Se produjo un silencio, durante el cual fue consciente de que los ojos de Veness la observaban. Entonces, de modo casual pero con deliberada intención, Veness le preguntó:
—¿Qué tal eres como tiradora con esa ballesta tuya?
La pregunta la cogió desprevenida y se volvió sin poder disimular la sorpresa. Veness estaba apoyado en el respaldo de una silla, y en su rostro brillaba una amplia sonrisa. La muchacha le devolvió la sonrisa un tanto indecisa.
—Bastante buena.
—Kinter me estuvo hablando del arco anoche. Tengo entendido que le enseñaste los principios básicos. Es bastante diferente de las armas que utilizamos por aquí. Kinter se quedó impresionado, y dijo que debería verlo por mí mismo, así que ahora que ha pasado la tormenta y podemos ir más allá del patio otra vez, ¿te importaría hacerme una demostración?
Al parecer estaba decidido a hacer caso omiso de su cautela y a derribar las barreras, Índigo asintió con la cabeza, insegura de sí misma aún pero llena de simpatía por él, deseosa de aliviar la tensión.
—Con mucho gusto —respondió.
—Estupendo. Voy a sacar la troika para ir al bosque después del desayuno. Hay un grupo de leñadores trabajando en un campamento y quiero comprobar que no han tenido problemas durante la tormenta y llevarles más provisiones. Ven conmigo, te enseñaré a conducir la troika a cambio de que me enseñes cómo manejar el arco.
Grimya irguió las orejas y dijo en silencio:
«¡Eso me encantaría! Habrá mejor caza en el bosque.»
Índigo dudó, pero sólo un momento. Había estado aguardando una oportunidad de compensar a Veness, no deseaba que pensara mal de ella: al contrario, deseaba su aprobación y amistad aunque apartó rápidamente la idea de su mente antes de que la obligara a cuestionarse los motivos. Además, quizás el bosque guardara la clave del enigma del tigre de las nieves. Aunque fuera ilógico, Índigo estaba convencida de que la aparición del enorme felino —primero para ayudarla cuando se vio amenazada por el borracho Corv y los otros, luego para lanzar su desafiante rugido durante la segunda noche de su estancia en la granja— era significativa en alguna forma. No sabía si tenía algo que ver con su misión: pero cualquiera que fuese la verdad, quería averiguar más.
—Sí; me gustaría —dijo a Veness—, gracias.
El se echó a reír.
—¡No me des las gracias tan deprisa! ¡Para cuando hayamos terminado de cargar todo ese peso muerto de provisiones y lo hayamos descargado allí para reemplazarlo con unos cuantos cientos de troncos, puede que te hayas arrepentido de haber aceptado ir!
Por primera vez Índigo se relajó lo suficiente para sonreírle.
—Me arriesgaré —declaró.
El sol era una bola roja en el horizonte, que arrojaba largas y débiles sombras sobre la nieve, cuando la cargada troika salía del patio de la granja con siseo de patines y tintineo de las campanillas de los arneses. Índigo iba sentada junto a Veness en el asiento del conductor, Grimya se instaló en el hueco que quedaba a sus pies, golpeando excitada la cola contra las piernas de Índigo. Atravesaron el arco de piedra y emergieron a un mundo de deslumbrante blancura bajo un cielo que se volvía cada vez de un azul más intenso a medida que el sol describía su reducido arco. La luz que se reflejaba sobre la nieve era cegadora, Índigo y Veness se echaron sobre los ojos los extremos de sus capuchas de piel para protegerlos, y sujetaron con más fuerza las orejeras alrededor de las mejillas. El frío era intenso y a la vez estimulante, Índigo se sujetó con fuerza a la barra de madera que tenía delante cuando dejaron atrás la casa y los establos, y la troika empezó a adquirir velocidad. Los tres caballos que tiraban de la troika (dos bayos y un tordo) estaban acostumbrados a las adversidades climáticas y se movían con seguridad sobre la nieve helada; tan llenos de energía reprimida y ansiosos por estar al aire libre como Grimya después de tres días de encierro, se lanzaron a temible velocidad en dirección sudoeste. Los peludos cascos eran una mancha borrosa, las crines y las colas ondeaban al viento como estandartes deshilachados. Tras ellos dejaban una estela blanca de nieve arremolinada que levantaban los patines. Veness le gritó por encima del ruido y el campanilleo:
—¡Dejaremos que los caballos se desahoguen un poco, luego puedes tomar las riendas y veremos qué tal te desenvuelves!
Ella asintió con la cabeza y luego dijo:
—¡No creía que pudieran correr tan deprisa sobre la nieve!
—¡Sería otra historia si la nieve no estuviera helada y dura! Si estuviera más blanda, tendríamos que recurrir a los perros..., y en cuanto se inicie el deshielo será imposible ir a ningún sitio. —Volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa—. ¡Así que lo mejor será que aprovechemos mientras dure!
Índigo asintió de nuevo, y devolvió su atención al paisaje que los rodeaba y a la excitación que le producía esta nueva experiencia. El viento le azotaba el rostro y cantaba en sus oídos con un zumbido lastimero que se entremezclaba con la música de las campanillas de los arreos, y el paseo resultaba muy agradable a pesar de lo accidentado del terreno. Era casi como navegar, pensó, como navegar en un bote pequeño pero veloz con la marea a favor y viento de popa. Casi tenía la impresión de que si miraba hacia adelante no vería los traqueteantes lomos y erguidas orejas de los tres caballos sino una vela hinchada y agitada. Bajó los ojos hacia Grimya y vio que la loba tenía el hocico levantado en dirección al aire que golpeaba y echaba atrás su moteado pelaje.
«¿Feliz?», inquirió en silencio.
«¡Sí! ¡Soy muy feliz!», respondió la loba con la lengua afuera.
Llegaron al campamento de los leñadores en poco más de una hora, Índigo había tomado las riendas de la troika durante un rato para ver si podía conducirla. Manejar tres caballos enormes enjaezados en hilera era muy diferente de montar uno solo. Se sentía lejana y fuera de control, y en varias ocasiones el trineo se balanceó de manera alarmante cuando los caballos, poco seguros de sus instrucciones, perdían el paso. Pero no se produjo ningún accidente y, a pesar de que ella consideró que se debía más al sentido común de los caballos que a sus propios esfuerzos, Veness insistió en que poseía una aptitud natural, y predijo que no tardaría mucho en poder manejar ella sola el tiro.
Llevaban veinte minutos corriendo en paralelo al bosque que se encontraba ahora a menos de un kilómetro en dirección oeste; y Veness, que volvía a tener el control de la troika, lanzó un agudo silbido a los caballos y tiró de las riendas. El trineo viró hacia la derecha y, al tiempo que el terreno se volvía más empinado y su velocidad disminuía, Índigo vio un hilillo de humo azul que se elevaba entre los árboles. Se acercaron más y distinguió la masa de una cabaña de piedra allí donde se había talado un bosquecillo de coniferas. Había varias cabañas de madera alrededor de la de piedra y, desperdigados algo más allá, los desperdicios habituales que indicaban la presencia de seres humanos. Se veían figuras en movimiento; alguien descubrió la troika y un grito atravesó débilmente el terreno helado hasta ellos. Al cabo de dos minutos se detenían en el campamento levantando una gran cortina de nieve.
Había diez leñadores en el campamento. La cabaña de piedra, como Veness le explicó durante el trayecto, había sido su hogar temporal desde hacía ya más de un mes, mientras llevaban a cabo la acostumbrada limpieza otoñal del bosque, retiraban árboles muertos o enfermos, plantaban nuevos, limpiaban las zonas de matorrales y, algo de vital importancia, cortaban la leña que alimentaría los fuegos de los hogares de todas las propiedades de los Bray mientras durara el frío. El inesperado inicio del invierno había convertido su tarea en una labor apremiante; ahora trabajaban contra reloj para completar la tala antes de que nuevas ventiscas los obligaran a suspender el trabajo.