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– ¡Vamos, compañero! ¡Arriba!

Soriano abrió los ojos; en su cara había un profundo disgusto y miró al detective.

– ¿Que hora es?

– Ocho y veinte.

– ¿Siempre madruga así?

– Solo cuando tengo que ser cortes con los huéspedes. Le he preparado un baño de fragancias, aunque el agua no está muy caliente.

El argentino se sentó, se frotó la cara con las manos y miro a Marlowe.

– No me haga chistes a esta hora. Estoy dormido.

Se lavó y se vistió perezosamente mientras tomaba el café a sorbos espaciados. Sentado frente a él, Marlowe lo miraba con curiosidad.

– ¿Vamos a visitar a Dick?

– ¿Lo encontraremos?

– El teléfono está en la guía. Voy a llamarlo.

Tomó el aparato y disco. Contestó una voz suave.

– Me llamo Philip Marlowe y soy detective privado. Necesito hablar con el señor Dick van Dyke.

– ¿Por qué asunto es, señor?

– Estoy con un periodista sudamericano y queremos hablarle sobre Stan Laurel.

– Un momento, por favor.

Dos minutos más tarde:

– ¡Hola! El señor Van Dyke debe ir al estudio ahora. Tiene compromisos para todo el día. ¿Puede llamarlo mañana?

– No; deme con él, por favor.

– No estoy autorizada a pasarle llamadas.

– Dígale que quiero hablar con él.

– Espere, por favor.

Dos minutos más tarde:

– Dentro de dos horas el señor Van Dyke estará en el estudio de la Fox. Trate de verlo allí.

– No me dejarán pasar.

– Arréglese. Es detective, no?

El click interrumpió la comunicación.

– Vamos -dijo Marlowe-, tiene que cumplir su promesa de pagar el gas.

Tomaron un taxi que los llevó hasta un banco y luego los dejó frente a los estudios de la Fox, en Hollywood. Era un edificio alto de cuatro plantas. Todas las ventanas estaban abiertas y por la rampa de acceso entraban y salían automóviles. Caminaron hasta la recepción.

Un negro de rostro duro, parecido a Sidney Poitier, pero más joven, estaba atendiendo a una mujer. Cuando la despidió, miro con desgano a los dos hombres.

– Me llamo Philip Marlowe. El señor Van Dyke necesita un detective y me llamo con urgencia.

Le mostró la credencial. El negro la estudio detenidamente, como si fuera una broma.

– ¿Para que necesitaría un detective el señor Van Dyke?

– Pregúnteselo.

– ¿El gordo es su guardaespaldas? Parece muy blando para eso.

– No lo diga en español. No le gustan los negros y pierde la paciencia muy rápido.

– ¡No me diga! No parece muy decidido.

– Una vez apiló a cuatro negros porque abrían demasiado la boca. El señor Van Dyke pidió que viniera especialmente.

– Bueno, vayan al segundo piso. Será mejor que Dick se ponga contento de verlos porque si no tendrán un disgusto.

Tomaron el ascensor repleto. Soriano preguntó, todavía soñoliento:

– ¿Que dijo el negro?

– Usted lo impresionó, compañero. A la salida le pedirá un autógrafo.

Llegaron a una antesala donde mucha gente caminaba de un lado hacia otro. La recepcionista escribía a máquina, rubia y lejana. Los dos hombres caminaron por un pasillo, doblaron, abrieron un par de puertas y por fin entraron en una sala a oscuras. En una pequeña pantalla se veía una película de cowboys. Avanzaron a tientas en la oscuridad.

– ¡Que se sienten! -gritó un vozarrón desde la cabina de máquinas. Hallaron dos butacas libres en el extremo de una fila y se sentaron.

– ¿Que hacemos acá? -dijo Soriano en voz baja.

– No sé. Nunca vengo al cine tan temprano.

Se levantaron. Marlowe tropezó con un pie. Caminaron hasta la puerta donde se veía una luz roja. Al asomarse al pasillo, vieron a dos hombres que corrían hacia la sala. Uno era el negro de la recepción.

– ¡Párense! -gritó.

Marlowe empujo a Soriano hacia atrás.

– ¡Métase adentro!

Se perdieron en la oscuridad del microcine. De un golpe el negro abrió la puerta. Soriano pasó entre dos filas de butacas tratando de agacharse. Sintió que alguien lo tomaba del saco. Forcejeó, pero fue inútil. Tiró con toda su fuerza y giró bruscamente, golpeando con el puño derecho. El bulto dio un grito, tropezó y cayó sobre dos hombres que estaban sentados. La fila de butacas se tambaleó. En el pasillo se encendió una linterna.

– ¡No hagan ruido! -grito el operador desde la cabina de máquinas. Marlowe saltó de una fila a otra

y empujó a un hombre que cayó pesadamente, arrastrando tres butacas.

– ¿Puede levantarse, Soriano?

Un grito ahogado le respondió. Luego hubo un ruido sordo y el crujido de maderas rotas.

– ¡Estoy bien, compañero, pero no se ve un car…!

Soriano escuchó que un gong sonaba junto a su oreja derecha y cayó hacia atrás. Trato de sostenerse. Sintió que sus dedos desgarraban tela y antes de llegar al piso se dio vuelta. Lanzó una patada y un grito de mujer le aviso que había dado en el blanco. La proyección seguía; en la pantalla, un grupo de vaqueros montaba sus caballos y se lanzaba hacia el horizonte, mientras el sol despuntaba tras las colinas.

