La turbación se disipó en la atmósfera atareada y rutinaria de la casa y, tras una bien recibida taza de la infusión de Livian, Índigo se dirigió a su habitación para lavarse y cambiarse de ropa. Carlaze, que la había ayudado a subir un barreño de agua caliente, se quedó mientras se preparaba para la noche, ofreciéndose a cepillarle los cabellos, que a pesar de la práctica trenza que llevaba se habían enredado de mala manera. Charlaron de cosas intrascendentes durante un rato, luego Carlaze preguntó:
—¿Te gustó la lección de conducir?
—Una barbaridad... ¡aunque no creo que sea una alumna muy aventajada!
—Oí que Veness le contaba a Reif que prometías mucho, y él debe saberlo.
—Lo más probable es que se limitase a ser amable.
—Oh, yo creo que lo decía en serio. —Se produjo un silencio, luego Carlaze siguió—: ¿Te gusta Veness?
Índigo volvió la cabeza para mirar a la muchacha rubia. Carlaze sonreía, y en sus ojos había un destello de picardía.
—Lo siento —dijo Carlaze—. Fue una impertinencia. Pero... Bueno, me he dado cuenta de que a Veness le caes muy bien. Nos sucede a todos, claro, pero él... —Mordisqueó su labio inferior—. Sé que no soy yo quien debería decirlo, pero Veness es nuestro primo, y el amigo más querido de Kinter... Lo apreciamos mucho. Las cosas no han sido fáciles desde que el conde Bray se puso enfermo; Veness ha tenido que cargar con un exceso de responsabilidades y ha disfrutado poco de la vida últimamente. Me gustaría pensar que puede encontrar algo (o alguien) que anime su existencia.
Índigo no supo qué decir. Carlaze había sido franca hasta la candidez. Y estaba claro que deseaba que Índigo confirmara sus esperanzas. Desvió de nuevo la mirada, para luego clavarla en sus manos.
—Eres muy amable, Carlaze —repuso despacio—. Y sí, me gusta Veness. Pero no quiero que tú, ni nadie, piense que hay entre nosotros más que simpatía. —Sus dedos se cerraron con fuerza—. En especial, no quiero que lo piense Veness.
—Desde luego. —Carlaze tiró de un nudo rebelde, disculpándose al hacer Índigo una mueca—. Lo siento... Ahora, ya está. Perdóname, Índigo. No era mi intención que creyeras que estaba haciendo de casamentera. Simplemente quería..., bueno, supongo que quería asegurarme de que estabas dispuesta a ser amiga de Veness; nada más que eso. Me temo que lo he expresado de un modo un poco torpe. No debiera haber hablado.
Índigo le sonrió.
—Me alegro de que lo hicieses.
—Gracias. —Carlaze depositó el peine sobre la mesa y se echó hacia atrás—. Realmente creo que ése fue el último de los nudos. Tienes unos cabellos maravillosos, Índigo. Ojalá los míos fueran igual de largos.
—¿No lo son? —Índigo sólo había visto a Carlaze con trenzas arrolladas alrededor de la cabeza.
Carlaze se echó a reír.
—¡No, con gran pesar por mi parte! Cuando los suelto, apenas si me llegan más abajo de los hombros. —La risa se transformó en una mueca—. Cuando tenía quince años, se me metió la idea en la cabeza que quería ser igual que cualquier hombre, de modo que una noche me llevé a escondidas un cuchillo a mi dormitorio y, a la mañana siguiente, bajé a desayunar esquilada como una oveja. Mis padres se quedaron horrorizados... y yo lo he lamentado desde entonces. De todas formas, un día de éstos acabará de crecer del todo. Cuando llegue ese momento, ¡prometo que te haré la competencia!
Permanecieron en amistoso silencio algunos minutos. Carlaze atizó el fuego, haciendo que un surtidor de chispas se elevara por el hueco de la chimenea. Por fin Índigo volvió a hablar.
