Marlowe miró a su amigo que estaba sentado en el diván. En su cara golpeada, confusa, podía adivinar una mueca de tristeza. Busco un paquete de cigarrillos y encendió uno. Aspiró el humo con fuerza y dijo:
– Usted es un tipo extraño.
Soriano tomó también un cigarrillo. Antes de encenderlo respondió:
– ¿Extraño? ¿Cuál de nosotros es el extraño?
– Es la primera vez que veo a un tipo joven que viene a Estados Unidos para correr detrás de dos cómicos muertos de los que ya nadie se acuerda.
– ¿Por qué me acompaña, entonces? -preguntó el argentino-. ¿Por que se hace golpear a cada momento?
– También usted recibió las palizas.
– Cierto -Soriano se puso de pie-. Pero las palizas significan cosas distintas para usted y para mí. A su edad, en su profesión, una paliza es apenas una anécdota.
– Estoy lleno de anécdotas, compañero. Tengo el cuerpo destrozado por ellas. Lo que usted recibió le servirá de lección. Todavía es muy joven y tal vez necesite pelear algún día.
– ¿En la Argentina?
– No sé. Usted me dijo que los yanquis no los dejan vivir tranquilos.
– No es tan simple. Allí muere mucha gente de hambre o a balazos todos los días. Los que tiran no son yanquis. Ellos no dan la cara.
– Usted es un latinoamericano rubio que pudo pagarse un viaje a Estados Unidos. No venga a llorar las desgracias de los otros.
– Es distinto -el argentino hizo un gesto con las manos-, usted confunde las cosas.
El gato terminó de engullir el trozo de bofe, dio un par de lengüetazos en la taza de leche y se sentó entre los dos hombres. Fijó sus ojos grandes y brillantes en los del detective.
– ¿Cuándo vuelve a Buenos Aires? -pregunto Marlowe.
– Dentro de una semana. Tengo que confirmar el pasaje y avisar al diario. Estoy demorado.
– Muy bien. Nos queda poco tiempo. Dígame que haremos.
– No sé, Marlowe; estoy cansado. A veces tengo la fantasía de que podría hablar con Chaplin. Vino a la entrega del Oscar, pero nadie puede acercarse a ese monstruo.
– Nadie va a intentarlo tampoco -dijo el detective.
– ¿Qué insinúa? No sea delirante. Nadie pasaría entre la custodia. Aun así, hablar con él sería más difícil que hablar con el presidente de los Estados Unidos.
– Será difícil hablar con el presidente, pero es fácil pegarle un tiro.
– Yo no quiero matar a Chaplin.
– Pasaría a la historia. Ya veo los titulares de los diarios: "Latinoamericano mata al genio para vengar al gordo y al flaco". O si no: "Genio asesinado por un loco".
– Cuando termine de divertirse me avisa -dijo Soriano.
– Ya está. ¿Qué puede saber Chaplin de Laurel y Hardy?
– Les jugó sucio con los circuitos de distribución de películas en 1929. Quiso romper la pareja. Además vino a Estados Unidos con Laurel. Quizá podría contarme algunos detalles.
– Seguro. Chaplin le contara todo. Veo otra vez los titulares: "Genio confiesa a un periodista latinoamericano que es un ogro".
– No se ilusione. No podremos verlo.
– ¿Le parece? ¿Cuándo es el show? -Pasado mañana.
– Bueno, póngase su mejor traje de etiqueta. Allí estaremos.
– Usted es el detective más irresponsable que he conocido.
– ¿Conoció a muchos?
– No. Cuando veo a un policía doy vuelta la cara.
Cuando bajaron. del ómnibus, la madrugada era húmeda, fresca y despejada. El detective palmeó a su amigo y encendió un cigarrillo. Soriano cruzó la calle y caminó frente al edificio de la Academia de Hollywood. Dobló en la esquina y miró el reloj. Eran las seis menos veinte. Se apretó contra el portón de un garaje cerrado y esperó cinco minutos. Un auto estacionó cerca de la esquina luego de empujar la fila de coches. Bajaron dos hombres de uniforme azul. Soriano encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Los guardias caminaron hacia la entrada de servicio de la Academia, situada en medio de la cuadra. Tras ellos avanzó Marlowe. Soriano los vio acercarse. Cuando los tuvo a veinte metros levantó el pañuelo que tenía atado al cuello, y se cubrió el rostro. Del bolsillo del pantalón sacó otro pañuelo blanco al que le había hecho nudos en las puntas y se lo puso en la cabeza. Parecía un hincha de fútbol enmascarado. Cuando los guardias estuvieron a tres metros apretó la culata del revolver en el bolsillo del saco y les salió al paso. Los dos hombres se pararon de golpe, sorprendidos. El más alto echó mano a la cintura.
– ¡No se moleste, amigo! -dijo Marlowe a sus espaldas-. ¡Deje quietos los brazos!
Bajó el pañuelo, el argentino sonreía. Los guardias se dieron vuelta. El detective estaba también enmascarado con un pañuelo negro de seda y el sombrero gris le caía casi sobre los ojos. Empuñaba una pistola 45.
– Sean juiciosos -agrego Marlowe-, llamen a la puerta, como siempre.
El petiso, que temblaba, miró a su compañero.
– ¿Es un asalto? -preguntó.
– Perdón -respondió Marlowe colocando la pistola sobre la nariz del más alto-, olvidé anunciarlo: esto es un asalto.
Soriano sacó un revolver Colt 38, corto. Apretó el caño contra la barriga del petiso. Luego hizo un gesto con la cabeza indicándole que se apurara.
