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– ¿No habla español? -se sorprendió el periodista.

– No -dijo el negro, muy divertido-, el que habla español es Freddy.

– ¿Freddy?

– El que se fue con su compañero. Como él es argentino pidió chofer portorriqueño.

– No, no. El argentino soy yo. Hay una confusión -dijo Soriano, algo alarmado.

– ¿Que lío! -rió el negro-. Entonces el patrón se equivoco. Le dijo a Freddy: "Anda con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña". El patrón es algo duro con los negros, pero nos paga bien. Es el mejor blanco que conozco, perdóneme usted.

– No le entiendo -dijo Soriano en inglés, con gesto contrariado-, hábleme pausadamente, tal vez comprenda algo.

– Vea, señor, a mi me pagan para manejar, no para charlar con los blancos. Me dice adonde vamos y yo manejo. Me dice que pare y yo paro, me dice que volvamos y vuelvo. ¿Entendió eso?

– No mucho.

Diana Walcott vivía en un chalet de dos plantas, en Beverly Hills. La casa, sobre una colina, estaba rodeada por un parque de pinos. La entrada para autos era automática. El sendero que conducía a la entrada principal era amplio y estaba cubierto de pedregullo gris. Los molinetes lanzaban agua en todas direcciones. Un jardinero negro trabajaba en unos claveles rojos que serpenteaban alrededor de la casa.

Soriano indicó al chofer que siguiera de largo y se detuviera a cien metros. Estacionaron a un costado del camino. A pocos pasos de allí nacía una calle secundaria. Los dos hombres permanecieron en silencio. El negro fumaba un cigarrillo tras otro y la sonrisa parecía pintada en sus labios gruesos. Tenía el pelo enrulado y muy corto.

A velocidad moderada, el Chrysler que conducía a Marlowe se ubico en la vía de la carretera que indicaba sesenta millas de máxima. El detective encendió su pipa y se recostó en el asiento.

– No pierda de vista al Ford -indico al chofer.

– Descuide -dijo Freddy.

Era un joven de rostro oscuro, de rasgos latinos, serio y orgulloso de su habilidad con el volante. Manejaba con una sola mano y con la otra sintonizaba la radio que transmitía en castellano. La voz de Armando Manzanero aparecía melosa y envolvente. Al compás, Freddy movía los hombros. Marlowe chupó la pipa y miró el tablero del coche.

– Es un buen auto -dijo.

– Es aguantador -contesto Freddy-, pero más lento que un cartero. Cuando termine de juntar unos dólares me comprare un Jaguar. Mi chica dice que primero debería comprar el departamento, pero yo pienso darme el gusto. Tengo la velocidad en la sangre, compañero.

– Le advierto que no quiero comprobarlo -dijo el detective, muy serio.

Freddy lo miró algo extrañado, se rascó la cabeza en la que el pelo lacio estaba apretado por una gorra, se echó dos chicles a la boca y observó:

– No es que me interese, pero me gustaría saber para que pidió un chofer que hablara español.

Marlowe miro a Freddy, aspiro la pipa y movió la cabeza.

– El que necesitaba un chofer con español era mi compañero.

– ¿Si? El patrón me dijo: "Anda con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña", y lo señalo a usted.

– No me importa lo que dijo su patrón. Usted tendría que estar en el otro coche, con el argentino.

– Bueno, cuando lleguemos haremos el cambio.

– No, ahora no se puede. No pierda de vista al Ford.

– No se preocupe, el tuerto ve poco y no le gusta correr -dijo Freddy, con una ancha sonrisa.

– Que le falte un ojo no quiere decir que vea la mitad -respondió Marlowe.

– No, ya se. Sam perdió el ojo bueno en una gresca con la policía. Tiene una catarata en el otro.

– No podría manejar así.

– Puede. El patrón no sabe nada de eso. Es difícil para un negro conseguir trabajo. Si tiene un ojo solo es más difícil, pero si esta casi ciego es imposible. Sam siempre hizo cosas imposibles.

– Oiga, ¿quiere decirme que Sam maneja a ciegas? -se enojo el detective.

– No, claro -Freddy levanto el brazo del volante-, tiene un campo de visión reducido, eso es todo. No se estrelló nunca todavía.

– Espero que no sea la primera vez -dijo Marlowe, echándose hacia atrás.

Freddy río a carcajadas, largo rato, como si Marlowe hubiera dicho un chiste ingenioso. Cuando llegaron, el detective ordenó al chofer que se detuviera al costado del camino, tras un grupo de árboles deshojados y retorcidos.

Diana Walcott subió a su Jaguar sport, lo puso en marcha y dejó que el motor se calentara un par de minutos. Se miró en el espejo. Tenía el pelo rubio muy suelto, las pestañas postizas eran largas y curvas, los labios pintados con rojo vivo y un lunar artificial marcado sobre la mejilla derecha. Sacó una lengua muy

fina y pasó la punta por los labios. Descubrió los dientes muy blancos y sonrió. Algunas arrugas, casi imperceptibles, asomaban junto a sus ojos, pero el maquillaje las había cubierto totalmente. Encendió un cigarrillo negro francés, movió la palanca de cambios y salió marcha atrás.

El día era fresco y amenazaba tormenta. Transcurría un invierno excesivamente riguroso para esa zona cálida; cada tarde, a las cuatro, Diana repetía el ritual de mostrarse ante el espejo del auto. Quería que el la viera joven y hermosa. El Jaguar rugió por el camino de pedregullo, derrapó con las ruedas traseras al subir a la carretera y arrancó a toda velocidad.

– ¡Sígalo, rápido! -grito Soriano.

