueden verse alrededor del diez de agosto, quizá si te asomas a la ventana consigas verlas, yo las veía siempre, era como una cita, cada diez de agosto, pero seguro que el diez de agosto ha pasado ya hace bastante, yo en esta cama he perdido la cuenta.

He desembarcado en esta isla a media tarde. Desde el ferry veía cómo el diminuto puerto se iba acercando, con la pequeña ciudad blanca acuclillada en torno al castillo veneciano y pensaba, tal vez esté aquí. Y mientras recorría las callejuelas escalonadas que llevan hasta la torre, con mi equipaje que cada día se hace más ligero, en cada escalón repetía, tal vez esté aquí. En la placita bajo el castillo, una terraza desde la que se domina el puerto, hay un restaurante popular, con viejas mesitas de hierro dispuestas a lo largo de un pequeño muro, dos parterres con dos olivos y geranios muy rojos en macetas rectangulares. Unos cuantos viejos están sentados en el poyete y hablan en voz baja, los niños corren alrededor del busto marmóreo de un capitán bigotudo que fue un héroe de las guerras balcánicas de los años veinte. Me he sentado en una mesita, he dejado mi equipaje en el suelo y he pedido el plato típico de la isla, conejo con cebollas aromatizado con canela. Se dejan ver los primeros turistas, junio está en puertas. Estaba cayendo la noche, una noche transparente que ha transformado el añil del cielo en un violeta encendido, y después la oscuridad, donde ha quedado el añil. Sobre el mar brillaban las luces de las aldeas de Paros, que parecía estar a dos pasos. Ayer, en Paros, conocí a un médico. Es un hombre del sur, de nuestra Creta, me parece, aunque no se lo pregunté. Es un hombre bajo y robusto, con venitas en la nariz. Yo miraba el horizonte y él me preguntó si estaba mirando el horizonte. Estoy mirando el horizonte, le contesté. La única línea que quiebra el horizonte es el arco iris, dijo él, el engaño de un reflejo óptico, una pura ilusión. Y estuvimos hablando de ilusiones, y sin querer le hablé de ti, mencioné tu nombre sin mencionarlo, y él me dijo que te había conocido porque te había suturado las venas un día que te cortaste las muñecas. No lo sabía, y eso me conmovió, y pensé que en él hallaría un poco de ti, porque había conocido tu sangre. Así que lo acompañé a su pensión, se llamaba Thalassa, estaba efectivamente en el paseo marítimo, y era escuálida, ocupada por alemanes de clase modesta que vienen a pasar sus vacaciones en Grecia y detestan a los griegos. Pero él no era como ellos, era muy amable, se desnudó con pudor, y tenía un miembro pequeño, algo retorcido, como ciertas estatuas de sátiros de las terracotas del museo de Atenas. Y no deseaba tanto una mujer cuanto sobre todo palabras de consuelo, porque era infeliz, y yo fingí dárselas, por humana piedad. Te he buscado, amor mío, en cada átomo que de ti está disperso en el universo. He recogido cuantos de ellos me ha sido posible, en la tierra, en el aire, en el mar, en las miradas y en los gestos de los hombres. Te he buscado incluso en los kouroi, en la lejana montaña de una de estas islas, sólo porque una vez me dijiste que te habías sentado en el regazo de un kouros. La ascensión no fue fácil. El autocar me dejó en Sypouros, si es así como se llama una aldea desconocida incluso para los mapas geográficos, y después quedaban tres kilómetros que recorrer a pie, subí lentamente la carretera de tierra en curva que más adelante baja hacia un valle de olivos y cipreses. Había un viejo pastor por la carretera, y sólo le dije la única palabra que importaba: kouros. Y en sus ojos brilló una luz de complicidad como si hubiera entendido, como si supiera quién era yo y a quién buscaba, que te buscaba a ti, y sin decir una palabra extendió una mano indicándome el camino, y yo recogí el gesto que me guiaba y aquella luz que brilló un instante en sus ojos y me los guardé en el bolsillo, mira, aquí los tengo, podría disponerlos sobre la mesita de esta terraza donde estoy cenando, son otras dos piedrecitas de esta pintura al fresco reducida a migajas que estoy recogiendo desesperadamente para reconstruirte, más allá del olor del hombre con el que he pasado la noche, el arco iris sobre el horizonte y este mar celeste que me angustia. Pero, sobre todo, una ventana enrejada que encontré en Santorini, por la que se encaramaba una vid, y desde la que se veía el vasto mar y una placita. El mar eran infinitos kilómetros, y la placita unos cuantos metros