—¡Oh, por la Diosa...!
Veness, que estaba de espaldas a la puerta, giró muy despacio como si supiera, antes de que sus ojos se lo confirmaran, lo que vería. Su mirada se encontró con la del hombretón, y entonces Índigo pudo ver el parecido que existía entre ambos. En ese momento, Veness dijo:
—Padre...
El conde Bray avanzó despacio pero con decisión al interior de la habitación. Sus ojos se clavaron en las personas inmóviles sentadas a la mesa, observando sus rostros uno a uno, y sus labios se movieron pronunciando nombres, contándolos. Llegó por fin a Índigo y se detuvo.
—¿Moia? —Alzó una mano, como si fuera a tocarla, pero interrumpió el gesto bruscamente—. No. —Su voz, que de haber sido normal habría sonado como la de un potente barítono, tembló con indefinible emoción—. No; no te conozco, mujer. ¿Quién eres?
Índigo no sabía qué contestarle. El hombre dio un traspiés hacia adelante, sin dejar de mirarla fijamente, y ella vio que, en medio de su locura, sus ojos expresaban dolor y aflicción.
—¿Quién eres? —exigió él de nuevo—. ¡Dime tu nombre! ¡Y por la Madre, dime qué noticias traes de mi mujer!
CAPÍTULO 8
—Padre, siéntate aquí.
La voz de Veness era tranquila y persuasiva. Tenía una mano bajo el brazo del conde e intentaba con suavidad apartarlo de Índigo y conducirlo a un asiento vacío ante la mesa. Livian se apresuró a ayudarlo; al principio pareció que el conde Bray fuera a someterse a su ayuda sin protestar; pero cuando le apartaron la silla para que pudiera sentarse, se detuvo de improviso y volvió a mirar a Índigo.
—Alguna noticia —dijo lastimero—. Debes tener alguna noticia...
—Padre, siéntate. Esta dama es Índigo, nuestra invitada. No te trae ninguna noticia, no sabe nada de Moia. —Veness dirigió una mirada a su hermano—. Reif, corta un poco de carne para nuestro padre, y sírvele verdura.
El tono imperioso de su voz parecía desafiar a cualquiera que pensara contradecirlo. Reif asintió con gesto seco y se dispuso a obedecer. Pero el conde Bray se negó a permitir que Veness y Livian lo condujeran a su asiento. Soltó el brazo de la mano de Veness y, antes de que nadie pudiera detenerlo, avanzó a grandes zancadas hacia la chimenea. A dos pasos de ella se detuvo y levantó la vista. Sus ojos, advirtió Índigo con inquietud, estaban intensamente fijos en el escudo y el hacha deslustrados que colgaban sobre la repisa.
—La encontraré. —Las palabras surgieron chirriantes de su garganta, como hierro oxidado—. La traeré de vuelta, ¡la traeré de vuelta!
Livian corrió a su lado.
—Ven ahora, hermano —suplicó—. No conseguirás más que alterarte sin lograr nada bueno. Ven aquí, siéntate y come con nosotros. —Tiró de su brazo pero él siguió sin querer moverse.
Alrededor de la mesa todo era consternación: Carlaze y Kinter estaban ya de pie, pero impotentes; Rimmi había apretado con fuerza los puños frente a su enrojecido rostro y se los contemplaba como si de ello dependiera su vida; Brws no podía más que permanecer allí sentado, rígido de miedo, vergüenza y confusión, Índigo siguió observando al conde mientras una violenta mezcla de emociones se agitaba en su mente. Las palabras de su desesperada súplica la habían aturdido, y la imagen de sus ojos —angustiados, anhelantes— le ardía en la memoria. Quería hacer un centenar de preguntas pero no se atrevía a pronunciar una palabra.
—Padre, por favor. —Veness tomó de nuevo el brazo del conde, y esta vez Kinter fue a ayudarles a Livian y a él—. No tienes ni que pensar en ello. Haz lo que dice tía Livian. Ahora ven y siéntate.
La mandíbula del conde Bray se abrió y cerró espasmódicamente.
—Quiero...
—¡Hermano, haz caso de Veness! Él sabe lo que sufres. Lo comprende, todos lo comprendemos. ¡Pero esto no solucionará nada!
