Выбрать главу

—A lo mejor si abro los postigos un poquitín... —empezó.

«¡No!»

La respuesta llegó con tal rapidez que Índigo se sobresaltó. Sus ojos se clavaron en la borrosa silueta de Grimya. La loba tenía el lomo arqueado en actitud defensiva, y de su postura se desprendía el temor que enfatizaba su protesta telepática.

Grimya, ¿qué es? —La sensación de terror empezaba a afectar a Índigo, también, y su pulso se aceleraba hasta hacerse molesto—. ¿Qué hay ahí afuera?

¡Tigre! —respondió la loba con voz ronca que apenas si era algo más que un gruñido gutural.

Y, como llamado por haber pronunciado la palabra, surgió de repente de la noche un sonido que no formaba parte de la tormenta, audible incluso por encima del aullido de la galerna. Lejano, pero enérgico y aterradoramente poderoso, era el desafiante rugido ronco de un felino enorme.

Grimya lanzó un gañido, y saltó del alféizar de la ventana para quedarse temblorosa en el centro de la habitación. Tenía los pelos erizados, y su miedo se iba transformando en terror incontrolado.

¡Grimya! —Índigo corrió junto a su amiga y le acarició la leonada cabeza, en un intento por calmarla—. ¡Todo va bien, no puede llegar hasta ti! Está muy lejos...

—¡No! —ladró Grimya temerosa—. No está lejos. ¡No está lejos!

—¡Está bastante lejos! Tranquilízate, cariño. Aquí estás a salvo. —Dirigió una rápida mirada a la ventana cerrada, al tiempo que se preguntaba inquieta a qué distancia estaría el enorme felino. Aquel rugido se había oído con tanta claridad en medio de la tormenta...

Desechó de inmediato la especulación para que Grimya no percibiera sus pensamientos. Todo el cuerpo de la loba se estremecía ahora mientras hundía el hocico en el brazo de Índigo.

Lo si... sssiento —dijo angustiada—. Pero le tengo tanto mi... edo.

Índigo la abrazó con muda simpatía. A ella le asustaba también el tigre de las nieves, y sabía lo fuerte y peligroso que podía ser; pero Grimya, empujada por el instinto innato de los suyos, era incapaz de combatir aquel horror con la ayuda de la lógica humana, y estaba casi paralizada de terror. Durante varios minutos permanecieron acurrucadas la una contra la otra en el suelo de la habitación a oscuras, escuchando con atención a la espera de un nuevo rugido, pero sólo se oyó el incesante y sombrío gemido del viento y el repiqueteo de los postigos debatiéndose contra los pestillos. El tigre de las nieves había dado a conocer su presencia, y parecía conformarse con eso.

Por fin Índigo notó que los estremecimientos de Grimya empezaban a remitir, y aflojó su abrazo al tiempo que empezaba a incorporarse.

—Aún no se percibe la luz del alba. —Su voz era un murmullo—. Deberíamos dormir un poco más.

«No... no creo que pueda volver a dormir», le transmitió Grimya.

—Debes intentarlo. Las dos debemos hacerlo. Vamos, túmbate en la cama conmigo. No hay nada que temer ahora.

Algo indecisa, Grimya se dejó convencer para regresar a la cama. La habitación empezaba a estar desconsoladamente fría y el calor que despedían los rescoldos del fuego se iba desvaneciendo. Para Índigo fue un placer poder cubrirse otra vez con las mantas. Cubrió con una a Grimya, y la loba se acurrucó más cerca de ella. Los latidos de su corazón eran muy rápidos, Índigo le acarició la cabeza. La loba gimió, colocando el hocico en el pliegue del brazo de la muchacha, luego acabó de acomodarse por fin y, aunque no de muy buena gana, se quedó inmóvil.

Índigo permaneció despierta un rato, escuchando el estruendo de la tormenta y preguntándose si el rugido del tigre habría despertado a alguna otra persona de la casa. De vez en cuando se escuchaban ruidos extraños; el crujido de vigas o tablas, un repentino silbido lúgubre, como si se hubiera abierto una puerta dejando entrar la tormenta. Pero los crujidos no eran más que los quejidos de la vieja casa mientras el viento la zarandeaba; los silbidos, el eco de una repentina ráfaga de aire en la chimenea. No había nadie por ahí.

Por fin, con la cabeza de Grimya apoyada en su brazo y las mantas cubriéndole hasta las orejas, Índigo volvió a dormirse.

CAPÍTULO 6

Aunque no se hizo la menor mención de ello, Índigo sospechó que Grimya y ella no habían sido las únicas en oír al tigre aquella noche. La atmósfera alrededor de la enorme mesa de la cocina a la hora del desayuno era contenida y un poco tensa: Rimmi se mostraba torpe; Livian y Reif, de malhumor, y Veness extrañamente silencioso, Índigo cambió de opinión sobre su impulso inicial de sacar a colación el tema y contar a los otros lo que había oído: a pesar de carecer de evidencia real para respaldar su impresión, sospechó que cierta atmósfera de temor iba ligada al felino, y parecía prudente no decir nada.

La tormenta seguía sin dar la menor señal de querer amainar, pero había tareas esenciales que no podían posponerse ni siquiera con el mal tiempo. La granja estaba escasa de trabajadores ahora que la ventisca imposibilitaba que el acostumbrado contingente de hombres como Grayle y Morvin vinieran desde sus lejanos hogares, y el ofrecimiento de Índigo de ayudar fue recibido con gratitud. Envueltos en pieles, Kinter y ella salieron al aullante pandemónium para transportar forraje desde el inmenso granero situado junto a la casa hasta el relativo refugio de los establos. Cruzaron el patio entre resbalones y traspiés, las cabezas vueltas como nadadores en medio de una corriente para protegerlas de la galerna que amenazaba con derribarlos a cada paso. Las dependencias se alzaban sombrías y espectrales en la oscuridad. Por encima del aullido de la tormenta se escuchaban erráticas e irreales voces que gritaban y el tintineo metálico de los cubos, mientras Veness y Reif, en la bien protegida caseta del pozo, sacaban agua para humanos y animales por igual, y en el establo del ganado, Brws y Rimmi ordeñaban las dos vacas y alimentaban a las aves domésticas encerradas en el corral.

No dejaron de trabajar durante las cortas horas de luz diurna, descansando sólo para tomar un rápido almuerzo y tener la oportunidad de descongelar las manos y pies helados ante los fogones de la cocina. Terminado por fin el trabajo con el ganado, Veness y Reif se unieron a ellos para iniciar la batalla de limpiar la nieve que se amontonaba y deslizaba por el patio. Pero era una lucha desigual; con la misma rapidez con que se barría caía la nieve, la ventisca arrojaba nuevas oleadas contra ellos y, al fin, a grandes gritos para hacerse oír por encima del rugir del • viento, Veness mandó hacer un alto mientras la arremolinada blancura de la mañana empezaba a hundirse en una penumbra aullante y traicionera.

En el interior de la casa, el contraste producido por el silencio y la quietud tras la algarabía exterior fue muy agudo y, durante los primeros minutos, los desorientó. Advirtieron que gritaban como si la galerna siguiera soplando a. su alrededor y les arrebatara las palabras. Los oídos de Índigo resonaban aún con el eco del estrépito de la tormenta, reducido ahora a un murmullo lejano y lúgubre gracias a la protección de las gruesas paredes de la casa. Aturdida por el calor, la luz y la quietud, cambió complacida sus ropas por otras secas que Livian había dejado calentándose junto al fuego de su habitación, y se reunió con los demás para la cena comunal en la sala comedor.

Esta vez no hubo incidentes que echaran a perder la reunión y, para alivio de Índigo, parecía que Veness había olvidado (o al menos dejado de lado) cualquier resentimiento que hubiera podido sentir ante su rechazo de la noche anterior. Las tensiones personales quedaron diluidas ante la dureza de aquel día de trabajo; Índigo había sido ahora aceptada con decisión y espíritu pragmático como otro par de manos en la lucha por la supervivencia, e incluso la actitud suspicaz de Reif se había relajado un poco aunque seguía sin dirigirle casi la palabra. De vez en cuando durante la cena la muchacha dirigía rápidas miradas a la repisa donde colgaban el hacha y el escudo medio ocultos entre las sombras pero, pese a que su malévola presencia le producía cierto malestar, estaba demasiado cansada para prestarles mucha atención y, a medianoche, subía ya las escaleras en dirección a su habitación acogedora y caliente en busca del descanso de una noche de sueño profundo.