cuadrados, y entretanto me acordaba de poesías que hablan de mares y de plazas, un mar de tejas refulgentes que una vez vi contigo en un cementerio, y una placita donde las personas que la habitaban habían visto tu rostro, y así, mentalmente, yo te buscaba en el refulgir de aquel mar porque tú lo habías visto, y en los ojos del mercero, del farmacéutico, del viejecillo que vendía café helado en aquella placita, porque te habían visto. Esas cosas también me las guardé en el bolsillo, en este bolsillo que soy yo misma y mis ojos. Un pope ha salido al atrio. Sudaba con su ropa negra y recitaba una liturgia bizantina donde el kyrie tenía un sabor a ti. Hay un barco en el horizonte que deja en el azul una estela de espuma blanca. ¿Serás tú también? Tal vez. Podría metérmela en el bolsillo. Pero mientras tanto una prematura turista extranjera, prematura para la temporada, porque su edad es casi venerable, telefonea desde el aparato abierto al viento y a los pasantes, delante del mar, y dice, Here the weather is wonderful. I will remain very well. Y ésa es una frase tuya, la reconozco incluso dicha en otro idioma, pero en este caso es sólo la traducción aproximada en inglés, hecha por una turista, de lo que tú ya has dicho, lo sabemos bien. La primavera ha pasado para nosotros, mi querido amigo, mi querido amor. Y ya ha llegado el otoño, con el amarillo actual de sus hojas. Mejor dicho, hay un pleno invierno en este precoz verano refrescado por la brisa que esta noche sopla sobre la terraza asomada al puerto de Naxos. Ventanas, eso es lo que nos hace falta, me dijo una vez un viejo sabio en un país lejano, la vastedad de lo real es incomprensible, para comprenderlo es necesario encerrarlo en un rectángulo, la geometría se opone al caos, por eso los hombres han inventado las ventanas que son geométricas y toda geometría presupone los ángulos rectos. ¿Será que nuestra vida está subordinada también a los ángulos rectos? Ya sabes, esos difíciles itinerarios, hechos de segmentos, que todos nosotros debemos recorrer simplemente para llegar hasta nuestro fin. Tal vez, pero si una mujer como yo piensa en ello desde una terraza abierta sobre el mar Egeo, en una noche como ésta, comprende que todo lo que pensamos, lo que vivimos, lo que hemos vivido, lo que imaginamos, lo que deseamos no puede estar gobernado por las geometrías. Y que las ventanas son sólo una pávida forma de geometría de los hombres que temen la mirada circular, donde todo entra sin sentido y sin remedio, como cuando Tales miraba las estrellas, que no entran en el recuadro de la ventana. Todo lo he recogido de ti, migajas, fragmentos, polvo, huellas, suposiciones, acentos que han quedado en voces ajenas, algunos granos de arena, una concha, tu pasado imaginado por mí, nuestro supuesto futuro, lo que hubiera querido de ti, lo que me habías prometido, mis sueños infantiles, el enamoramiento que de niña sentí por mi padre, algunas absurdas rimas de mi juventud, una amapola al borde de una carretera polvorienta. Incluso eso me lo he metido en el bolsillo, ¿lo sabes?, la corola de una amapola como esas amapolas que iba a coger en las colinas en mayo con mi Volkswagen, mientras tú te quedabas en casa grávido de tus proyectos, atendiendo a las complicadas recetas que tu madre te había dejado en un librito negro escrito en francés, y yo te cogía amapolas que tú no sabías comprender. No sé si tú has depositado tu semen en mí o viceversa. Cada uno es sólo él mismo, sin la transmisión de la carne futura, y yo sobre todo, sin nadie que recoja mi angustia. Todas estas islas he recorrido, todas buscándote. Y ésta es la última, como yo soy la última. Después de mí, basta. ¿Quién podría seguir buscándote, sino yo? Nadie puede traicionar así, cortando el hilo. Sin que ni siquiera yo sepa dónde descansa tu cuerpo. Te entregaste a tu Minos, de quien creías haberte burlado pero que al final te engulló. Y de este modo he descifrado epígrafes en todos los cementerios posibles, en busca de tu nombre amado, donde poder por lo menos llorarte. Dos veces me has traicionado, y la segunda escondiéndome tu cuerpo. Y ahora estoy aquí, sentada ante una meska de esta terraza, mirando inútilmente el mar y comiendo conejo con sabor a canela. Un viejo griego indolente canta una canción antigua a cambio de una limosna. Hay gatos, niños, dos ingleses de mi edad que hablan de Virginia Woolf y un faro en la lejanía del que no se han percatado.