«Grimya...»
Estupefacta pero a la vez luchando por mantener la calma, intentó transmitir tranquilidad a la loba; pero el intento llegó demasiado tarde. Grimya perdió los nervios y, con un gañido, giró sobre sus patas y salió corriendo, las orejas pegadas a la cabeza. Atravesó el claro como una exhalación y se perdió entre los árboles, en dirección al campamento. Contagiada por su terror, una parte de la mente de Índigo le aulló que la siguiera, que huyera, que saliera corriendo; pero otra parte de ella, más fuerte, la instó a mantenerse firme y aguardar. Por encima de todo, aguardar.
El tigre no se había movido. Ahora podía verlo con más claridad, a pesar de que su camuflaje entre el juego de sombra y luz del bosque era soberbio. Agitaba la cola y su aliento se condensaba en el aire frío en forma de vapor, pero aparte de estas pequeñas señales de vida se lo habría podido tomar por una estatua. Entonces, sin advertencia previa, percibió que algo penetraba en su mente: una cálida energía animal, aquella misma sensación de inteligencia preternatural que ya había experimentado en una ocasión, pero esta vez de forma más acentuada, como si el enorme felino intentara comunicarse con ella, Índigo se esforzó por aminorar su rápida respiración, intentó adaptar su mente a las curiosas e inquietantes sensaciones que se agolpaban en ella. Pero no sabía cómo hacerlo; sus poderes telepáticos eran demasiado limitados y la conciencia del tigre demasiado distinta. No podía comprender.
De pronto el tigre alzó la cabeza con un movimiento brusco, al tiempo que echaba las orejas hacia atrás, y el tenue lazo de unión entre ellos se rompió. Sorprendida, Índigo se tambaleó, dando un traspié para recuperar el equilibrio y, mientras lo hacía, el tigre se dio la vuelta con ondulante elegancia y se alejó entre los árboles.
—¡No! —Sus brazos se agitaron en el aire e hizo intención de avanzar—. ¡No, espera! ¡Por favor!
El animal hizo caso omiso. La vegetación se agitó, y las sombras se tragaron la rayada figura. Desesperada, Índigo empezó a avanzar pesadamente por la nieve, intentando correr. ¡No podía dejar que se fuera, ahora, después de eso! Había querido comunicarse con ella; no podía dejar que se le escapara de nuevo...
—¡Espera! —Un montón de nieve que los ecos de su grito habían perturbado resbaló de una rama al lanzarse al interior del bosque y le cayó encima empapándola de gélida humedad—. ¡Regresa!
¡Por favor, regresa! —El sentido común le dijo que el felino no la entendería, pero siguió suplicando, persiguiéndolo tambaleante mientras éste la dejaba atrás sin hacer el menor ruido.
Había otro claro más adelante. Por un instante la figura del tigre apareció con toda nitidez ante ella, iluminada por la luz del sol que se filtraba entre las copas de los árboles, Índigo aspiró con fuerza al distinguir otra figura que se escabullía en medio de los árboles al otro lado para ir a reunirse con el animal. Sólo percibió una brevísima impresión, pero fue suficiente para fijar la imagen de forma indeleble en su mente. Una figura humana, envuelta en cuero y pieles. Escuchó un sonido, un ronroneo gutural, el saludo de un tigre. Luego, en su precipitación, fue a dar contra una rama baja y, cuando consiguió apartarla y quitarse la nieve del rostro, ambos seres habían desaparecido.
Índigo penetró en el claro y se detuvo, mirando frenéticamente a su alrededor. Los árboles y los matorrales estaban inmóviles; el bosque totalmente en silencio. Igual que si fueran fantasmas, el tigre de las nieves y su misterioso acompañante se habían desvanecido.
Como fantasmas..., pero el tigre era real. Era de carne y hueso, estaba vivo, respiraba, poseía conciencia. No lo había soñado ni imaginado. Había ido hasta ella y había intentado comunicarse, y al verla incapaz de comprender, dio media vuelta y se metió otra vez en el bosque. Pero ¿por qué no esperó? ¿Por qué no lo intentó otra vez?
