bien intencionada por qué sentía lo que sentía.
—A lo mejor Índigo no quiere quedarse con nosotros —dijo Reif de repente.
Había visto su malestar y malinterpretado la expresión de su rostro, y era evidente por el tono de su voz que lo había tomado como un insulto, Índigo replicó apresuradamente:
—No... No, de veras, no es eso; no es eso en absoluto. —Se obligó a pasear la mirada por toda la mesa y a clavarla finalmente en Veness—. No hay nada que me gustara más. —Era mentira—. Pero... tengo que irme. Tengo cosas urgentes que hacer en el norte, y...
—¿Tan urgentes que estás dispuesta a arriesgar la vida por ellas? —preguntó Veness.
—Bueno, no, pero... seré una carga para vosotros. Livian me ha dicho que vuestro padre está enfermo. No puedo causaros tantas molestias. Ya habéis sido demasiado amables conmigo.
—Ahora escúchame, Índigo. —Veness le sonrió, mientras se inclinaba hacia ella desde el otro lado de la mesa. Le habría tomado la mano, pero ella la retiró, intentando hacer que el gesto pareciera puramente casual—. Comprendo lo que te preocupa, y aprecio tu inquietud. Pero quiero que te olvides de todas esas ideas sobre causarnos molestias, y que las olvides ahora mismo. Será un placer tenerte como nuestra invitada todo el tiempo que sea necesario, y eso zanja la cuestión. No puedo decirlo de forma más clara, ¿no crees?
Su sonrisa se había ensanchado hasta convertirse en una sonrisa abierta y cálida, Índigo comprendió con pesar que estaba atrapada. No podía rehusar la hospitalidad de aquellas personas sin ofenderlas o, de lo contrario, verse obligada a contarles toda la verdad; no se veía con ánimos para adoptar una u otra opción.
Grimya, que hasta aquel momento había permanecido sentada bajo la mesa y no había hecho el menor comentario, le envió de repente un mensaje mental.
«Creo que debemos aceptar lo que dicen, Índigo. Sé lo doloroso que debe de ser para ti estar en este lugar., pero la verdad es que creo que debemos quedarnos y sacarle el mejor partido posible a la situación.»
Con su acostumbrado sentido común la loba había comprendido y aceptado que era la única respuesta posible a su dilema. La resistencia de Índigo se vino abajo. Grimya tenía razón: debían quedarse. Considerar cualquier otra posibilidad era una locura.
Parpadeó, y con un esfuerzo de voluntad volvió a mirar a Veness.
—Gracias, Veness. La verdad es que no puedes decirlo con más claridad, y me has tranquilizado. Me siento..., las dos nos sentimos, muy agradecidas.
Al parecer consiguió no dejar traslucir incertidumbre en su voz, ya que Veness no percibió nada raro y se limitó a mirarla complacido.
—Entonces está decidido. Y os doy la bienvenida, oficialmente, quiero decir, a nuestra casa. — Levantó su jarra de cerveza—. Por nuestras nuevas amigas, Índigo y Grimya.
—¡Índigo y Grimya!
Se repitió el brindis, y Rimmi, que había tomado un sorbo demasiado grande de su jarra, empezó a balbucear y toser. Kinter se inclinó sobre ella para palmearle la espalda, y Carlaze se deshizo en incontenibles carcajadas. El incidente sirvió para disipar cualquier tensión que aún flotara en el ambiente y, una vez que Rimmi se hubo recuperado, la atmósfera se relajó y todo el mundo empezó a hablar sin cumplidos. Carlaze preguntó a Índigo de dónde venía y, aunque como sucedía siempre en tales momentos, la pregunta le produjo un momentáneo estremecimiento, Índigo habló a los allí reunidos sobre la Compañía Cómica Brabazon con quienes Grimya y ella habían viajado por el continente occidental. Durante los últimos años había descubierto que las anécdotas sobre su estancia con aquella familia ambulante era una forma segura de distraer la atención de los demás y evitar que intentaran averiguar más cosas de su pasado. Sus compañeros escucharon con avidez el relato hasta que Veness dijo:
—¡Índigo, eres una narradora nata! No sé cómo tus amigos pudieron dejarte marchar.
