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– Le mandare un cheque.

– Por lo que veo no va a servirme.

– ¡Dios! Lo había olvidado. Discúlpeme. Estoy un poco confundido. ¿Y su socio? Puede cobrar él.

– Claro. Llámelo, por favor. Recuérdele que debemos el alquiler de la oficina.

– Lo haré.

– ¡Basta de farsa, Frers! -gritó Marlowe-, estos chapuceros lo están metiendo en un asesinato y dejan huellas por todas partes. ¿Se ha vuelto loco?

– Ya no me importa nada, Marlowe. Arréglese con su problema.

Salió. El detective miró a su alrededor. No entendía nada de lo que pasaba desde que había entrado al edificio. Pensó que Soriano estaría afuera, mojándose, firme en su puesto, sin saber que pasaba aquí.

– Desvístase -dijo el flaco.

– ¿Me va a bañar?

– No se haga el gracioso. Lo voy a meter en la cama con la rubia.

– ¡No me diga! Ordene a su socio que me sirva un whisky con soda.

– ¡Desnúdese, imbecil!

Marlowe se quitó el saco, los zapatos y la camisa.

– Todo. Dije desnudo -recalcó el flaco.

– ¿Se trata de asesinato y violación?

– Acábela. ¿No se da cuenta de que lo vamos a liquidar?

– Si, pero no entiendo el sistema. Hace mucho que ando en esto y nunca vi nada tan sofisticado.

– Gas, compañero. Sáquese el calzoncillo.

– Me da vergüenza.

El gigante puso el tanque de guerra apuntando a la cabeza del detective. Este se sacó el calzoncillo. Tenía las piernas peludas y los músculos eran firmes. Una cicatriz le cruzaba el pecho y otra le marcaba la espalda. La rubia se dio vuelta.

– Bueno, a la cama los dos -dijo el flaco.

La rubia se metió en la pequeña cama y Marlowe vaciló. Por fin se estiró bajo las sábanas.

– Que pensaría su marido, señora -dijo.

El gigante golpeó a Diana y a Marlowe con la culata de la pistola. Ambos quedaron inmóviles. Luego desató a la mujer y les acomodó los brazos. El derecho de Marlowe pasaba alrededor del cuello de la rubia y caía sobre uno de los pechos. Luego abrió los muslos de ella y puso la otra mano del detective apretando el sexo. El flaco sacó la ropa de la cama y contempló la escena con una sonrisa tierna.

– Adiós para siempre, preciosidad.

El gigante abrió las llaves del gas de la cocina. Salieron empujando al rubio.

Cuando entraron en el ascensor, Soriano salió del hueco de la escalera y tocó timbre en el departamento varias veces, pero no tuvo respuesta. Había seguido al hombre del habano y vio cuando este sorprendió a Marlowe. Desde entonces había estado escondido. Como nadie salió a la puerta, sintió que su corazón empezaba a saltar en el pecho. Sin embargo, trato de tranquilizarse, pues no había escuchado disparos. Llamó todos los ascensores. Un minuto después se abrió la puerta de uno. Cuando llegó a la planta baja busco el departamento del administrador y toco timbre. Abrió una mujer gorda que tenía puestos los ruleros y se había levantado del sillón que estaba frente al televisor.

– Necesito la llave del departamento A del piso 34 -dijo Soriano en español.

La mujer hizo un gesto con la cara y encogió los hombros.

– Váyase a México -dijo-, aquí no damos limosna a los chicanos.

Soriano intentó en inglés:

– Llave -hizo un gesto con la mano-, departamento A 34 -dibujo el numero con el dedo índice sobre la puerta.

– ¿Que le pasa, vago? -grito la mujer-. ¿Quiere que llame a la policía?

– Si, ¡por favor! -grito Soriano.

La mujer lo miró de arriba abajo. Sonrió.

– Sos un lindo chico después de todo. ¿Qué te pasa, jovencito? ¿Necesitas un billete?

Soriano dio un empellón a la gorda y entró en la casa. Corrió de una habitación a otra hasta que halló un tablero con las llaves de todos los departamentos. De un vistazo lo recorrió hasta el A 34. Tomó la llave y se dispuso a salir. La gorda estaba en la puerta con un cuchillo de cocina y una sartén. Gemía.

– No vas a salir, jetón, mexicano criminal. Nadie entra en mi casa cuando no está mi marido, nadie.

Soriano tomó una silla y la tiro contra la gorda. La mujer cayo de espaldas dando gritos. El periodista saltó sobre el cuerpo rechoncho y tropezó. Trató de hacer equilibrio con los brazos, pero no encontró en que sostenerse. Cayó hacia adelante. La gorda se puso de rodillas, tomó la sartén y golpeó en la cabeza al argentino. Soriano trataba de cubrirse la cara, pero los sartenazos de la gorda eran terribles. Por fin pudo agarrar el brazo de la mujer y ponerse también de rodillas. Estaban nariz a nariz. Ella le escupió la cara.

– Chicano mugriento -dijo con una mueca de asco.

Soriano bajó la frente y cabeceó la cara de la gorda. Ella dio un alarido y cayó de costado. Le salía sangre de la nariz. Un hombre que había entrado al escuchar el escándalo avanzó y tiró una patada a Soriano. El periodista alcanzó a esquivar el golpe y tomó la pierna del hombre que se sentó junto a la gorda. Soriano se puso de pie. Levantó el cuchillo y cubrió con el la salida. Atravesó el pasillo a la carrera. Un ascensor permanecía abierto mientras entraba una mujer joven. Soriano picó a toda velocidad, como en su época de futbolista, y frenó patinando. Se zambulló de cabeza dentro del ascensor cuando la puerta automática ya había cerrado hasta la mitad. Cayó junto a la muchacha. La miró, sentado y con el cuchillo en la mano. Tenía la cara morada por los golpes de la sartén. La mujer estaba pálida y no podía hablar. Soriano quiso calmarla.