Privada de una respuesta que tuviera algún sentido, Índigo apretó los nudillos contra los ojos y sacudió la cabeza con fiereza. Un tigre de las nieves, que tenía un compañero humano; que la buscaba, pero que sin embargo temía o no quería quedarse cerca más que algunos instantes. No tenía sentido. No había un modelo, un lazo de unión, nada a partir de lo cual ella pudiera encajar aunque fuera una pequeña parte de las piezas del rompecabezas.
El trino de un ave a lo lejos le hizo dar un brinco, y se preguntó con un atisbo de esperanza si no se debería al paso denigre. Pero no se oyó ningún otro ruido y, finalmente, Índigo tuvo que admitir que seguir allí no servía de nada. Pobre Grimya..., sin duda debía de estar ya en el campamento, y sin duda acosada por la vergüenza, la culpabilidad y la preocupación. Quizás habría alertado a los leñadores obligándolos a ir en su busca, de modo que lo mejor era regresar, antes de que el campamento se alborotara.
Se dio la vuelta de mala gana y se dispuso a abandonar el claro, deteniéndose a cada paso toda vez que su enfebrecida imaginación creía captar algún leve sonido que pudiera haber sido causado por la presencia del tigre. Pero no había nada. Ni siquiera el vaho de una respiración o el eco de un ronroneo. Y por fin, obligándose a aceptar que no encontraría más rastros de la criatura, Índigo se volvió, sombría, en dirección al campamento, y abandonó el claro al silencio y la soledad.
CAPÍTULO 7
—¿Lo viste? —Los ojos de Veness estaban llenos de asombro.
Índigo asintió, extendiendo el brazo para acariciar la cabeza de Grimya, mientras la loba se apretaba contra su pierna.
—Estaba a tres metros de mí, no más.
Y en silencio añadió para Grimya:
«Todo está bien, querida, todo está bien. Deja de inquietarte... ¡No hay motivo alguno para que te avergüences!»
—Bendita sea la tierra. —Veness se dio la vuelta, avanzó unos pasos, luego se detuvo. Estaba muy alterado, pero Índigo estaba demasiado ensimismada en sus esfuerzos por calmar a Grimya para darse cuenta de su estado. Por fin regresó para colocarse frente a ella—. ¿Intentaste dispararle? — inquirió.
—¿Qué? —Índigo levantó los ojos bruscamente.
—Tenías la ballesta... ¿Intentaste disparar contra el tigre?
—¡No! —Estaba anonadada—. ¡Claro que no! ¡No podía matar a una criatura tan hermosa! Además —añadió con una sombra de rencor—, tengo una deuda con él.
Veness enrojeció.
—Sí..., sí; claro. —Luego suspiró y meneó la cabeza—. Lo siento, Índigo. Tienes razón. No tenemos ningún motivo para hacer daño al tigre de las nieves. Aunque lo tuviéramos, no sé si un arma corriente podría lograrlo.
—¿Qué quieres decir? —El enigmático comentario despertó su atención en otro sentido, y advirtió un agudo e incómodo estremecimiento.
—Oh, nada. —Era evidente que Veness lamentaba su indiscreción—. No me prestes atención. Sólo era una especulación ociosa.
No le estaba diciendo la verdad. Había más en todo aquello; sus ojos lo traicionaban. Y de repente a Índigo le dio la impresión de que unos cuantos hilos inconexos empezaban a unirse.
—Veness, dime a qué te refieres —lo apremió—. Algo se está tramando..., los dos lo sabemos, así que de nada sirve fingir lo contrario. Tienes miedo del tigre. Lo veo en tu rostro, y es algo más que un temor racional. Por favor, dime por qué.
No tenía ningún derecho a interrogarlo, lo sabía, y supuso que él se la sacaría de encima con algún comentario desagradable. Pero no lo hizo. En lugar de ello, dudó durante un largo y tenso momento para luego decir:
—Muy bien. Si quieres saberlo, te lo contaré. O más bien, te lo mostraré. —Giró sobre sus talones y gritó a un grupo de leñadores que aguardaban a poca distancia, observando su conversación—. ¡Es hora de que regresemos! ¡Empecemos a cargar esos troncos!