«Estoy bien, cariño, y me siento estupendamente. No tienes por qué preocuparte.»
Vio que tras Grimya había entrado una jovencita regordeta de aspecto ordinario, que llevaba una pesada bandeja. La curiosidad brillaba en sus ojos color de avellana, pero Livian sólo le dio la oportunidad de echar una breve ojeada a la forastera antes de despedirla.
—Aquí está. —Empujó a Grimya a un lado con firmeza y colocó la bandeja en equilibrio sobre el lecho—. Bébete este caldo, luego debes intentar dormir hasta mañana. —Dirigió una rápida mirada hacia la ventana—. Sólo la Madre sabe el tiempo que seguirá soplando esta ventisca. Me da la impresión de que seguirá igual algunos días todavía. Así que —se dio la vuelta, con expresión ligeramente divertida—, disfrutarás de nuestra hospitalidad durante un tiempo, quieras o no.
El caldo olía muy bien y era suculento, Índigo vio que tenía cebada, tubérculos y resultaba bastante apetitoso como para superar la ligera sensación de náusea que aún sentía.
—Me siento muy agradecida —declaró. Luego añadió como si se le acabara de ocurrir—: Aunque no conozco el nombre de la familia con la que estoy en deuda.
Livian lanzó una carcajada.
—Oh, bueno, no somos demasiado ceremoniosos en cuanto a estas cosas —dijo sin darle demasiada importancia—. Y somos suficientes como para confundir a cualquier forastero. Pero si quieres darnos un nombre a todos nosotros, puedes expresar tu agradecimiento a la casa del conde Bray.
Índigo se quedó inmóvil con la primera cucharada de sopa a medio camino de su boca.
—¿Conde... Bray?
—Eso es. Bébete la sopa ahora, y lo retiraré todo para que puedas dormir.
Índigo no dijo nada más. Pero para sus adentros todo en su interior era un torbellino, y sólo el cansancio evitó que la paralizante sensación producida por la sorpresa y el temor se apoderaran de ella.
Conde Bray. Conocía muy bien aquel nombre, y la llevó de regreso a un pasado perdido que ansiaba recuperar. A pesar de que jamás lo había conocido, a pesar de que no era más que un nombre y una figura borrosa en su imaginación, alejado de ella por la enorme distancia que los separaba, un conde Bray de El Reducto había sido el padre de Fenran.
CAPÍTULO 4
Cuando Índigo despertó, el fuego se había consumido casi por completo y una triste y débil penumbra que pretendía ser la luz del día se filtraba por las rendijas de los postigos de la ventana. Permaneció unos minutos inmóvil, dejando que su mente separara el sueño de la realidad y escuchando el ahogado aullido de la tormenta que seguía rugiendo en el exterior. Poco a poco recordó lo ocurrido la noche anterior y, al evocar su encuentro con Veness, lo hizo con lenta y apaciguadora claridad en lugar de dejarse llevar otra vez por la consternación.
La familia del conde Bray de El Reducto. La familia de Fenran —una o dos generaciones después—, bajo cuyo techo Fenran había vivido y trabajado. Debía de hacer ya muchos años que su padre había muerto, pero a lo mejor todavía quedaba alguien, pensó Índigo llena de inquietud, que recordara la historia del hijo menor de cabellos negros que se peleó con los suyos y abandonó la tierra que lo vio nacer para iniciar una nueva vida en el lejano sur. El sorprendente parecido entre Veness y Fenran no podía ser pura coincidencia. Inconscientemente, sin quererlo, había traído al fantasma de Fenran de regreso al hogar abandonado hacía cincuenta años.
Se sentó en el lecho, de pronto angustiada, echó hacia atrás las sábanas y posó los pies en el suelo. Grimya no estaba en la habitación, pero la puerta estaba entreabierta; o bien la loba había conseguido manipular el picaporte o alguien la había dejado salir mientras Índigo dormía. Paseó la mirada a su alrededor, vio su equipaje amontonado junto a la cama y empezó a rebuscar en él para encontrar ropa limpia y reemplazar el camisón prestado que llevaba. No podía quedarse: debía ir abajo y dar las gracias a sus anfitriones, recompensarlos si es que querían aceptarlo, y marchar. No podía quedarse. Allí, no.