La muchacha sonrió. La atmósfera de la velada y la cerveza que había bebido actuaron como un bálsamo sobre ella; estaba más relajada de lo que podía recordar haber estado en mucho tiempo.
—Mis talentos no son nada comparados con los de ellos —repuso—. Constancia en particular, es el cabeza de familia, y posee tal habilidad para describir un buen relato como probablemente no lo posee nadie en todo el oeste. Una leyenda, un misterio, el fragmento de un rumor, y Constancia puede transformarlo en un deslumbrante entretenimiento.
Rimmi hipó. Se había llenado la jarra más a menudo que los demás, según había visto Índigo, evitando subrepticiamente que su madre la viera y, en esos momentos, estaba algo más que un poco bebida. También había intentado en un cierto número de ocasiones monopolizar la atención de Veness, pero sin éxito, Índigo sospechó que la cerveza le servía de compensación.
—Es una lástima —dijo con voz algo entrecortada— que nunca viniera aquí. Imaginaos qué historia habría podido sacar de esa vieja reliquia.
Mientras hablaba, agitó una mano con gesto vago en dirección a la enorme chimenea de la estancia y al instante se hizo el silencio. Veness y Reif intercambiaron una rápida mirada, y Kinter le dedicó una furiosa, mientras Brws clavaba la vista en su plato como si deseara poder deslizarse bajo la mesa y desaparecer.
Livian fue la primera en recuperar el dominio de sí misma, extendiendo una mano para apartar la jarra de Rimmi fuera de su alcance.
—¡Es suficiente, Rimmi! —regañó.
Las mejillas de Rimmi se pusieron rojas como la grana.
—Lo... lo siento. No quería...
—No importa, Rimmi. —La voz de Veness era firme aunque se percibía en ella cierto enojo reprimido—. Pero no queremos insistir en ese tema, por favor.
Índigo clavó los ojos en la chimenea, preguntándose qué podría haber causado tan extraordinaria reacción entre sus compañeros. El hogar y la parrilla no tenían nada de extraordinario, a pesar de su tamaño impresionante, y la ennegrecida repisa no sostenía nada fuera de lo corriente. Pero entonces descubrió que encima de la repisa colgaba algo que se le había pasado por alto o al menos no había percibido de forma consciente). Un escudo redondo y pesado, oscurecido por el tiempo y la falta de lustre; y, colgada en diagonal sobre el escudo, un hacha de aspecto temible.
¿Podrían ser ésos el objeto de la desafortunada alusión de Rimmi? Paseó la mirada por la mesa, pero todos los demás, incluida Rimmi, habían vuelto con determinación su atención a la comida. El momento para pedir una explicación había pasado; pero se preguntó si, más adelante, podría persuadir a Livian o a Veness para que le contaran algo más. Porque en el preciso instante en que levantó la vista para mirar aquellas viejas armas descuidadas, una desagradable intuición pasó por su mente, ofreciéndole la respuesta a una pregunta que, ahora lo comprendía, había hecho todo lo posible por evitar tener que hacerse.
Se llevó inconscientemente una mano al cuello, palpando la tira de cuero de la que pendía la piedra-imán. Nadie observó su gesto, pero Grimya, alerta como siempre al más leve parpadeo de la mente de su amiga, percibió el pensamiento antes incluso de que se formara por completo. «Sí», dijo, «yo también me lo pregunto. ¿Es posible?»
«No lo sé.»
La conversación se reanudaba. Veness dirigía un esfuerzo concertado para eliminar la tensión creada por el irreflexivo comentario de Rimmi. Alguien volvió a llenar la jarra de Índigo; la muchacha sonrió mecánicamente para dar las gracias pero su mente estaba en otro lugar. Llena de inquietud añadió, dirigiéndose a Grimya otra vez: