«Pero ojalá estemos equivocadas.»
CAPÍTULO 5
Índigo esperaba tener la oportunidad de preguntar a Livian en privado el significado del hacha y el escudo, pero no tuvo suerte. Era casi medianoche cuando la reunión se disolvió por fin y Livian (que creía firmemente que los hombres eran peor que inútiles en lo concerniente a cuestiones domésticas) los envió a la cama para que las mujeres pudieran limpiar los restos de la celebración. Esta vez no rechazaron el ofrecimiento de Índigo de ayudarlas, pero mientras transportaban los platos vacíos a la cocina donde Rimmi los lavaba, tuvo la clara impresión de que Livian evitaba deliberadamente quedarse a solas con ella más que durante unos instantes.
El trabajo terminó por fin. Carlaze y Rimmi le dieron las buenas noches a Índigo y subieron las escaleras. Livian las siguió antes de que pudieran mencionar nada, de modo que Índigo y Grimya se encontraron solas en el comedor. Reif había apagado el fuego reduciéndolo a rescoldos, y la única iluminación de la sala provenía ahora de esas rojizas ascuas y de un único farol que Livian había dejado para que Índigo iluminara el camino al irse a la cama.
El silencio resultaba extraño tras el alegre barullo de la cena pero, no obstante, los ruidos de la casa no se habían apagado ni mucho menos. En el exterior, la tormenta rugía con la misma fuerza de siempre; Índigo podía oír el gemido del viento, acompañado por un agudo y espeluznante chillido que le indicaba que la fuerza del vendaval había alcanzado casi niveles de huracán. Los postigos repicaban de cuando en cuando, y una fuerte corriente de aire se deslizaba por debajo de la puerta, agitando las alfombras y azotándole los pies. Su intención fue dejar la habitación librada a su soledad, pero a medio camino de la puerta se detuvo al volverla a asaltar la curiosidad que había intentado olvidar. Se dio la vuelta y vio que Grimya la observaba. Un interrogante indeciso y a medio formar emanó de la mente del animal, Índigo supo que, también ella, se sentía reacia a salir sin echar al menos una mirada más detallada al origen del misterio de aquella velada.
Los rescoldos del fuego empezaban a apagarse. Sólo emanaba ahora un calor residual de la chimenea aunque las piedras del hogar resultaran aún calientes al tacto. El viento aullaba lastimero en la chimenea cuando Índigo se detuvo frente a la repisa y levantó los ojos hacia el escudo y el hacha.
Desde luego eran armas muy antiguas y, por su aspecto, habrían sufrido años de duro y sangriento quehacer. El escudo estaba abollado y en algunos lugares su grosor se había reducido al de un cuchillo, mientras la hoja del hacha estaba mellada y desigual, y el mango de madera muy gastado.
Grimya, de pie junto a Índigo, clavó los ojos en el escudo como si intentara ver a través de su superficie lo que había debajo. Al cabo de unos instantes dijo:
«Hay algo en esas armas que no me gusta, Índigo. No puedo describirlo con precisión, pero...» Arrugó el hocico. «Huelen mal. No son cosa limpia.»
Índigo se sintió inclinada a darle la razón aunque su instinto no era tan certero como el de Grimya. Se acercó más, sosteniendo el farol en alto, y contempló las armas con atención. La pátina formada sobre ellas las había vuelto con los años casi negras, cosa que hacía imposible descubrir el metal del que estaban hechas. Extendió una mano para arañar la pátina con un dedo...
—¡En nombre de la Madre, no las toques!
La voz le hizo dar un brinco de sorpresa, y estuvo a punto de perder el equilibrio y pisar los rescoldos del fuego al darse la vuelta en redondo.
Veness estaba detrás de ella. Ni siquiera Grimya lo había oído acercarse. El joven cruzó a grandes zancadas la habitación para sujetar el brazo de Índigo y apartarla del hogar.
—Lo siento —dijo—. No era mi intención asustarte, pero vi lo que estabas haciendo y tenía que detenerte.
Índigo estaba asombrada.
—Perdona..., no tenía la menor idea de estar haciendo nada indebido.
—No es eso. —La muchacha se dio cuenta de que estaba tenso, asustado incluso, cuando la luz del farol le iluminó el rostro—. Debiera de haber dicho algo antes cuando Rimmi hizo su desafortunado comentario, pero no quería amargar la velada.
