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Cuando La, Flecha del Norte, el carguero que la trajo desde el continente occidental, había atracado hacía dos horas, las intenciones de la muchacha eran alquilar una habitación en una de las posadas del puerto. El estruendoso y ordinario griterío de la vida portuaria no le producía el menor temor: tanto en calidad de tripulante como de pasajera había recalado en muchos de los puertos más bulliciosos del mundo y estaba familiarizada con sus costumbres y peligros; y era más que capaz — como atestiguaban la ballesta que le colgaba a la espalda y el cuchillo que pendía de la funda sujeta al cinturón— de defenderse a sí misma si era necesario. Pero el capitán de La Flecha del Norte le aconsejó que esta vez haría bien en buscar otro tipo de alojamiento. El invierno amenazaba con llegar muy temprano ese año y, en consecuencia, Mull Barya hospedaba a una anormalmente nutrida afluencia de ganaderos procedentes de las alquerías del interior, llegados para vender su ganado bien cebado durante el verano y embarcarlo antes de que la nieve cerrara los senderos y el hielo bloqueara las vías marítimas. Los mercados estaban atestados, se bebía mucho y la gente se encolerizaba con facilidad. Una mujer sola, por muy buena luchadora que fuese, resultaría vulnerable entre tantos boyeros hastiados de andar por los caminos y en busca de diversión; y ni siquiera la compañera sentada ahora a su lado, la lengua colgando a un costado y los ambarinos ojos de loba muy atentos, podría garantizar su seguridad. Una vez finalizadas las formalidades portuarias y hechas las despedidas, la muchacha echó una mirada a la ciudad y decidió seguir el consejo del capitán. No le faltaba dinero (la moneda del sudoeste resultaba tan aceptable aquí como cualquier otra) y además, deseaba ardientemente encontrarse en un ambiente más tranquilo después del ruido y las incomodidades del viaje. El Sol de la Mañana parecía el mejor lugar. Dos jovencitas muy bien vestidas, acompañadas de una señora de compañía con ojos de lince, se acercaron por el sendero de tablas, las faldas levantadas para mantenerlas alejadas del polvo y mostrando pantorrillas y tobillos cubiertos por elegantes botas de piel anudadas. Un grupo de hombres que venía por el centro de la calle se detuvo y gritó una grosera invitación; la dama de compañía les dedicó una mirada furibunda y empujó a toda prisa a sus pupilas hacia la puerta de El Sol de la Mañana. La muchacha dio un paso atrás para dejarlas pasar, recibió un breve saludo con la cabeza a modo de agradecimiento y una oleada de aire cargado de olor a fuego de leña se filtró entre las puertas cuando el pequeño grupo penetró en el hostal. Los hombres se mofaron, desilusionados, y uno de ellos sugirió que quizá le gustara a ella mostrarles sus atributos en lugar de las jovencitas; la muchacha hizo caso omiso y bajó la mirada hacia su compañera.

—Bien, Grimya, media un gran abismo entre nuestra cabina en La Flecha del Norte y esto. Veamos qué pasa, ¿no te parece?

El enorme animal gris de aspecto perruno alzó el hocico moteado y olfateó con agrado el aroma que salía por las puertas. Por un instante la muchacha se preguntó cómo reaccionaría la clientela de El Sol de la Mañana ante la aparición entre ellos de un pariente próximo a los lobos salvajes de El Reducto; la idea le provocó una leve sonrisa. Por lo menos proporcionaría nuevo tema a los cotillees locales.

Empujó las puertas, y entraron.

Era algo así como penetrar en un capullo acogedor y cálido pero ligeramente irreal. Los ruidos de la calle bulliciosa se transformaron bruscamente en un murmullo apenas audible al cerrarse las puertas a sus espaldas; aquí brillaba la luz tenue y reposada de las lámparas, el resplandor de la madera y el cobre bruñidos, el calor de un enorme fuego que ardía en el hogar y dibujaba sombras en el techo de la sala. Todo el suelo estaba cubierto de alfombras; incluso la escalera que conducía a las habitaciones de los huéspedes estaba alfombrada para reducir al mínimo el sonido de pisadas.