El guardia sacó un manojo de llaves y abrió una caja empotrada en la pared, junto a la puerta. Dentro había un botón rojo. Dudo un instante y luego lo apretó cuatro veces. Soriano se ocultó a un costado de la entrada. Abrió la puerta un pelirrojo gordo y bajo, de abundante barba y bigotes como manubrios de bicicleta, que vestía un mameluco verde. Marlowe le puso la pistola en la cara.
– Pase. Tenemos apuro -dijo en voz baja. Entraron. Los tres hombres tenían las manos levantadas.
– Contra la pared -dijo Marlowe. Luego miró hacia el fondo del pasillo vacío y llamó-: ¡Vamos!
Soriano entró con el revolver a la altura de su cintura. Con la otra mano sostenía el pañuelo de la cara que estaba flojo y amenazaba caerse.
– Sáqueles las armas -dijo el detective en inglés.
– ¿Qué? -respondió Soriano, también en inglés.
– ¡Las armas, estúpido! -gritó Marlowe.
El periodista despojó de sus revólveres 38 largos a los tres hombres. Entregó uno a Marlowe y guardó los otros dos.
– Desnúdense -dijo el detective.
Los tres hombres empezaron a sacarse la ropa.
– Usted no -indico Marlowe al de mameluco-; tírese al piso.
El pelirrojo se tendió en el suelo. Los dos guardias se desvistieron rápidamente. Marlowe tomó el uniforme más grande y comenzó a cambiarse de ropa. Soriano apuntaba a los que quedaron en calzoncillos y de vez en cuando giraba el revolver hacia el que estaba en el suelo. Marlowe terminó de vestirse. El uniforme le iba perfecto. Guardó las armas entre la ropa que se había quitado, hizo un rollo, lo ató con el cinturón y lo dejó en el piso.
– Ahora usted -dijo a Soriano.
El argentino se cambió. El traje del guardia petiso le quedaba corto y muy apretado. Hizo un esfuerzo por echar la barriga hacia adentro y logró atarlo. Envolvió su ropa igual que la de Marlowe y la dejó en el piso junto al otro atado.
– Caminen -ordenó el detective-. Vamos al sótano.
Entraron al ascensor. Se detuvieron en el segundo subsuelo. Salieron.
– ¿Cómo se llega al salón de actos? -pregunto Marlowe.
– Por la escalera del fondo, o por el ascensor. Dan a un pasillo. Hay que seguirlo, cruzar el museo y los camarines. Desde allí se sale al escenario -explicó el petiso.
– Muy bien. Al suelo -ordenó el detective.
Los tres hombres se acostaron. Marlowe sacó varios trozos de cuerdas de su atado de ropa y los sujeto uno por uno. Luego los aferró entre si. Con las piernas estiradas formaban una estrella de tres puntas. Luego les colocó abundante estopa en la boca. Se alejó y quitó el pañuelo de su cara. Encendió un cigarrillo y Soriano hizo lo mismo. Se sentaron sobre unos cajones, lejos de los prisioneros, y fumaron lentamente.
– Si nos agarran vamos adentro otra vez -dijo Soriano.
– Pierda cuidado, hoy estarán muy ocupados. ¿A que hora empieza el show?
– A las nueve de la noche.
– Va a ser divertido -dijo el detective-, nunca vi nada igual.
– ¿Sabe una cosa? Estoy nervioso -dijo Soriano.
– No es para menos. Va a conocer a Chaplin.
– Y a John Wayne.
– ¡No me diga que viene Wayne! -se sorprendió Marlowe.
– Si. Es una de las estrellas invitadas.
– ¡Carajo! Ese me debe algo.
– ¿Piensa arruinar el show? -preguntó Soriano.
– No. Tal vez lo anime un poco.
– ¿Qué hacemos hasta la noche?
– Dormir. A mediodía pensaremos la estrategia -dijo Marlowe.
– Despiérteme con un café -contestó Soriano, y se acostó sobre una plancha de cartón. Antes de cerrar los ojos puso un revolver bajo el cartón y el otro lo dejó al alcance de la mano.
– ¿Alguna vez disparó un tiro? -preguntó Marlowe.
– Tire al blanco con una 22. Tengo mala puntería.
– Bueno. Si hay lío no se ponga nervioso.
Durante toda la tarde escucharon ruido, música, gritos, gente que bajaba al subsuelo a dejar y a buscar cosas. A medida que se acercaba la hora la actividad se hacia más intensa y la confusión parecía llenar el edificio. Marlowe había ocultado a los guardias entre cajas de cartón y tanto él como su amigo estaban doloridos cuando dejaron su refugio del sótano, entre las máquinas de la calefacción. Soriano se asomó lentamente y salió a la superficie. Todavía conservaba el pañuelo en la cabeza; detrás surgió Marlowe, que tenía la cara manchada de grasa. Ambos llevaban el atado con ropa y las armas.
– Póngase la gorra -dijo el detective en voz baja.
Soriano se quitó el pañuelo y colocó la gorra que tenía la insignia de la Paramount. Caminaron hacia el ascensor. Subieron y se mezclaron entre una multitud que corría de un lado a otro llevando spots, herramientas, cámaras, bandejas con café y pocillos, ropa y micrófonos. Los dos amigos entraron en un baño y se cambiaron de ropa. Tenían otra vez las suyas. Salieron.
Un hombrecito de pelo gris y anteojos sin marco gritaba ordenes a todo el mundo. Tenía un anotador en la mano y se dejaba atropellar por cuantos corrían por el pasillo. Soriano y Marlowe atravesaron el museo, luego otro corredor, y desembocaron en la fila de camarines. En el último, algo alejado de los demás, se leía: "Mr. Charles Chaplin". Dos hombres custodiaban la entrada. Marlowe se acercó.