—¿Amargar?
Veness lanzó un suspiro.
—A Livian no le gusta hablar sobre esas peculiares reliquias familiares; es supersticiosa, tiene miedo de tentar al destino. Pero yo me di cuenta de que sentías curiosidad. —Se volvió para mirar de nuevo la repisa de la chimenea—. No eres la primera que la siente, desde luego que no. Esas cosas parecen fascinar a todos nuestros visitantes. Cómo desearía haber podido regalárselas a alguien y sacarlas de una vez de esta casa..., pero ni a un enemigo declarado le obligaría a cargar con ellas.
Las orejas de Grimya estaban enhiestas, y la loba le transmitió:
«Yo tenía razón. Aquí pasa algo malo.»
Estaban junto a la mesa. Veness apartó una silla e indicó a Índigo que se sentara.
—Te contaré la historia de esas armas, si quieres oírla. —Forzó una sombría sonrisa mientras se acomodaba en otra silla a su lado—. Rimmi tenía razón. Tu amigo Constancia Brabazon habría pergeñado un buen espectáculo con ella aunque no habría sido una de sus mascaradas más alegres. No sé de cierto lo viejos que son el escudo y el hacha, pero han pertenecido a nuestra familia durante muchas generaciones. Y hace unos cien años estuvieron a punto de provocar nuestra ruina.
Índigo no dijo nada, aguardando a que continuara.
—Nuestro nada llorado antepasado, el conde Bray de aquella época —siguió Veness, volviendo la cabeza para mirar con expresión de disgusto las armas colgadas sobre la repisa—, se enzarzó en una disputa sobre derechos forestales con una familia vecina, que poseía tierras al sur de esta granja. Riñeron y pelearon durante un año o dos. Pero no se trataba de una disputa en exceso seria, hasta que nuestro antepasado cometió el crimen que proyectó una sombra indeleble sobre esta casa.
Reinó el silencio durante un momento; luego Grimya lanzó un corto y débil gemido, y Veness rió incómodo.
—Sonó como si comprendiera. Casi parecería que lo hubiese comprendido, ¿no crees? — Extendió la mano para acariciar la cabeza de la loba—. Pero no merecemos comprensión, Grimya. Al menos no la merece nuestro antepasado, —Sus ojos se volvieron hacia Índigo—. Envió un mensaje a la granja vecina, diciendo que la enemistad había durado demasiado tiempo y sugiriendo una reunión para poner fin a sus diferencias y firmar la paz. El vecino..., se trataba de un pequeño propietario, no tenía ni el poder ni la influencia de los Bray, y además no había querido pelearse con nadie... Así pues aceptó las condiciones propuestas por el conde y lo invitó a que fuera su huésped, con todos los honores, en una fiesta de celebración.
»El conde fue a la fiesta; pero fue con todo un ejército de guerreros y atacó la granja vecina. Seguramente los cogió por sorpresa; no estaban preparados, tampoco tenían muchos guerreros. — Veness bajó los ojos hacia sus pies—. La casa de su anfitrión no tenía la menor posibilidad de
defenderse. Fue una auténtica matanza.
Índigo miró el escudo y el hacha.
—¿Y fueron ésas las armas utilizadas por tu antepasado?
—Sí —asintió Veness—. Pero ésa no es ni mucho menos toda la historia. Se dice que el vecino tardó bastante en morir. Hay quien dice que era una especie de hechicero o brujo, casi imposible de matar. Yo no lo creo. Lo que creo es que era tan mortal como cualquiera de nosotros, pero también que en situaciones excepcionales la mente humana es capaz de cosas extraordinarias. —Le dirigió otra sonrisa forzada, esta vez con un ligero toque de timidez—. Reif y Kinter se reirían mucho de mí si supieran que soy un filósofo... Pero sea como sea, según la leyenda el hombre estaba tendido sobre su propia sangre, partido casi en dos, y en sus últimos momentos asió el escudo del conde Bray y le lanzó una maldición. Las mismas armas del conde se volverían contra él y los suyos, dijo, de la misma forma en que él las había vuelto contra su inocente vecino. Y la maldición duraría para siempre de modo que la traición cometida por la casa de Bray no se olvidara jamás.