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Grimya no dejaba de gimotear, impotente, incapaz de contenerse. Tenía las orejas pegadas a la cabeza y el rabo entre las piernas mientras se acurrucaba en el suelo, intentando deslizarse hacia atrás. Su lealtad hacia Índigo, el deseo de proteger a su amiga, no podían oponerse al instinto mucho más antiguo y profundo inculcado a los de su especie durante miles de generaciones: el terror a ese rey de todos los depredadores del bosque.

Índigo no se movió. Estaba hipnotizada por la serena y sanguinaria mirada del tigre, y no podía hacer otra cosa que pensar, de una forma espantosamente ilógica que superaba todo instinto por su propia supervivencia, que era la criatura más hermosa que había visto nunca. En algún lugar, en otro universo, era consciente de que en cualquier momento podía saltar sobre ella y destrozarla: pero de todas formas era hermoso. Y ninguna otra cosa tenía el menor sentido.

El tigre parpadeó, y de repente el loco trance de Índigo se rompió. Un temor real y físico la atravesó como una puñalada en el estómago, sacándola bruscamente de su hipnosis y llenándole la boca de bilis. Con un violento gesto reflejo sintió que sus manos arañaban el suelo, su boca se abría para dejar salir todo el horror acumulado en un grito. Pero antes de que el grito saliera, el tigre alzó el peludo hocico; luego su cabeza giró a un lado, se dio la vuelta con elegante soberbia, tensó los recios músculos y se lanzó muy lejos de allí. Con los ojos abiertos de par en par y sorprendidos, Índigo lo contempló mientras se perdía en la ventisca cada vez más potente. En tanto el animal corría, los sentidos aturdidos de la muchacha registraron otra cosa: una forma oscura que corría sobre dos piernas —humana— interceptó al tigre y marchó corriendo a su lado. Perpleja, la joven la llamó, pero la figura no se inmutó. En pocos instantes, ambos, la figura y el tigre, habían desaparecido. Grimya, y ella estaban solas en medio de la nieve arremolinada y silenciosa.

CAPÍTULO 3

Durante algún tiempo no tuvieron aliento para hablar, y ahora, pensó Índigo sombría, al menos ella no tenía siquiera fuerzas para hacerlo. Sujetó con más fuerza aun la capucha que el viento intentaba echar hacia atrás, pero sus manos no la obedecían, como si pertenecieran a un cuerpo que no fuera el suyo. El frío glacial se calaba entre sus ropas y carne hasta llegarle a los huesos, y no sabía cuánto tiempo podría seguir resistiendo con la cabeza gacha la fuerza de la ventisca mientras el viento aullaba cual alma en pena en sus oídos y la nieve la golpeaba como un millón de látigos de hielo.

Grimya era una masa oscura que avanzaba tambaleante un poco más adelante; la cabeza y el lomo estaban ya por completo cubiertos de nieve que le daba un estrafalario aspecto moteado, pero su respiración jadeante y pesada era ahogada por el estruendo de la tormenta. La loba hacía bastante tiempo que ni siquiera había intentado comunicarse por telepatía con Índigo y, aunque Índigo sabía que también ella necesitaba toda su concentración para mantenerse en pie bajo aquellas pésimas condiciones, se daba cuenta de que Grimya estaba profundamente avergonzada —eso le parecía— por su abyecta y cobarde conducta frente al tigre de las nieves, Índigo no podía intentar convencer a la loba de que su reacción había sido natural. Grimya seguiría culpándose dijera lo que dijese; y además, su actual situación no les dejaba energías para otra cosa que no fuesen las necesidades perentorias de la supervivencia.

