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– No -contestó el cómico.

– Hollywood no existe ya -dijo la Fonda levantando los hombros-; solo quedan algunos viejos, un puñado de matones y algunos hippies. Se terminó la farsa.

Besó al viejo en la mejilla y luego miró a Soriano.

– ¿De donde sacó al latinoamericano?

– Me esta secuestrando -dijo Chaplin.

– ¡Que divertido! -contestó ella y se perdió entre la gente.

Avanzaron. Al llegar a la puerta, Marlowe se acercó a un teniente de policía y se identificó.

– Nos llevamos al señor Chaplin -dijo-, su salud no resiste estas demostraciones y tiene dolor de muelas.

– Está bien -dijo el oficial-. Ojalá pudiera firmarme un autógrafo.

– Lo siento, teniente -dijo Marlowe-. Es un hombre difícil.

Pasaron al salón contiguo. Soriano había puesto una mano sobre el hombro del actor y lo guiaba a través del recinto donde la concurrencia fumaba y comentaba lo sucedido. Recorrieron varios pasillos, preguntaron por la salida y llegaron a la calle. Era una noche tibia y algunos relámpagos la iluminaban. Marlowe llamó un taxi. Dio la dirección de su casa y pidió al chofer que diera un rodeo por la ruta de las colinas.

Durante el viaje los dos amigos hablaron en castellano. Habían sentado a Chaplin entre ambos.

– Tendrá que hablarle rápido, compañero -dijo Marlowe-; aunque no lo parezca, esto es un secuestro y en California se puede ir a la cárcel para toda la vida por eso.

– No es un secuestro -replico Soriano-; lo invitamos a tomar un café y luego podrá irse.

– ¿Y si después hace la denuncia?

– Podemos probar que no hubo violencia -respondió el argentino.

– ¿Ah, sí? -preguntó Marlowe con tono burlón-. ¿Qué dirá usted cuando declaren los tipos que nos vieron armados? ¿O cuando Jane Fonda diga que lo escucho hablar de secuestro?

– Pare, compañero -Soriano cambió el tono de voz, que se hizo inseguro-. ¡Lo dice en serio?

– Claro. No estoy jugando.

– Ustedes son criminales. ¿Adónde me llevan? -pregunto Chaplin.

El chofer negro manejaba con calma. Pasó por Bel Air, subió por una suave colina rodeada de árboles y enfiló hacia el Norte. Chaplin golpeó el vidrio. El negro miró por el espejo, dio vuelta la cabeza y abrió la ventanilla de separación.

– Dígame -habló mecánicamente.

– Estos hombres me han secuestrado -dijo él actor con voz temblorosa-; haga algo. Soy Charles Chaplin.

– ¿Si? -el chofer parecía divertido-. Yo soy Luther King y predico en los ratos libres.

Soriano, que había entendido, lanzó una carcajada. Marlowe golpeó el hombro de Chaplin con el puño y dijo en inglés:

– Oiga, Chaplin, el whisky era muy fuerte allí, ¿eh?

El chofer rió.

– Hoy es el día de los locos -dijo-; por la tarde lleve a un tipo que dijo ser Frank Sinatra. Será mejor que me vaya a dormir pronto. Mi mujer se enoja si le voy con estos cuentos. Ella trabaja en una fabrica de salchichas y no ve…

– ¡Esto es cierto! -gritó Chaplin-. ¡Cuidado!

La sonrisa se borró de la cara del negro. Un DeSoto azul se cruzó delante del taxi y frenó bruscamente. El negro giró el volante de un golpe y apretó los frenos, pero no pudo evitar el choque con el guardabarros del otro auto. Tres hombres habían saltado al camino. Las ametralladoras con las que apuntaban tenían un metro de largo y los tambores parecían ruedas de carro. Corrieron hacia el taxi.

– ¡Abajo! ¡Vamos! -gritó un matón flaco, alto, que tenía cara de faquir.