Cinco minutos más tarde, tras haberse vestido apresuradamente y con los cabellos peinados de cualquier forma, salió de la habitación y se encontró en un largo rellano. Una escalera ancha conducía a la planta baja de la granja; abajo se veía luz y se escuchaba el murmullo de voces. Vaciló, insegura de sí misma. Entonces una puerta se cerró con fuerza en alguna parte, una sombra cruzó delante de la luz, y la muchacha de aspecto ordinario que había entrado en su habitación unos instantes la noche anterior apareció abajo. Empezó a cruzar el vestíbulo y, como si percibiera algo, se detuvo y levantó la vista.
—¡Estás despierta! —La muchacha sonrió—. ¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor, gracias.
—Baja y únete a nosotras. Aún queda algo de desayuno... Debes de estar muerta de hambre después de la prueba de ayer.
Sí que estaba hambrienta. Le devolvió la sonrisa con cierta vacilación, empezó a bajar las escaleras y se dio cuenta antes de llegar a medio camino de que sus palabras eran mentira. Le dolía todo el cuerpo y las piernas apenas la sostenían, amenazando con doblarse mientras descendía con los músculos agarrotados. La cabeza le daba vueltas y el estómago era un pozo sin fondo que le producía terribles náuseas. Al parecer la jovencita se dio cuenta de su estado ya que, cuando llegó al vestíbulo, una mano regordeta pero firme la sujetó con fuerza por el brazo y la condujo en dirección a una puerta abierta al otro lado donde brillaban con intensidad las lámparas.
—No estás tan bien como pensabas, ¿verdad? Ven a la cocina y nos ocuparemos de darte algo de comer. Tu perra loba está ahí también y ya ha comido.
La golpeó una oleada de calor y luz cuando la muchacha la hizo penetrar en una enorme habitación abovedada dominada por una mesa bien fregada y una cocina de hierro negra. Aquí, igual que en el dormitorio, los postigos de madera permanecían bien cerrados, Índigo parpadeó indecisa mientras el calor la envolvía y se hacía cargo de la relajada atmósfera. Jarretes salados de buey y cordero colgaban de las alfardas en redes hechas de cuerda, la luz se reflejaba en las sartenes de hierro y de cobre, y le llegó el aroma de pan recién horneado. Grimya se alzó de un salto de una estera extendida frente a los fogones y corrió a su encuentro.
«¡Índigo!» La voz mental de la loba rebosaba alivio. «¡Estás despierta! ¿Cómo te sientes?»
«Muy bien, cariño» Intentó ocultar la auténtica realidad en la respuesta.
«Todo el mundo es tan amable...», dijo Grimya. «Me dieron más comida de la que podía comer, y han estado hablando de ti muy preocupados.»
—Siéntate aquí, Índigo. —La jovencita empujó una silla de respaldo redondo hacia ella, Índigo se sentó y se inclinó para abrazar a Grimya—. Me llamo Rimmi. Te vi anoche, pero probablemente no me recuerdes. Estabas bastante débil.
—Te recuerdo. Me trajiste un poco de caldo en una bandeja.
—¡Eso es! —Rimmi la contempló satisfecha— Es una buena señal, dice mi madre; demuestra que tu cerebro no se ha visto afectado por lo sucedido. Algunas personas que quedan atrapadas en una ventisca pierden por completo la memoria, ¿sabes?, y se vuelven locas. Se... —Se interrumpió al entrar otra persona en la habitación—. Oh... Carlaze. Esta es Índigo. Salió entre la tormenta anoche. Madre ya te ha hablado de ella.
La recién llegada era algunos años mayor que Rimmi y mucho más bonita. Tenia los cabellos rubios, sujetos en una sola trenza que llevaba enroscada alrededor de la cabeza, y brillantes ojos marrón verdoso. Llevaba una bandeja cubierta que depositó junto a los fogones.