El negro Sam tenía el ojo abierto y vigilante. Vio una ráfaga roja que cruzo por la carretera y salió con el Ford a velocidad normal, como si volviera a su casa. Sintió el zumbido de un Buick negro que paso junto a ellos. Adentro iban tres hombres y uno fumaba un puro descomunal.

– ¡Apúrese! -chillo Soriano.

El velocímetro del coche subió a noventa millas. Sam sonreía y apretaba las manos sobre el volante. Grito:

– ¡Apártense, que aquí viene Sam!

Freddy puso el Chrysler a noventa millas y siguió manejando con una mano. En la radio pasaban un tango quejumbroso. El portorriqueño miró la cola del Ford y dijo:

– No lo podrá seguir. A esa velocidad, Sam iría tras una manada de coyotes creyendo que es la cola del Jaguar.

– ¡Páselo! Siga usted al Jaguar -ordenó Marlowe.

– ¡Ahora si, compañero! Nadie escapa de Freddy en una carretera, ni siquiera un Jaguar con una rubia al volante.

Soriano vio como el Chrysler de Marlowe pasaba junto a ellos. El detective miró al periodista que fumaba tranquilamente en el asiento delantero y no supo que gesto hacer. Fue apenas un segundo y el coche de Soriano quedo atrás. El argentino se enardeció.

– ¡Corra, imbecil! -gritó con la cara alterada por la angustia. Creía que todo el plan se desmoronaba. Imaginaba a Marlowe reprochándole su inutilidad. Tronó-: ¡Lo alcanza o le rompo la cabeza!

– Le dije que no entiendo su idioma -respondió Sam, siempre sonriente, pero apretó al acelerador.

El coche dio un brinco y el motor enronqueció. La aguja salto a ciento diez millas. El Chrysler parecía estar parado cuando lo pasaron.

– ¡Mierda! -grito Freddy-. ¡El viejo está loco!

Marlowe salto del asiento y la pipa, apagada, cayo al piso del coche.

– ¡Alcáncelos, se van a matar! -rugió.

Freddy pisó el acelerador a fondo. El Chrysler pasó a dos autos y se puso a la cola del Ford. Freddy empezó a tocar bocina repetidamente, Soriano se dio vuelta y vio al detective que hacia señas. Dijo:

– No pierda de vista al Jaguar, Sam, todo anda bien ahora.

El sport de Diana Walcott sorteaba obstáculos a cien millas por hora. La rubia disfrutaba el aire fresco que golpeaba contra el parabrisas y le enloquecía el pelo. La máquina se pegaba en sus caderas y ella sentía que un cosquilleo de excitación le recorría el cuerpo. Él estaría ahora tirado en la cama, fumando un cigarrillo, leyendo una revista quizá; tenía que ganar tiempo para volver a la hora de la cena, cuando regresara su marido. Era jueves y eso la inquietaba: John Peter Walcott siempre se ponía cariñoso los jueves.

Sam se pasó una mano por la cara y quito el sudor que se escurría de su frente. El pie derecho le temblaba sobre el acelerador y el hombre que iba a su lado no le quitaba la vista de encima. Veía bultos multicolores que quedaban en el camino. No tenía la menor idea de donde estaba el Jaguar. Suponía que todo marchaba bien porque el sudamericano había dejado de protestar en su idioma seco y monótono. La cinta blanca que dividía la carretera era apenas perceptible para él, pero estaba seguro de conducir bien. Llevaba tantos años manejando autos que podría hacerlo de oído.

Escuchó un ruido de chapas arrancadas, destrozadas, y se sobresalto. Sintió el grito de su acompañante, pero no entendió. Busco el freno, pero no lo piso bruscamente. Se afirmó en el volante cuando advirtió que el coche había perdido estabilidad. Sintió un chirrido de frenos y luego un estrepitoso choque. Enderezó el auto y aceleró a fondo. El Buick negro, enganchado en el paragolpes trasero por el Ford, perdió estabilidad y salió de la ruta. El conductor hizo un esfuerzo tremendo para impedir el vuelco y logró meter la trompa en la carretera otra vez. Entonces oyó el impacto en la parte trasera y el coche salió despedido de costado hasta chocar contra el cerro. Los tres hombres saltaron afuera.

Marlowe alcanzó a gritar el alerta, pero era tarde. Solo la pericia de Freddy impidió el choque frontal. El Chrysler iba muy cerca del Ford de Soriano cuando de pronto este salió lanzado hacia el medio de la ruta y luego de un esfuerzo por mantenerse sobre sus ruedas se aceleró a fondo. Entonces apareció el Buick desbocado, que entraba en la ruta en una maniobra alocada. El paragolpes trasero arrastraba en el pavimento y producía un reguero de chispas multicolores. Freddy giró bruscamente, bombeó el freno un instante y acomodó el auto para el impacto. Fue un topetazo de costado y el Chrysler se clavó en medio de la ruta. Freddy aceleró tras el Ford. Marlowe miró por la ventanilla trasera y vio el Buick parado y a los tres hombres que saltaban a la carretera.

– Usted es un gran piloto -dijo, y frunció los labios. Luego levantó la pipa.

Soriano miró al negro Sam, se sonó la nariz y comentó en españoclass="underline"

– ¡Que reflejos, morocho!

Sam seguía acelerando el coche. Soriano vio a lo lejos el Jaguar que trepaba una colina y se abría en una curva.

– Manténgase así, Sam. Lo tenemos.

El negro sonrió satisfecho. Miro por el espejo retrovisor y vio la trompa algo borrosa del Chrysler. Sostuvo el volante con los codos y colocó otro cigarrillo en la boquilla. Abajo, tras la curva, asomaban las casas bajas de Hollywood. El Jaguar entraba en el tránsito difícil. Sam disminuyó la velocidad.