Marlowe había sacado la pistola y Soriano buscaba su revolver en el bolsillo derecho del pantalón. No lo halló; estaba en el izquierdo.

– No tire -dijo Marlowe-; no se haga el loco.

– ¿Esperan una invitación por correo? -dijo otro hombre de cara cuadrada y ojos pequeños.

Bajaron con las manos en alto. El faquir les quitó las armas. Chaplin permanecía en el auto. Temblaba y sentía frío. El tercer hombre, que tenía un enorme bigote amarillo, descuidado y manchado de nicotina, se acercó al auto, pateó la puerta que estaba entreabierta y metió el caño de la ametralladora por el hueco.

– Vamos, abuelo -grazno-, sin hacer chistes.

Chaplin lo miró. Su rostro pasó del temor al enojo.

– Están equivocados -dijo con voz dura-, esto puede costarles caro.

El hombre estiró el cuerpo, puso una mano gigante alrededor del cuello del actor y tiró hacia afuera. Chaplin salió despedido como una sardina. Cayó en cuatro patas sobre el césped húmedo. Dos autos pasaron por la ruta. Uno tenía el escape abierto. Un relámpago interrumpió la oscuridad por un instante. El bosque comenzaba a tres metros de la banquina. Era tupido y sombrío. El tipo con cara de faquir retrocedió hacia el follaje hasta desaparecer entre las sombras. Desde allí apuntaba en dirección al grupo.

– ¿Qué pasa? -dijo Marlowe-. ¿Quién los manda?

– ¡Callate, hijo de puta! -gritó el bigotudo con voz aflautada-. Llévalo al coche -agregó, dirigiéndose al de la cara cuadrada. Este tomó de un brazo a Chaplin, que se había puesto de pie, y lo empujó hasta el DeSoto. Al volante había un hombre pequeño, casi enano, que tenía la cabeza como la pirámide de Keops en cuyo vértice álguien había olvidado una gorra de jockey. Era jorobado. Cuando Chaplin entró al asiento trasero, encontró la boca de una escopeta sobre su frente.

– Disculpe -el jorobado abrió la boca como un tacho de basura-. Tengo mala puntería. Los dedos me tiemblan.

El de la cara cuadrada se sentó junto al actor. Dejó la ametralladora en el piso. El tambor golpeó a Chaplin en un pie. Con las manos libres, el hombre sacó una petaca de whisky del bolsillo trasero del pantalón. La abrió con los dientes y se mando un trago que dejó la botella por la mitad. El jorobado lo miró, reclamó el whisky. Inclinó la pirámide hacia atrás y la llenó de alcohol. Afuera sonó un balazo. El chofer del taxi había disparado un 32 largo y se quedó mirando su obra como si hubiera cazado un elefante. Asomaba la cabeza negra por la ventanilla y sonreía mostrando unos dientes blancos y anchos.

El bigotudo sintió el golpe en el pecho. El metro de ametralladora se le resbaló de las manos mientras hacia un ocho con las piernas. A Soriano se le ocurrió que estaba borracho y bailaba un tango. Lo miró sin bajar las manos. El tipo se puso pálido y cayó hacia adelante en brazos de Marlowe, que trató de tomar el arma. La sangre ensució las manos del detective y la ametralladora casi se le escurrió entre los dedos. Se fue al suelo junto al muerto. Desde la sombra del bosque salió un fuego azul y el cristal del taxi estalló. El negro no gritó, pero alcanzó a abrir la puerta y cayó de costado sobre el asfalto. Soriano hizo cuerpo a tierra. Marlowe no había apuntado todavía la ametralladora, pero apretó el gatillo y disparó en dirección al bosque. El faquir había desaparecido. Una lluvia de hojas molidas como papel picado cayó sobre el camino. El cara cuadrada saltó del auto y se ocultó tras un guardabarros. Desde el volante del De Soto, el jorobado apuntó la escopeta hacia Marlowe que seguía en el suelo. El disparo fue un trueno encerrado que ensordeció a Chaplin.

