– No tengo tiempo de ver el Jaguar -dijo a su acompañante-, guíeme usted.
Cuando frenaron en el semáforo estaban a la cola del sport de Diana Walcott. Soriano miró a la derecha y halló tres rostros duros, inmóviles, tocados por la furia. El Buick estaba destrozado en un costado y había perdido el paragolpes trasero. De la nariz del hombre más gordo caían gotas de sangre. Soriano creyó ver el caño de una ametralladora asomar entre las piernas del flaco que iba en el asiento de atrás. Un escalofrío le corrió por la espalda. Levanto la vista hacia el espejo y vio dentro del Chrysler a Marlowe que chupaba su pipa.
– Menos mal -murmuro.
Diana Walcott estacionó el Jaguar en una playa del Sunset Boulevard. Antes de bajar se miró otra vez al espejo. Cruzó la calle. Se había colocado anteojos negros y de un hombro colgaba una cartera de cuero marrón. El Ford de Soriano paró junto a la vereda y el periodista bajó de un salto.
– Estacione en la otra mano -dijo en español- y quédese en el coche.
– ¿Cómo dice? -preguntó el chofer tuerto, agachándose para mirar por la ventanilla.
– Pare enfrente -tradujo Soriano en un inglés torpe.
El viento era frío y húmedo. Soriano levantó la vista y le pareció extraño que el aire pudiera filtrarse entre la maraña de edificios blancos y rectos. En el kiosco de la esquina se exhibían revistas pornográficas y los diarios de la tarde. Pasó frente al edificio donde había entrado la señora Walcott Llegó a la otra esquina y encendió un cigarrillo. Miró hacia atrás y vio que el Buick negro se detenía. Dos hombres bajaron y compraron chicles. Estaban vestidos con impermeables y se habían puesto sombreros. Soriano se paró frente a una boca de incendios. Sintió algunas gotas sobre su cabeza y miro al cielo. Se había vuelto sucio. Empezaba a llover y percibió un ligero estremecimiento de satisfacción. Le gustaba la lluvia.
Recordó, de pronto, una lluvia verde y unos cerros bajos y cubiertos de árboles. Vio el lago diminuto, solitario, la cinta de pavimento, la curva donde había detenido el auto aquel mediodía de hacia cinco años, cuando la lluvia caía violenta y fragante y el se sentía solo. Había estado una hora con la vista fija en el horizonte, dejándose ganar por una melancolía suave. Jamás había olvidado esa imagen de si mismo en la pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires donde había vivido muchos años.
Philip Marlowe supo que llovía porque vio a la gente correr hacia los refugios. El agua se deslizaba por su cara sin que él la sintiera. Tenía la vista fija en el hombre que estaba parado a una cuadra, junto a la boca de incendios. Se preguntó que buscaba ese joven latinoamericano junto a la tumba del viejo Laurel. Pensó también en el afecto que sentía por él desde aquella tarde en que lo encontró.
Los dos hombres que se habían detenido en el kiosco caminaban ahora hacia el argentino. Cuando Marlowe los vio acercarse a Soriano, retrocedió hasta el Chrysler y metió la mano en la guantera a través de la ventanilla. Puso el revolver en el bolsillo interior del saco. Caminó. Los dos hombres avanzaron lentamente hacia la esquina. El argentino los miró y tuvo miedo. Se colocaron a su lado. El flaco de grandes bigotes y cara tan pálida como la angustia dijo:
– ¿Espera a su novia?
Soriano lo miró de frente. Entendió solo el verbo espera y la pregunta. Respondió:
– Perdón, no hablo inglés.
El más corpulento tenía una cicatriz sobre la mejilla que le atravesaba un ojo; se arregló el nudo de la corbata y dijo.
– Se va a mojar. ¿Por qué no vamos a charlar a un lugar más seco?
Soriano repitió:
– Perdón, no hablo inglés.
Los dos hombres se miraron. El flaco metió la mano en el bolsillo exterior del sobretodo y apretó una pistola contra la espalda del periodista.
– Camine, amigo. Vaya hacia el Buick.
– Perdón, no entiendo inglés.
De pronto, el argentino cruzó la calle con las manos en los bolsillos del gabán de cuero. Corrió en dirección contraria al lugar donde estaba estacionado el Buick. Espero el impacto en la espalda. Recién cuando llego a la vereda de enfrente, sonrió. Miró a los dos hombres que se habían quedado clavados en su lugar. Como si hubieran recibido una orden militar, giraron y se marcharon a paso acelerado hacia el edificio en el que había entrado Diana Walcott. Marlowe caminaba lentamente hacía la esquina cuando vio a su compañero desprenderse de la pareja del Buick. Los dos hombres lo cruzaron antes de entrar en el edificio. El detective volvió sobre sus pasos. Fue tras ellos y los dejó tomar el ascensor. El indicador de pisos se encendió en el 34. Llamó otro ascensor.
Llegó al 34. El piso tenía tres departamentos. Fue hacia la escalera y comprobó que los dos hombres no estaban allí. Se paró en el pasillo y escucho. Oyó una suave melodía que salía a través de la puerta del departamento de la izquierda. Se sentó en la escalera, lo suficientemente abajo como para que nadie pudiera verlo si se abría la puerta. Sacó la pipa, la cargó y la encendió. Cerró los ojos y se pasó la mano por la cara y el pelo. Estaba mojado. El traje era viejo, ordinario, y había perdido la apostura. Estornudó. Se sonó la nariz y volvió a cerrar los ojos. Sin advertirlo se durmió y su cabeza cayó hacia adelante. Soñó con una morocha de ojos oscuros y muy grandes. Estaba vestida con un salto de cama y caminaba sobre un par de chinelas rojas. Tenía el pelo suelto y una copa de champan en la mano. Junto a ella había un maletín negro. El living de la casa parecía confortable y tibio y la mujer no tenía sueño. Fueron a la cama y duró toda la noche. A la mañana siguiente se despidieron. Entre las sabanas, Marlowe encontró un largo cabello negro.