—Carlaze... —No estaba muy segura de que su pregunta fuese sensata, ni de si tenía derecho a hacerla, pero la curiosidad la abrasaba y, de todos los miembros de la familia Bray, Carlaze parecía la que con más probabilidad le daría una respuesta sincera—. ¿Qué aflige al conde Bray?
Carlaze dejó de hurgar en los leños. Puso el atizador de nuevo en su soporte, se enderezó y suspiró:
—Si he de ser franca, Índigo, no lo sabemos. No es una enfermedad en el sentido normal de la palabra. Es más bien una... enfermedad mental.
Hubo un largo silencio. Luego Índigo inquirió:
—¿Quieres decir que está loco?
—No, no es eso. —Carlaze la miró; sus ojos verdes expresaban preocupación—. No sé cómo describírtelo. Hacemos lo que podemos por él, pero su enfermedad es algo que está fuera del alcance de ningún médico. Verás, él... —Y se interrumpió cuando el picaporte de la puerta chasqueó y Rimmi penetró en la habitación.
—¡Ah, estabais aquí! —Rimmi paseó la mirada con avidez por la habitación, como si le pareciera que se había perdido alguna diversión secreta y de gran importancia—. Carlaze, madre dice que la cena estará lista en media hora y necesita que la ayudemos.
—Ahora bajaré. —La irritación centelló en los ojos de Carlaze cuando éstos se posaron sobre su hermana política—. No fastidies, Rimmi, estaba ocupada aquí con Índigo.
—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó Rimmi.
—No, no lo hay. —Carlaze la condujo hasta la puerta—. Regresa abajo. Me reuniré contigo en un minuto.
Rimmi dejó de mala gana que la sacaran de la habitación y Carlaze se volvió hacia Índigo encogiéndose de hombros con gesto de impotencia.
—Lo siento. Debo ayudar a Livian, y no quiero decir nada más mientras Rimmi pueda estar escuchando. Tiene tan poco tacto...; podría fácilmente decir algo fuera de lugar a Veness o a Kinter. —Vaciló—. Quizá tengamos posibilidad de hablar más tarde. Me gustaría. Hay muchas cosas que no sabes, y... resultaría un alivio para mí poder hablar libremente con alguien sin tener la impresión de herir susceptibilidades.
—Claro —asintió Índigo—. Más tarde, pues.
—Sí; te veré abajo.
Cuando Carlaze se hubo marchado, Grimya levantó la cabeza de la alfombra donde estaba tumbada.
«Parece muy preocupada», dijo.
«Lo sé.» Índigo miró hacia la puerta cerrada, sintiendo una leve sensación de nerviosismo. «Es
una nueva hebra en el tapiz, Grimya. Y me parece que Carlaze estará más dispuesta que Veness a contarme toda la historia.»
La cena empezó sin incidentes. Veness, Reif y Kinter tenían que intercambiar noticias: asuntos rutinarios de la finca que los mantuvieron ocupados mientras Livian, que presidía la mesa, servía un caldo caliente para luego traer un asado de cordero y una enorme bandeja de verduras. La conversación se interrumpió mientras Veness se ponía en pie para cortar la carne. De repente la puerta de la sala se abrió. Kinter, sorprendido en el acto de pasar los platos, volvió la cabeza y se detuvo en seco. Otras cabezas se volvieron y el silencio se adueñó de la habitación.
Un hombretón grandote como un oso apareció de pie en el umbral. Sus cabellos canosos estaban despeinados, como si acabara de despertarse, y parecía que no se hubiera cambiado de ropa en un mes por lo menos. Se balanceó sobre las puntas de los pies, agarrándose al marco de la puerta para no perder el equilibrio. Los ojos grises que recorrían la habitación expresaban extravío y desesperación.
Reif se puso en pie de un salto, mascullando un juramento, Brws palideció, y Carlaze exclamó en voz baja: