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Veness no hizo ningún comentario, pero su expresión pareció encerrarse en sí misma.

—Claro—Pareció como si lamentara haber hecho la invitación, Índigo deseó con toda el alma haber podido rehusarla sin causarle impresión equívoca—. Te deseo buenas noches, pues. —Su sonrisa seguía siendo afectuosa, pero impregnada de pesar—. Que duermas bien.

Cuando la puerta se cerró detrás de Veness, Índigo se llevó las palmas de las manos a la frente y suspiró con fuerza.

«Lo he disgustado», dijo a Grimya en silencio, llena de tristeza. «Era lo último que deseaba hacer. Pero no podía decirle la verdad, Grimya. No podía.»

«A lo mejor habría sido más fácil ser sincera», repuso Grimya, vacilante. «Le caes bien, y parece una vergüenza dejar que piense que no deseas ser su amiga.»

Habían dejado de oírse las pisadas de Veness. Una tabla del suelo crujió sobre sus cabezas y, juzgando que éste había llegado al piso superior y ya no podía oírlas, Índigo habló en voz alta.

—Lo sé, cariño. Pero en cierto modo no quiero hacer amistad con él. Existen demasiados escollos.

«¿Porque se parece a Fenran?»

—Sí. Y además quizás haya otros motivos. No quisiera que pensara... —Su voz se apagó, y Grimya inquirió:

«¿Pensara qué?»

Índigo sacudió la cabeza.

—No lo sé. Probablemente estoy yendo demasiado deprisa y demasiado lejos. Es sólo que... no quiero que haya el menor peligro de un malentendido. —Bajó las manos y se quedó mirándolas—. Ojalá la ventisca no nos tuviera atrapadas aquí. Sería mejor para todo el mundo si pudiéramos abandonar esta casa.

Con cierta reluctancia, Grimya volvió la cabeza para mirar la repisa de la chimenea.

«Sí», dijo. «Quizá sería mejor.» Vaciló, luego decidió que debía expresar aquello que acechaba como el olor de una tormenta aproximándose en la parte más recóndita de su mente. «Pero me temo que sea algo más que la ventisca lo que nos retenga aquí.»

—¿Qué quieres decir?

«Creo que sabes lo que quiero decir. También tú has estado pensándolo aunque has intentado fingir lo contrario.» Se produjo otro silencio, y al ver que Índigo no hablaba, la loba añadió: «Estudié con más atención el escudo mientras Veness nos contaba su historia. Hay lugares donde la superficie puede verse todavía entre la suciedad. No sé de qué metal está hecho pero su color es plateado.»

Plata. Los viejos recuerdos penetraron en la mente de Índigo como serpientes; recuerdos de otras épocas, otras tierras. Un broche de estaño que centelleaba como si fuera de plata a la luz de una débil hoguera. Una anciana echadora de cartas gritando en medio de la algarabía de un bullicioso mercado orientaclass="underline" cartas plateadas para mi señora y su hermoso perro gris... Y una criatura corrompida de ojos plateados, inhumana, implacable, riendo entre las sombras de una torre que se derrumbaba, siguiendo sus pasos como una invisible amenaza, mirando al mundo a través de sus propios ojos y mostrándole la horrible verdad de aquello en lo que se había convertido. Plata: el color y la personificación de su propia Némesis; y una señal que no podía ignorar.

Lo había percibido, tal y como decía Grimya; pero se había negado a aceptarlo, esperando en contra de todo lo que le decía su instinto estar equivocada, y aplazando el momento en que debería averiguar la verdad para bien o para mal. Podía seguir fingiendo pero ahora que Grimya había hecho abiertamente la pregunta supo que ninguna de las dos descansaría hasta que obtuviera respuesta.

Sacó la piedra-imán de la bolsa y la sostuvo encerrada en su puño unos instantes. La piedra ya no poseía el poder de intimidarla que poseyera en una ocasión; ésa era una lección que había aprendido durante sus viajes con los Brabazon, y le había enseñado algo sobre la auténtica naturaleza de la ilusión. Pero aunque había obtenido el poder de controlar la piedra, todavía no la dominaba por completo. Al fin abrió la mano y bajó los ojos hacia el liso guijarro.

El punto dorado de luz brillaba y danzaba como una luciérnaga atrapada. Ya no indicaba en dirección norte, pero no quería permanecer inmóvil. Una muda pregunta se formó en la mente de Índigo:

«¿Ahora qué, vieja amiga?»

Y el punto de luz se movió con un rápido y enfático parpadeo, para detenerse en el centro exacto de la piedra.

No necesitaba ninguna otra confirmación. El cuarto demonio estaba en esa casa.

Índigo no habló. Se limitó a guardar la piedra-imán, luego se volvió y tomó el farol. El aceite se había terminado casi por completo y la mecha humeaba; la débil luz duraría quizá otro minuto o dos, pero no más.

—Me voy a la cama —anunció. Su voz carecía de expresión.

Grimya agachó la cabeza en mudo asentimiento.

—Sssí. No hay nada que pu...eda hacerrrse ahora. —Levantó los ojos pesarosa—. Lo... sssiento.

¿Simpatía o una disculpa por haberla obligado a enfrentarse a la verdad? Índigo no lo sabía, y no parecía importar. Negó con la cabeza.

—No hay nada que lamentar, cariño. Vayámonos a dormir, si es que podemos, y no pensemos en esto ahora.

Afuera, en el vestíbulo enlosado, el ruido de la galerna se amplificaba en fantasmales ecos, gimiendo por el pasillo y haciendo que las pesadas cortinas que colgaban de las puertas para conservar el calor se agitaran y movieran inquietantes en la penumbra. Las sombras acechaban en la escalera; llegaron a su habitación mientras la lámpara llameaba con un último esfuerzo y, cuando la puerta se cerró tras ellas, Índigo extinguió la mecha haciendo que el destello azul se apagara. La habitación quedó sumida en la oscuridad mitigada sólo por la línea pálida y débil que se filtraba allí donde los postigos dejaban pasar el extraño fulgor del cielo cargado de nieve, Índigo avanzó a tientas hasta la cama y se deslizó bajo las sábanas sin intentar siquiera desvestirse y encontrar su camisón. De repente se sintió agotada casi hasta el delirio, y lo único que deseaba era enterrarlo todo (Veness, maldiciones familiares, demonios) en el olvido del sueño. Grimya saltó sobre la cama para quedarse junto a ella. Advirtió el cuerpo cálido de la loba contra su espalda, pero Grimya no dijo nada e Índigo estaba demasiado cansada para desearle siquiera buenas noches. En menos de un minuto estaba ya dormida...

Esperaba dormir profundamente hasta la mañana siguiente pero faltaba aún mucho para el amanecer cuando algo la despertó. Se dio la vuelta medio despierta y preguntándose aturdida qué podría haber alterado su descanso. Entonces, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la habitación, distinguió la silueta de Grimya junto a la ventana. La loba tenía el hocico pegado a los postigos e Índigo percibió una gran agitación en su mente. Pero resultaba imposible comprender aquel revoltijo de pensamientos incoherentes.

¿Grimya? —Se sentó en el lecho, mientras su susurro se escuchaba por encima del ruido ahogado de la tormenta del exterior.

Grimya se volvió rápidamente, las orejas bien erguidas.

—¡Índigo! No quería despertarte.

—¿Qué haces? ¿Qué sucede?

—Hay algo ahí a... afuera —dijo Grimya—. Me despertó un ruido, y luego lo olí.

Índigo echó a un lado las sábanas y cruzó la habitación hacia ella. Se detuvo junto a la ventana escuchando, pero sólo oía el gemido del viento.