– ¡Paren, carajo! -gritó el vozarrón de la cabina, mientras Marlowe corría hacia allí. La puerta se abrió y un hombre de mameluco salió iluminado desde atrás por los carbones de las máquinas. Murmuraba palabrotas. Llevaba una barreta en la mano, pero no alcanzó a levantarla: Marlowe le dio con la derecha en la mandíbula primero y con la rodilla en la ingle después. El operador no llegó a gemir; cayó hacia adelante. Marlowe le cerro la puerta y la sala quedó otra vez a oscuras.

Soriano advirtió que la confusión aumentaba a su alrededor. El golpe en la oreja le abrió una furia que nunca había sentido antes. Avanzó hacia un costado como borracho, tropezó con algo, oyó una voz gangosa y entrecortada y golpeó furiosamente con la derecha calculando la altura de la cabeza. Alguien bufo. Soriano creyó que su puño estallaba. Cuando lo tocó con la mano los vidrios de unos anteojos estaban todavía clavados en sus dedos. Saltó sobre la butaca. Sintió un golpe terrible y luego un estruendo como si hubiera volcado un camión. Trató de abandonar el lugar. Gigantescas sombras de cabezas se proyectaban en la pantalla donde se leía:

JOHN WAYNE en

Marlowe no alcanzaba a entender que pasaba. Estaba algo inquieto por la suerte del argentino, cuando escuchó más gritos y golpes en medio de la sala. Una mujer gritaba, desesperada:

– ¡Papá! ¡Papá! Hay sangre, mi Dios, hay sangre. ¡Papá!

Delante del detective, dos hombres peleaban trabajosamente entre si. Hacia dos minutos que cambiaban golpes y ninguno caía.

LOS HÉROES NO MUEREN NUNCA

¡Una película excepcional donde John Wayne lucha contra indios y bandidos!

La pantalla tembló, mientras en un bar Wayne golpeaba a diestra y siniestra a varios bandidos que se lanzaban sobre él.

¡No DEJE DE VER ESTA COLOSAL PELÍCULA!

Marlowe se abrió paso entre varias personas. Un gordo cayó sobre él sin intentar agarrarse.

– ¡Soriano!

– No grite, acá estoy -la voz del periodista sonaba cercana. El detective alcanzó a ver su figura contra la pared. Tres hombres forcejeaban en medio del pasillo. Uno de ellos dio un golpe a Marlowe que cayó sentado. Una mujer que corría hacia la salida tropezó con el cuerpo y se fue de narices sobre las butacas. Dio un grito lastimoso y luego empezó a aullar con voz fina y quebrada. Un guardia empezó a disparar al aire. Los tiros sonaban como bombas.

Acompañe A JOHN WAYNE EN sus AVENTURAS!

¡VEALO HACER JUSTICIA!

Marlowe se había puesto de pie, ayudado por Soriano. Miró hacia la pantalla y sus ojos se abrieron como dos monedas enormes.

– ¡Mierda, Soriano! ¿Usted ve lo mismo que yo, o estoy loco?

– No entiendo nada, compañero. ¿Que hace peleando con Wayne?

¡NADIE DETIENE AL IMPLACABLE JOHN WAYNE!

En la pantalla, Wayne golpeaba con puños y pies a Philip Marlowe, mientras dos hombres lo sujetaban. De pronto la película se apago y solo quedo un rectángulo de luz. La pelea había parado también en la sala. Marlowe y Soriano se abrieron paso hacia la salida.

– ¿Adónde va, amigo? -Un guardia uniformado, que tenía una linterna en la mano y con la otra trataba de parar una hemorragia de la nariz, interceptó al detective.

– ¡A buscar a la policía, imbecil! -grito Marlowe, indignado.

– Este puede salir, es actor -indico el guardia-. Nadie más sale de acá, señores. ¡Ahora va a venir la policía!

El detective y su compañero corrieron por el pasillo iluminado. Se cruzaron con dos hombres y una mujer vestida de uniforme blanco, y Marlowe casi derriba a la enfermera. Al doblar, ambos se detuvieron bruscamente. Marlowe saco un atado de cigarrillos, pero estaba destrozado. Soriano buscó entre sus ropas y encontró los suyos. Entonces vio su mano derecha, herida, que conservaba algunos vidrios incrustados. Marlowe encendió los cigarrillos y dijo:

– No lo crea, Soriano: usted no es el toro salvaje de las pampas.

Caminaron en silencio. Doblaron a la izquierda primero y a la derecha después. De pronto Soriano se detuvo frente a una puerta y sonrió.

– Un baño. No daba más.

Entraron. Se ubicaron frente a dos mingitorios y estuvieron un largo rato. Un hombre de traje gris y anteojos se puso entre ellos. Marlowe lo miro.

– Perdóneme, ¿sabe dónde podemos encontrar al señor Dick van Dyke?

– Sigan el pasillo hasta hallar una oficina con su nombre. ¿Vienen del lío? -movió la cabeza indicando la dirección del microcine. Marlowe dijo que si-. ¿Qué pasó? Todo el mundo está agitado por eso -preguntó el hombre mientras se apartaba del mingitorio y abrochaba la bragueta.

– No sé -contesto Marlowe-; una gresca a oscuras.