Livian zarandeó el brazo que sujetaba, y por fin sus ruegos parecieron hacer mella. El conde volvió la cabeza y parpadeó aturdido, Índigo vio que había lágrimas en sus ojos. De repente pareció volver a darse cuenta de la presencia de la muchacha y, por segunda vez, sus ojos se clavaron en ella con ávida desesperación.
—¿De dónde vienes? —inquirió.
Índigo no estaba segura de si sería sensato contestarle directamente, pero no podía ignorarlo ni
fingir no haberlo oído.
—Del sur, señor —dijo amablemente—. De Mull Barya.
—Mull Barya... ¿Y no has oído nada? ¿No has sabido nada de ella?
—Lo siento... —Índigo miró impotente a Livian y a Veness—. No comprendo.
—Hermano, Índigo no puede ayudarte —dijo Livian lisonjera—. Lo haría si pudiera, pero no hay nada que pueda decirte. No tiene noticias. No hay noticias.
—Creo que deberíamos convencerlo para que regresara arriba, Veness —dijo Kinter en voz baja—. No se calmará si permanece aquí. Sería lo mejor.
Veness vaciló un instante, luego asintió con la cabeza. El conde ya no hizo ningún intento de resistirse cuando Livian y los dos hombres empezaron a conducirlo hacia la puerta. En una ocasión, al llegar al umbral, se detuvo y volvió a mirar a Índigo, escudriñando su rostro como si quisiera memorizarlo. Luego, escoltado por los otros tres, salió de la habitación arrastrando los pies. Carlaze, de forma espontánea y con expresión reconcentrada, amontonó comida en un plato y salió apresuradamente en pos del pequeño grupo. Cuando se hubo marchado, la silenciosa tensión del comedor se volvió asfixiante.
Brws fue el primero en romperla.
—Ha vuelto a beber, Reif.
Reif le dirigió una mirada fulminante.
—Si no se te ocurre nada más inteligente que decir, lo mejor es que te calles. —Brws se encogió en su silla, y Reif miró a Índigo—. Lo mejor es que te sientes. —Dio la vuelta a la mesa, tomó el cuchillo de trinchar y empezó a atacar el cordero como si se tratara de su peor enemigo.
Rimmi había cerrado los ojos y parecía rezar para sí en silencio, Índigo se dejó caer en su silla, consciente de que cualquier cosa que dijera en aquel momento sólo empeoraría las cosas. Deseó que Grimya estuviera allí, pero esa noche Grimya había dicho que prefería no estar en el comedor con los humanos; estaba en algún lugar de los patios bajo el pretexto de explorar y cazar ratas aunque Índigo sabía que en realidad no quería más que estar sola un rato.
En la tensa y desagradable atmósfera, dio las gracias con un gesto de cabeza cuando Reif colocó frente a ella un plato de carne, y, a pesar de no querer comer, se sirvió con educados ademanes verduras de la fuente. Reif sirvió a Rimmi, quien se limitó a levantar los ojos hacia él con expresión desdichada. Estaba cortando carne para Brws cuando sonaron pasos rápidos afuera y Carlaze volvió a entrar en la habitación.
Reif la miró ceñudo.
—Vuelve a estar en su habitación —anunció ésta—. Livian se ocupa de él y los otros bajarán dentro de un instante. —Avanzó hacia la mesa—. Deja que yo haga eso, Reif. Sírvele a Índigo más cerveza. —Sus ojos se encontraron con los de Índigo, advirtiéndole con una ligera mirada de soslayo que no dijera nada, y siguió trinchando la carne mientras Reif tomaba la jarra de cerveza.
Veness y Kinter bajaron al cabo de un momento. Kinter se detuvo para posar su mano en el hombro de Carlaze y darle un rápido beso en los cabellos; luego regresó a su sitio en la mesa. También Veness se habría sentado pero Reif se lo impidió:
—Veness, esto no puede continuar. —Su voz estaba cargada de frustración y enfado reprimidos.
Veness echó hacia atrás su silla con un chirrido que rechinó en los oídos de Índigo.
—No quiero discutirlo, Reif.
—¡Pues yo sí, maldita sea! No puede seguir así; nosotros no podemos seguir así! Qué vamos a hacer, eso es lo que me he estado preguntando desde que sucedió... y aún no hemos encontrado la respuesta, ¿no es así?