La ventisca ganaba fuerza. Al principio, mientras avanzaban pesadamente a lo largo de la orilla del lago, no era demasiado violenta; incluso con el viento en contra y la nieve que se estrellaba en sus rostros habían conseguido avanzar bastante, Índigo se animó cuando por fin llegaron al final del lago y emprendieron la marcha en dirección a la granja que, según el mapa, estaba sólo a unos kilómetros de distancia. Pero a medida que se acercaba la puesta de sol el tiempo empeoró bruscamente, y al poco rato Índigo no podía ver más que a un palmo de distancia mientras una lóbrega oscuridad inundaba el mundo y el aullido del viento arrojaba nieve y aguanieve sobre ellas, en un salvaje ataque horizontal. La nieve empezaba a acumularse peligrosamente, en algunos lugares era demasiado espesa para vadearla; en dos ocasiones Índigo se encontró hundida hasta la cintura y sólo consiguió salir de la trampa con la ayuda de Grimya. Estaba empapada y le parecía que la ropa se le había congelado sobre el cuerpo, excepto en los pies, que ya no sentía en absoluto. No habían encontrado rastro del caballo y no se atrevían a abandonar el sendero para ir en su busca; perderse con aquel tiempo, con la noche a punto de caer sobre ellas como una maldición, no conduciría más que a sucumbir entre los horrores de los elementos.

Pero ¿qué esperanza tenían, se preguntó Índigo, sin el caballo? Se lo habían jugado todo a la carta de llegar hasta la granja que el mapa prometía; sin embargo temía que su apuesta hubiera fracasado, ya que parecía que llevaran una eternidad abriéndose paso entre la ventisca, y todavía no habían visto señales de ningún lugar habitado. En estas condiciones podrían fácilmente pasar de largo la granja sin verla siquiera; unos cuantos metros serían suficientes para alejarlas de la única posibilidad de encontrar refugio y de toda esperanza de rescate. Y con el caballo se habían ido todas sus provisiones. No tenían comida, combustible ni refugio. En medio de la locura de la tormenta no habría un solo ser viviente que pudiera ayudarlas.

Se tambaleó de pronto y se irguió bruscamente con un tremendo esfuerzo de voluntad, al darse cuenta de que había estado a punto de caer de cara sobre la nieve. En un momento de delirio le pareció tan seductora como una mullida cama de plumas, y deseó arrojarse sobre su adormecedor y frío suelo, cerrar los ojos y dejar que la embargara el sueño. Furiosa y asustada, se clavó los dientes con fuerza en el labio inferior en un intento por despertar los sentidos, pero tenía los labios azulados, entumecidos, y no sintió nada, ni siquiera cuando la sangre empezó a resbalar lentamente para mezclarse con el hielo que había formado una máscara grotesca sobre su rostro. Debía seguir adelante. No podía tumbarse a dormir allí, sobre la nieve, por mucho que lo deseara. Y no debía permitir que la risa que intentaba brotar histérica de su garganta consiguiera dominarla, porque si empezaba a reír, sabía que ya no podría parar. Había que seguir adelante, adelante. Hablar con Grimya, hablar consigo misma, cualquier cosa que impidiera que la locura de la nieve la poseyera. De lo contrario empezaría a ver cosas, alucinaciones en la nieve, gente, caballos, tigres...

«¡Índigo!»

El grito silencioso de Grimya interrumpió el hilo de sus pensamientos y se detuvo, balanceándose hacia atrás y hacia adelante, mientras la primera de las alucinaciones —que casi, casi se había alzado frente a ella surgiendo de la atronadora oscuridad— se desintegraba y desaparecía. Parpadeó y se dio cuenta de que no podía ver a la loba; no veía más que la oscuridad, la tormenta y la cegadora vorágine de nieve.

«¿Grimya...?» De regreso momentáneamente a la racionalidad, advirtió que empezaba a invadirla el pánico. «¿Grimya, dónde estás»?

«Justo delante de ti.»

La voz mental de la loba era débil y vacilante, pero había una nota nueva en ella. ¿Excitación? Índigo se estremeció sin atreverse a albergar esperanzas.

«Hay una luz. ¡Puedo ver una luz!»