Marlowe se arrastró hacia la cola del taxi. Estaba apenas a seis metros del De Soto. No quiso disparar para no herir a Chaplin. Soriano siguió apretado contra el piso y no se movió. El cara cuadrada disparó con una pistola automática. La ametralladora había quedado en el piso del auto, sobre los pies de Chaplin. Dos balas picaron cerca de Soriano, que estaba tan asustado como una liebre. Detrás del taxi, Marlowe apuntó hacia el guardabarros del De Soto y lo roció de plomo. Hubo un silencio. Los pájaros gritaron desde el bosque.

– ¡Raje cuando lo cubra! -dijo Marlowe y disparó otra vez.

Soriano se arrastró hasta llegar junto a él.

– ¡La puta! -dijo-. ¿En que nos metimos?

Marlowe no contestó. Desde el De Soto salió otra perdigonada de escopeta. El detective sintió un calor en el brazo derecho y perdió el arma que cayo al suelo. Se tomó el brazo y lo apretó.

– Me dieron -dijo en voz baja-; agarre la ametralladora y haga ruido de vez en cuando.

Soriano la levantó. Pesaba más que una máquina de escribir. Apoyo el caño sobre el baúl del taxi. Desde el bosque salió una ráfaga que duró medio minuto. Cuando terminó, Marlowe asomó la cabeza.

– El hijo de puta está bien escondido. No lo vamos a sacar ni con una granada.

Soriano apretó el gatillo y el culatazo lo hizo trastabillar. Cayeron más hojas molidas.

– ¡Salgan! -gritó el cara cuadrada.

Hubo un silencio.

– Si salimos no vamos a dormir en casa esta noche -dijo Marlowe-. Haga ruido.

El argentino tiró hacia el De Soto, cuidando de apuntar lejos de la cabina. Algunas balas rebotaron y golpearon en el capo del taxi. El olor era penetrante. Soriano estornudó.

– ¡Qué le pasa? -pregunto Marlowe-. ¿Se resfrió?

– No -respondió Soriano-; tengo alergia por el olor de la pólvora.

– ¡No sean boludos, salgan! -gritó el jorobado.

Como no hubo respuesta, tiró otra vez. Estaban destrozando el taxi.

– ¡Mire! -alerto Marlowe y señaló el bosque. El faquir corría agachado entre los árboles para tomar de espaldas al detective y a su compañero. Soriano lo vio una vez y nada más. Apuntó dos metros delante de la silueta y tiró. Algunas balas picaron en la tierra, otras en los árboles. Se escuchó un grito. Luego otro. El faquir salió del bosque como si alguien hubiera tocado timbre. Tropezó. Iba a caer hacia adelante, pero Soriano disparó otra vez durante veinte segundos. El impacto levantó al hombre en el aire y lo arrojó de espaldas.

– ¡Lo cagué! -gritó el argentino. Miró a Marlowe. El De Soto donde estaba Chaplin se puso en marcha, arrancó de culata y luego salió a gran velocidad. El cara cuadrada intentó abrir una puerta del auto a la carrera, pero resbaló y cayó sobre el pavimento.

– ¡Allá! -señalo Marlowe.

Soriano tiró, pero el hombre alcanzó a refugiarse en una alcantarilla.

– Tranquilo -dijo Marlowe-, déjelo ir.

Soriano bajó la ametralladora. Fue hacia el bosque y se paró ante el cuerpo del faquir. El muerto tenía cara de sorpresa. Soriano se inclinó y lo miró. Los ojos estaban abiertos y no se les veía el color a causa de la oscuridad.

– No lo toque -dijo Marlowe-; podría dejarle las huellas.

Se agachó y con cuidado recuperó las armas que el faquir les había quitado.

La noche se había vuelto repentinamente más negra y unas gotas de lluvia empezaban a caer. Soriano se puso a llorar. El detective pasó su brazo sano sobre los hombros del gordo. Había tres hombres muertos y dos que empezaban a sentir la lluvia. Con voz queda, entrecortada, Soriano dijo: