La finca en sí era una entidad mucho más extensa y compleja de lo que había pensado Índigo. El interés primordial de los Bray, igual que el de sus vecinos, era el ganado vacuno; pero además también criaban varios miles de ovejas en extensos terrenos situados algunos kilómetros más al norte, y controlaban zonas de bosque que se cultivaban para sacar madera, lo mismo que cultivaban el resistente grano que alimentaba a sus animales. Livian le dijo que realmente no tenía ni idea de cuántos hombres estaban empleados en las tierras de los Bray, pero debían de ser más de cien. Todos ellos vivían en pequeños poblados y granjas situados dentro de los límites de la finca. Y mientras los hombres trabajaban y gobernaban la tierra, esta enorme y vieja casa, la piedra angular de toda la propiedad, era por su parte el dominio de un pequeño matriarcado que se cuidaba de los asuntos domésticos de la granja. Un arreglo satisfactorio y práctico que le recordó a Índigo intensamente su hogar de la infancia, Carn Caille. Incluso la misma casa, cuadrada y sólida, construida con piedra, pizarra y madera, diseñada para soportar los peores inviernos, casi polares, recordaba la severa pero a la vez segura atmósfera de Carn Caille. Todo en ella era antiguo pero cómodo; no había opulencia ni grandiosidad, sin embargo la casa de los Bray respiraba una calidez que no precisaba riquezas ni adornos sofisticados.
No obstante había una cuestión que mortificaba a Índigo. Algo que Veness le dijo la noche anterior: que no había habido nadie llamado Fenran en la granja desde antes de que naciera su padre. ¿Cuántos años tendría Veness?, se preguntó. Alrededor de veinticinco, probablemente; de modo que su padre tendría cincuenta o más. Eso significaba que el último Bray que había llevado el nombre de Fenran debía de haber muerto —o haberse visto alejado de su familia— hacía por lo menos cincuenta años. Cincuenta años atrás... Un escalofrío gélido y viscoso le recorrió el cuerpo mientras se preguntaba si el actual conde Bray no habría tenido un tío al que jamás había conocido...
Pero no podía hacer esa pregunta. Confundida entre el anhelo y el temor de averiguar la respuesta, no podía reunir el valor para preguntar. Y quizá, le aconsejó una vocecita interior, sería mejor no saberlo; no resucitar por segunda vez el fantasma que el asombroso parecido de Veness con su perdido amor había despertado en su corazón, dejarlo tranquilo y olvidar, si es que podía.
La rutina de las tareas domésticas continuó sin interrupción durante toda la jornada. Poco después del mediodía tuvo lugar algo parecido a una dura prueba, cuando Índigo tuvo que enfrentarse con sus cuatro asaltantes del día anterior, a quienes Veness había reunido y enviado a disculparse. Nadie quiso atender su ruego de que no necesitaba ni deseaba una disculpa formal; lo que Veness decía era al parecer ley, y en esto no admitía la menor discusión. Los cuatro (Corv con el brazo en cabestrillo) se colocaron en hilera frente a ella en el vestíbulo, y cada uno dijo su parte por turno. Se los veía tan avergonzados como ella misma, y su contrición era genuina; aunque tuvo la sensación de que Corv le guardaba rencor por la deshonra que significaba haber sido herido por una mujer, cosa que por lo que pudo averiguar lo convirtió en blanco de muchas burlas. Pero hicieron las paces, y, cuando los hombres se marcharon para regresar a sus distantes alojamientos, Índigo se sintió segura de que ya no habría más problemas.
Por la tarde durmió un rato, vencida por la reaparición del agotamiento que hizo que casi se adormeciera en la silla delante de los fogones. Carlaze, al darse cuenta, la acompañó de inmediato y con firmeza hasta su habitación y, aunque estaba furiosa consigo misma por demostrar tal debilidad, Índigo fue incapaz de permanecer despierta una vez tumbada en la cama. La verdad era que sus fuerzas se habían debilitado; lo sufrido la noche anterior había hecho más mella de lo que creía y, muy contrariada, durmió hasta que Rimmi vino a decirle que estaban a punto de servir la cena, y que todos esperaban que se hubiera recobrado lo suficiente para unirse a la familia en el comedor.
