– Una novela policial. Un detective de la agencia Continental llega a un pueblo y se mezcla con una banda de criminales y con la policía y anda a los tiros con todo el mundo. No es un hombre delicado, se lo aseguro. Me hubiera gustado tenerlo de socio. La novela no dice como se llama, pero podría encontrarlo a la vuelta de una esquina.
– ¿Alguna vez tuvo que matar a alguien? -dijo Laurel, y se ruborizó.
– Alguna vez. Casi lo he olvidado.
– El suyo es un oficio duro.
– Lo fue. Cuando tenia lío podía ganarme algunos dólares. Ya estoy un poco viejo para eso. ¿Qué me ofrece usted, Laurel?
– Cien dólares de adelanto. Acepto su precio.
– ¿Trajo el dinero?
– Aquí está. Hoy lo veo más comprensivo.
– Tengo algunos problemas que solucionar. Eso me hace más estúpido. ¿Por qué no se sienta?
Laurel se sentó.
– Quiero saber por que nadie me ofrece trabajo. Si tratara de averiguarlo por mi cuenta arriesgaría mi prestigio. Hay muchos veteranos trabajando en el cine y en la televisión. Yo podría actuar, o dirigir, o escribir guiones, pero nadie me ofrece nada desde hace muchos años. Oliver consiguió trabajo una vez, en una película de John Wayne, pero fue un fracaso. Tuvo que ir a pedirlo. Yo nunca quise hacer eso.
– ¿Conoce a mucha gente en Hollywood? -preguntó Marlowe.
– Algunos viejos, a los que no veo hace tiempo, y dos muchachos que vienen a verme de vez en cuando para charlar sobre la comicidad. Ellos tienen mucho trabajo. Usted los conoce: Jerry Lewis y Dick van Dyke.
– No voy mucho al cine, pero los he visto. ¿Son sus amigos?
– Dick es un amigo. Tiene talento; mucho talento. Me considera su maestro. Viene a casa y charlamos largas horas.
– ¿Porqué no lo contrata?
– El no puede contratarme. Es posible que no se anime a incluir en sus películas al viejo maestro.
– Entiendo. Por ahí anda a las trompadas un muchacho a quien le enseñe el oficio, pero no se le ocurre colaborar con el viejo Marlowe. Viene a visitarme para tomar whisky. Me consulta sus casos, me da la mano y se va. Lew es un gran muchacho, preocupado por el psicoanálisis, pero debe creer que los viejos viven del aire. Los productores pensaran que usted está en buena posición y que sin Hardy no le interesa trabajar.
– Cuando él vivía tampoco nos ofrecieron nada. En el cincuenta y uno hicimos una película en Paris. Fue lo último.
– ¿Ganaron dinero?
– No. La película fue un fracaso. Ollie estaba enfermo y no podía moverse demasiado. Yo también había estado con ataques y no era un buen momento. No filmamos en Estados Unidos desde que Ollie volvió de la guerra.
– ¿Hardy fue a la guerra?
– Había recibido instrucción en un colegio militar cuando muchacho. Lo llamaron y le dieron el grado de capitán. Estuvo en Gibraltar.
– ¿El quería ir al frente?
– Era un muchacho muy despreocupado. Lo tomó en broma. Me dijo: "Me voy al frente" y no lo vi hasta un año después. Cuando me contó sus anécdotas pensé en filmar una película, pero él estaba muy dolorido por todo lo que ocurrió y preferimos dejarlo.
– ¿Cuándo murió?
– En 1957, en un hospital. Estaba muy enfermo y paralítico. Fue una época muy difícil. No fui al entierro y me criticaron por eso, pero no podía ir.
– ¿Por qué?
– Ollie no era sólo un amigo. Era parte de mí; ninguno podía ser nada sin el otro. Nuestra vida fue el cine y lo compartimos todo. No nos veíamos mucho, pero hacíamos lo único que justificaba nuestra vida: filmar. Pronto me di cuenta de que éramos uno solo. Yo no podía asistir a mi propio entierro.
– ¿Porqué me dijo ayer que estaba muriendo?
– Estoy enfermo, Marlowe. Soy diabético y tengo ataques. Sé que no me queda mucho tiempo. Pero no era eso lo que trataba de decirle. Desde que no trabajo me estoy muriendo un poco cada día. Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más. Quiero que usted averigüe por que los productores me han olvidado.
– ¿Tuvo relación con los diez de Hollywood?
– ¿Los diez de Hollywood?
– Sabe de que hablo: los juicios de Joe.
– Los conozco, pero nada más.
– Espero que no me mienta -dijo el detective-. la política ha dejado fuera de carrera a más actores que la droga. Usted conoce bien todo eso. Si Joe veía rojo era para echar a correr. Sé de uno de los condenados. Paso nueve meses preso por vender bonos para el partido. Él quería ayudar a los otros detenidos y lo metieron adentro. Su vida resultó un desastre: uno puede ser un desgraciado y seguramente ira preso. Haga la prueba. Señale a los culpables de su suerte y le darán una buena celda. Hágase rico o sea un rebelde famoso y lo aplaudirán.
– No se enoje, detective.
– No estoy enojado -Marlowe levanto la voz-, pero me molesta que se haga el inocente, Laurel.
– No entiendo -Stan bajo el tono.
– Déjelo.
– Una vez Buster Keaton me dijo que habíamos cometido un error, porque nuestros argumentos se basaban en la destrucción de la propiedad privada y en el ataque a la policía. Decía que la gente se reía de eso, pero en el fondo nos odiaba.
– ¿Dónde esta ahora Keaton?
– Creo que en Canadá, haciendo películas de turismo. Está en la miseria.
– ¡No me diga!