– Tranquila, no le haré nada -dijo en castellano. La joven dio un grito y se desmayó. Soriano se puso de pie y apretó el botón 34. El ascensor paró en el 18. Un hombre que iba a entrar vio a la mujer caída y detuvo el cierre de la puerta con la mano. Soriano sacó el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre. La puerta se cerró. Hubo dos paradas más y el argentino usó con éxito el mismo procedimiento. Cuando el ascensor se abrió en el 34 dio un salto y se abalanzó sobre la puerta del departamento A. Hizo girar la llave y abrió. Un vaho de gas lo paralizó. Salió al pasillo, aspiró hasta llenar los pulmones de aire y entro. Abrió una ventana y luego huyó al pasillo otra vez. Jadeó. Cambió el aire y corrió a la cocina. Cerró las llaves. Las piernas se le aflojaron, pero alcanzó a salir otra vez. No podía creer lo que había visto sobre la cama. Respiró un minuto y volvió a entrar. Abrió la ventana que faltaba. Cuando el aire se hizo más limpio, cerró la puerta de entrada. Sentía opresión en el pecho. Apretó la muñeca del detective. Tenia pulso. Luego probó con la mujer: también vivía. Los sacudió pero no tuvo respuesta. Fue a la cocina y llenó una olla con agua. La volcó sobre las cabezas, que seguían juntas. Marlowe abrió un ojo y lo volvió a cerrar. La mujer tiritó y sus pechos se irguieron contra las peludas tetillas del detective. Soriano echó sobre ellos más agua.

Marlowe despertó lentamente, miró a su alrededor y fijó los ojos en la mujer.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Perdone que lo interrumpa -dijo Soriano-, se dejó el gas abierto.

– ¿Qué? -Marlowe no entendía. Pasó una mano por sus ojos y se sentó-. ¿Qué hago con ella?

– Lo mismo me pregunto yo, compañero. La rubia no esta mal. En su lugar no me hubiera quedado dormido.

– ¿Cómo llegué acá?

– Lo trajo un gigante.

De pronto la puerta se abrió y por ella entraron varios vecinos, encabezados por la gorda y dos policías.

– ¡Aquel! -grito la gorda.

Los policías avanzaron, pistolas en mano. Las señoras gritaron al ver la escena de la cama. Todavía el ambiente olía a gas.

– ¿Qué te parece, Bob? -pregunto un policía.

– No se -respondió otro-: Los Ángeles está cada vez más podrida, Ted.

– Llama a la seccional.

– ¿Con quien pido? ¿Con Homicidios o con Moralidad?

Era un salón blanco y el cielo raso estaba muy alto. No tenía ventanas y apenas cuatro lámparas iluminaban la cuadra de treinta metros. Pegados a las paredes había bancos de madera, sin respaldo. Medio centenar de hombres, blancos y negros, de prostitutas, blancas y negras, estaban acostados, o sentados con la cabeza gacha. Unos pocos miraban pasar de aquí para allá a un par de vigilantes que llevaban carpetas y papeles.

Un policía de pelo rojo y cara mofletuda, con aspecto de haber cumplido con el último deber de la noche, empujó a Marlowe y a Soriano a través de la pequeña puerta de acceso.

– Siéntense donde quieran, están en su casa.

Los dos hombres habían dejado en la guardia cuanto tenían en los bolsillos; Soriano usaba mocasines, pero Marlowe había tenido que dejar también los cor-dones de sus zapatos. Fueron hacia un banco donde estaban dos mujeres gastadas, de labios carmesí y mirada abstraída. Soriano sacudió la cabeza.

– En estos casos me dan mas ganas de fumar.

Marlowe no contestó. Se sentó en el banco y estiro las piernas. Estaba cansado, sin aire y sin ganas de reclamar nada. El argentino parecía más entero. Eran las diez de la noche y tenía el estómago vacío. Empezó a protestar:

– Le dije, Marlowe, íbamos a terminar en cana. Todo era absurdo. Un tipo de su experiencia, si es que la tuvo alguna vez, no puede meterse en estos líos. ¿Qué nos pasará ahora?

– No sé -contestó Marlowe con desgano-; a usted le van a poner una multa por meter las narices donde no le importa sin tener licencia. Para colmo le van a cargar invasión de domicilio y propiedad privada. Eso es grave. Tiene que cuidarse cuando sale de su país.

– ¿Multa? -el periodista levantó las cejas-. ¿Se cree que soy Rockefeller? ¿De dónde voy a sacar la plata?

– No sé. Al que no paga le dan un calabozo gratis.

– Y a usted, ¿qué le pasara?

– Contra mi no tienen nada. Si la señora Walcott no presenta denuncia, mañana me iré a casa.

– ¡Muy lindo! Le salvo la vida y me deja adentro.

– Voy a buscar a Frers. Él pagara las multas.

– Mejor busque al cónsul argentino. Él tiene que hacer algo.

A medianoche, un policía de pelo lustroso y rostro descansado como si recién tomara servicio, apareció en la puerta y llamo:

– ¡Philip Marlowe y Osvaldo Soriano!

Los dos hombres se pusieron de pie y caminaron hacia la entrada.

– A la guardia, ¡vamos!

El oficial rubio, con la cara llena de granos rojos, tenía el rostro duro e impasible de los que no se conmueven ante nada. Los miró detenidamente.

– ¡Quién es el argentino?

– Yo -Soriano usó su voz más suave y humilde.

– ¿Dónde queda eso?