La cena, según descubrió Índigo, era algo parecido a un ritual en la familia Bray. Terminado el trabajo, se reunían para charlar sobre los acontecimientos del día y relajarse en mutua compañía. A Índigo y a Grimya se las incluyó en esa íntima atmósfera como si se tratara de amigas de toda la vida. Había nuevos rostros: Brws, el hermano menor de Veness, y Kinter, sentado junto a Carlaze frente a Índigo. Existía un gran parecido entre Kinter y Rimmi, aunque la robustez que ambos habían heredado, y que no servía precisamente para acrecentar los encantos de Rimmi, resultaba muy atractiva en su hermano. Kinter tenía los cabellos castaños, una mirada amable y un rostro anguloso. Carlaze y él hacían buena pareja, pensó Índigo.
La conversación giró al principio sobre cuestiones cotidianas. Al parecer Veness y Kinter habían desafiado el mal tiempo para inspeccionar una sección de cercado que la ventisca había derribado, y que, dijo Kinter sombrío, sería imposible reparar hasta que mejoraran las condiciones climáticas. No afectaría en absoluto al ganado, ya que todos los animales habían sido trasladados a sus cuarteles de invierno, pero ahora que una sección se había caído, no había duda de que caerían otras más, lo cual significaba que habría que dedicar muchas horas de trabajo a hacer reparaciones.
—¿Cuándo crees que amainará la tormenta? —inquirió Carlaze.
Su esposo se encogió de hombros y miró a Veness, quien dijo:
—Aún durará otro día, posiblemente más.
Reif arrugó el entrecejo.
—Por si fuera poco, es más fuerte ahora que esta mañana. No había visto una tormenta como ésta tan a principios de invierno en muchos años. Vamos a tener un invierno duro, ya veréis como no me equivoco.
Índigo escuchó en silencio la conversación y tras el último comentario de Reif levantó la mirada, preocupada.
—Si eso es cierto, y el invierno va a ser particularmente duro —dijo—, no debo aplazar el viaje más de lo necesario. Tan pronto como termine esta tormenta, lo mejor será que me ponga en marcha lo antes posible.
Veness la contempló con incredulidad, y Reif lanzó una aguda carcajada.
—¿En marcha? —repitió con acritud—. ¡Bromeas, claro!
Veness le dirigió una rápida mirada y luego se volvió hacia Índigo.
—Lo que mi hermano intenta decir, aunque podría haberlo expresado con más sutileza, es que es probable que no exista la menor posibilidad de que nos abandones hasta dentro de unos cuantos meses.
La muchacha se quedó boquiabierta.
—¿Unos cuantos meses? Pero...
Veness la interrumpió con suavidad:
—El invierno está empezando, Índigo, y en El Reducto no se puede jugar con el invierno. Ni siquiera los más curtidos de nosotros se atreverían a emprender un viaje largo en esta época del año y, por tu equipaje, es evidente que es un largo viaje lo que tienes en mente. —Aguardó a que ella se lo confirmara, y al fin la joven asintió de mala gana—. Bien, pues entonces no tienes otra opción más que quedarte.
Índigo sintió que su pulso se aceleraba.
—¡Pero no puedo imponeros mi presencia durante tanto tiempo!
—No es una cuestión de imponer nada; es una cuestión de simple necesidad —repuso Veness—.
Y yo, por lo menos, me alegraré de que te quedes con nosotros.
Todos los reunidos alrededor de la mesa asintieron, aunque Reif pareció un poco menos entusiasta que el resto, Índigo no sabía qué pensar ni qué decir. No podía pasar el invierno entero bajo aquel techo. No importaba lo amables que fueran sus anfitriones, ni la calurosa acogida que le brindaran, no podía permanecer en esa casa con sus terribles remembranzas, con Veness allí, a quien apenas se atrevía a mirar directamente. Y sin embargo no podía explicar a esta familia hospitalaria y