Tuvo el tiempo justo de ver cómo las dos jovencitas y su dama de compañía desaparecían bajo una arcada cubierta por una cortina que, al parecer, conducía al comedor. Tras el brillante mostrador de madera, la dueña de la posada la contemplaba con curiosidad, Índigo se volvió, acercándose al mostrador.

—Quisiera una habitación.

La propietaria la contempló con evidente perplejidad. Con voz envarada y cautelosa, le dijo:

—Creo, señora, que os han informado mal.

La implicación era muy clara, el cortés calificativo, pronunciado con gran delicadeza. La muchacha suspiró, y su voz adoptó un ligero tono cortante.

—No, no me han informado mal. Deseo una habitación tranquila, un baño caliente y comida abundante. —Sacó tres valiosas monedas de una bolsita que le colgaba de la cintura y las arrojó sobre el mostrador—. Supongo que podréis satisfacer mis necesidades...

La propietaria se puso muy nerviosa. Con aquel abrigo de cuero desgastado, los pantalones masculinos y los cabellos sujetos de forma tan descuidada en una larga trenza, la muchacha tenía el mismo aspecto que cualquier golfillo de los muelles; sin embargo su voz estaba bien modulada y sus modales llenos de seguridad en sí misma, casi aristocráticos. La mujer hizo un gesto conciliador mientras intentaba ocultar su confusión.

—Desde luego que podemos, señora. Pero... —Indicó a Grimya—. Lo lamento, carecemos de instalaciones para animales. No tenemos perreras, ¿comprendéis?

La joven sonrió.

—No importa. Se quedará conmigo. Es decir, ¿podéis facilitarme comida apropiada para ella?

La propietaria inclinó la cabeza. Todavía no se sentía muy segura con respecto a esta forastera, pero sabía por experiencia que el aspecto exterior no va necesariamente parejo con la posición social, y que nunca era aconsejable rechazar un buen cliente.

—Estoy segura de que eso no será ningún problema, señora —respondió con cierto envaramiento y, dándose la vuelta, sacó de una estantería un libro encuadernado en piel y lo empujó hacia la joven junto con pluma y tinta—. ¿No os importa firmar en el registro?

La joven se inclinó sobre el libro y, por un instante, sintió el impulso de firmar con su nombre auténtico; el antiguo nombre que había perdido tanto tiempo atrás. Sería divertido ver la reacción de la patrona cuando se diera cuenta de que su inverosímil huésped era la hija de un rey.

Pero refrenó el impulso de inmediato; no podía ni debía hacerlo. Mojó la pluma en el recargado tintero, y escribió una simple palabra: Índigo. Ningún título, ni siquiera apellido. Solo Índigo. Había sido suficiente durante más años de los que quería recordar.

La patrona contempló sorprendida la anotación, luego guardó el libro de registro sin hacer el menor comentario.

—Gracias —dijo sin ningún énfasis y se volvió para seleccionar una llave de la hilera que colgaba de la pared a su espalda—. Vuestra habitación está en el último piso, al final del descansillo.

—¿Y es tranquila y reservada?

La mujer inclinó la cabeza.

—Ni siquiera nuestros huéspedes más exigentes se han quejado jamás, señora.

—Os estoy muy agradecida. —La sonrisa que le devolvió Índigo fue fría y ligeramente irónica—. Habéis sido muy servicial.

La desconcertada mirada de la patrona la siguió mientras, con Grimya pisándole los talones, se encaminaba hacia la escalera.

Una voz en la mente de Índigo dijo zalamera:

«Te encuentras mejor ahora, ¿verdad? Cantabas mientras te bañabas; eso es siempre buena señal.»

Índigo salió de detrás del biombo pintado que, con cierta mojigatería, ocultaba la bañera de arcilla refractaria del resto de la habitación. La piel le brillaba de tanto frotar y por los efectos del agua caliente. Se había envuelto en una fina túnica bordada (un viejo recuerdo de sus años de estancia en el continente oriental), mientras se secaba los cabellos con la toalla. Miró a Grimya, tumbada sobre la pulcra cama, y sonrió.