Las voces lo despertaron. Guardó la pipa apagada. En el departamento de la izquierda, la puerta estaba entreabierta y podía escucharse a una mujer que lloraba como una Magdalena. Marlowe subió diez escalones y caminó suavemente hasta pegarse a la puerta. Un murmullo de voces masculinas eclipsaba el llanto de la rubia. El detective abrió un poco más la puerta y miró hacia adentro. La mujer estaba de pie, en medio del living, desnuda y sin consuelo. Tenía el cuerpo tostado por el sol, salvo en los lugares que un bikini pequeño había ocultado. Los pechos eran firmes y erectos; el vello del pubis era ralo pero suficiente, y los muslos, agresivos y suaves. No se tapaba más que la cara y tenía convulsiones ahogadas. Richard Frers estaba frente a ella, rojo de ira, tenso como un alambre, y los dos matones permanecían firmes, de espaldas a la puerta. Frers estaba a punto de tener un ataque de cólera. Acurrucado contra la pared, había un hombre de unos treinta años, de largo pelo rubio y enormes bigotes. Estaba desnudo, pero tenía las medias puestas. Tiritaba, aunque no de frío. Frers dio un paso adelante y sacudió la cara de Diana Walcott con una bofetada. Ella lloró un poco mas fuerte.
– ¡Por Dios, Richard, basta! -grito con voz entrecortada.
Frers se dio vuelta y enfrentó a los matones. Dos lágrimas le corrieron por la cara.
– Mi hermana no merece seguir viviendo, ¿verdad? -dijo con tono de inconsolable pena.
Los dos guardaespaldas permanecieron en silencio. Marlowe sintió irrefrenables deseos de fumar. Hubo un silencio prolongado, hasta que el hombre acurrucado habló sin firmeza:
– Por favor, déjennos salir de aquí.
El matón flaco fue hasta él y le dio una patada en el pecho. El joven tosió, cabeceo dos veces y se desvaneció.
– ¡Déjelo! -grito Frers-. ¡El no tiene la culpa! ¡Ella es una puta!
Siguió tirando lágrimas al suelo. Marlowe asomó un poco más la cabeza y vio a Diana y a su hermano abrazados, llorando. El joven rubio vomitaba sin parar y los matones casi cubrían el campo de visión. El detective aprovecho el bochinche para encender un cigarrillo.
– ¿Espera a alguien?
La voz tronó a sus espaldas. Marlowe se dio vuelta y miró al gigante que fumaba un habano y tenía en la mano derecha una pistola tan grande como un tanque de guerra.
– Pasaba por aquí -dijo el detective.
– ¡Que bien! -respondió el paquidermo-, pase a tomar un whisky.
Le puso el tanque de guerra en la cabeza. Marlowe sonrió sin ganas y abrió la puerta.
– ¿Molesto?
Los dos matones se dieron vuelta. Los hermanos dejaron de llorar por un momento y todas las pistolas apuntaron hacia el detective.
– Estaba curioseando en la puerta -explicó el del habano-. ¿Lo conocemos?
Frers caminó hacia Marlowe. Tenía la cara desencajada por el dolor.
– Mi hermana es una puta -anunció.
– No sea puritano -dijo Marlowe-, cualquiera da un traspié.
– ¡Voy a matarla! -grito Frers y empezó a llorar otra vez.
– No exagere -contesto el detective-; al marido no le gustaría.
Richard Frers dejó de llorar súbitamente. Su cara pasó del dolor al desprecio.
– Trabajen, muchachos -dijo.
El flaco fue hacia la chica y sacó una cuerda del bolsillo; en dos minutos le amarró las manos a la espalda.
– ¡Vístase! -ordenó al joven rubio y bigotudo. Este se paró y empezó a ponerse la ropa. Temblaba.
– ¿Quiere decirme para que me contrató? -pregunto Marlowe a Frers.
– Quería asegurarme de que no me traicionarían.
– ¿Quiénes?
– Ellos -señaló a los matones-; pensé que trabajaban para mi cuñado.
– ¿Y quién les paga? -preguntó el detective.
– Ahora yo. Les di dos billetes grandes.
– Lo van a traicionar igual.
– ¡No es cierto! -dijo el flaco-; usted nos dio dos grandes para que despachemos a la chica. Somos gente seria. Al detective lo limpiamos gratis si quiere.
– Si, quiero.
– ¿Y al Don Juan? -señalo al rubio que ya estaba vestido.
– Hagan lo que quieran.
– Eso es mucho. Deje un retrato de Madison y arreglaremos todo.
Frers abrió la cartera y sacó un cheque.
– Le cobran muy caro -acotó Marlowe-, es un trabajo fácil y cualquiera puede hacerlo por dos mil.
– ¡No se meta! -gritó el flaco mientras golpeaba en el cuello a Marlowe con el caño de la pistola. Luego miró a Frers y dijo amablemente-: No se aceptan cheques, señor.
– No tengo efectivo.
– ¿Cuánto hay allí? -señalo la billetera.
– Dos mil quinientos.
– Esta bien -el flaco puso el dinero en el bolsillo y agrego-: Váyase ahora.
Frers saludó con amabilidad y tendió la mano a Marlowe.
– Adios, señor. Usted hizo un buen trabajo.
– Todavía me debe trescientos dólares.