– Muchos cómicos terminaron así. Chaplin se salvo.
– ¿Se salvó? -se burlo el detective.
– A él también lo persiguieron. Tuvo que irse.
– Vea, amigo, cuando en este país lo persiguen a uno en serio, es difícil escapar. Chaplin fue un rebelde famoso, lleno de mujeres y de millones. Joe no tenía interés en meterlo a la sombra. Un día de estos volverá a pasear su esqueleto por Hollywood y le harán reverencias. Es posible que le levanten un monumento. Usted y yo estaremos pidiendo limosna en la entrada de los estudios.
– No exagere -respondió el actor.
– Esta bien. Estoy sintiendo frió. Cambiemos este billete de cien en lo de Víctor. Prepara un gimlet de primera y a esta hora el bar está casi desierto.
Víctor no se ha despeinado del todo y todavía tiene las manos limpias y una sonrisa.
– No bebo a esta hora.
– A mucha gente le pasa lo mismo. Por eso Víctor está limpio y sonriente.
Ollie se ha sentado en un sillón donde el cuerpo parece estar de sobra. Fuma un cigarro de discreta calidad, tratando de que las cenizas no caigan sobre el piso brillante del hall. Su vista sube, baja, gira y se detiene en los cuadros de las paredes, en los muebles, en todo ese lujo que adorna la sala confortable pero deshabitada.
"Que viejo esta", piensa la secretaria vieja, que ha entrado por una puerta enorme y se acerca al gordo con una sonrisa.
– El señor Wayne lo recibirá en un momento -le dice y aún cuando ha terminado de hablar sostiene su mirada a través de los lentes.
– Gracias -contesta el gordo, e inclina la cabeza a modo de saludo. A ella le parece que el juego es el mismo de siempre, solo que falta Stan para levantar su sombrero y responder al saludo.
El gordo no se ha movido del sillón y continua mirando discretamente a su alrededor, hasta descubrir un par de pistolas que se cruzan formando una equis sobre la pared, justo frente a él. A la derecha, una bandera norteamericana cuelga inmaculada, como si alguien se tomara el trabajo de lavarla de vez en cuando, de cuidar sus pliegues imperfectos.
Apaga el cigarro y se arrellana en el asiento. Hace mucho tiempo que no ve a John y le da un poco de vergüenza visitarlo para pedirle trabajo. Stan le ha dicho que no se apresure. No le hablo mal de Wayne porque nunca habla mal de nadie, pero él se dio cuenta de que no le cae simpático. Tal vez haya sido una imprudencia molestarlo, interrumpir su trabajo.
La puerta se abre y la secretaria, solemne y curiosa, le indica que pase. Transpone la puerta enorme y encuentra el vacío. Allá, a lo lejos, un cowboy se pone de pie y levanta los brazos, jovial y descansado, como si acabara de despertarse de una siesta.
– ¡Mi viejo Ollie! -grita. Avanza. Sacude el cuerpo flaco, excesivamente alto. Lleva un pantalón vaquero de cuero y una chaqueta de cheyenne; a ambos lados de la cintura cuelgan las pistolas. Cuando están a dos metros el gordo anticipa la mano derecha y una sonrisa. Wayne, con la velocidad de un rayo, saca sus pistolas y aprieta ambos gatillos a la vez.
Hay un chasquido seco, absurdo, que se pierde en el aire; una carcajada falsa, hiriente, más de complicidad que de gozo, deforma la cara del cowboy. Ollie comienza a sonreír. Es una respuesta tímida y sorprendida que se apaga pronto. Wayne sigue riendo mientras las pistolas giran en sus dedos, pasan de una mano a otra antes de caer en las fundas.
– ¡Mi viejo Ollie! -repite Wayne y estrecha los hombros del gordo que sonríe sin ganas, apenas con un gesto quebrado-. ¿Qué te parece mi ropa para la próxima película? -pregunta Wayne.
– Estás muy bien, sos un verdadero cowboy- contesta Ollie y su mirada recorre cada detalle.
– Hay que cuidar la forma, Ollie -dice Wayne mientras levanta las cejas-, el publico no quiere vaqueros mal entrazados, que den risa.
Hace un paréntesis, como disfrutando, y agrega: -Ustedes si que dieron risa. Ya lo creo.
– Gracias -contesta el gordo, que sostiene el sombrero entre sus manos.
Lo ve alejarse hacia el escritorio, en el fondo del salón, y lo sigue con paso lento. No hablan. La enorme figura del vaquero se hace más imponente al recortarse frente al ventanal. Se sienta tras el escritorio y saca un cigarrillo que enciende con una pequeña pistola. Una enorme pintura de Custer se empequeñece a sus espaldas. Por fin, habla:
– ¿Qué te trae de visita, Ollie?
El gordo vacila. Parece un principiante, o un viejo estúpido. Dice en voz baja:
– Busco un papel, John; algo para mi solo. Stan y yo tenemos algunas propuestas, pero él prefiere elegir los guiones. Estudia demasiado las cosas y entretanto…
– Ustedes todavía pueden trabajar, Ollie… ¿Qué es eso de separarse?
– No nos separamos, John, busco algo transitorio. Mi situación no es buena y unos dólares me vendrían bien.
Wayne ha sacado una pistola y mira dentro del tambor, lo hace girar, sopla el humo del cigarrillo a través del caño.
– Debí imaginarlo. Puedo darte algo en The Fighting Kentuckian. Un villano o algo así.
– Un villano…
– Algo así.
Se miran. El gordo se siente como un elefante indefenso ante el cazador. Ahora sabe que Stan tenía razón. Aquí está, convertido en un villano, disfrazado con un gorro de piel y una carabina.