Выбрать главу

Veness se volvió furioso, para mirarlo.

—¡He dicho que no quiero discutirlo! ¡No aquí ni ahora!

Reif soltó un bufido.

—¡Al final tendrás que hacerlo, te guste o no! Y te diré más: no conseguiremos nada intentando disimular y fingiendo que no sucede nada... Si quieres mi opinión, creo que deberíamos terminar con esta farsa; ¡deja que nuestro padre haga lo que quiere hacer, y acabemos de una vez! ¡Y si mata a toda esa condenada gente, se lo merecen!

Se produjo un instante de horrorizado silencio. Incluso Rimmi había levantado la cabeza con gesto brusco, y todos contemplaban a Reif disgustados.

Veness entrecerró los ojos hasta convertirlos en enfurecidas rendijas.

—Reif. —Con enorme esfuerzo contenía su indignación, pero Índigo pocas veces había percibido una furia tan intensa oculta tras una sola palabra—. No quiero oír nada más. No sabes lo que dices... ¡Cállate, y no te atrevas, no te atrevas nunca más, a decir algo así en mi presencia! ¿Entendido?

Los dos hermanos se miraron fijamente; Reif desafiante, Veness ultrajado, ambos a punto de estallar. Entonces Reif perdió los estribos. Levantó su plato y con un gesto de ciega frustración lo arrojó lleno como estaba contra el suelo, antes de abandonar la habitación a grandes zancadas y cerrar la puerta con un portazo que hizo que todos los platos repiquetearan.

Nadie se movió durante un minuto que a Índigo le pareció una hora. Luego Carlaze aspiró con fuerza y se levantó de la silla. Con el rostro inexpresivo, dio la vuelta a la mesa hasta llegar junto al revoltijo de comida y loza rota, y se inclinó para limpiarlo.

—Déjalo, Carlaze. —La voz de Veness hendió el silencio; parecía poseído de una calma glacial—. No hay razón para que seas la criada de mi hermano. Reif puede limpiarlo cuando recupere el juicio.

Carlaze vaciló, luego continuó decidida su tarea.

—Es mejor no dejarlo ahí —repuso con calma—. Sólo tardaré un momento. —Amontonó los restos en otro plato. Rimmi se puso en pie.

—Yo lo llevaré a la cocina, Carlaze.

Había un tono de súplica en su voz; Carlaze asintió y le entregó el plato. Rimmi abandonó la habitación. Desde el pasillo llegó un sonido discordante y gutural que podría haber sido un sollozo.

Veness se aferró con fuerza al respaldo de su silla, contempló cómo la sangre desaparecía de sus nudillos por un momento, luego pareció obligarse a hablar.

—Pido disculpas por el comportamiento de Reif —dijo despacio—. Y por el mío. Y en especial —hizo un esfuerzo y sus ojos se encontraron con los de Índigo— a ti, Índigo. Lo siento: no es cortés ni civilizado exponer a un invitado a un incidente de esta naturaleza. No volverá a suceder, me aseguraré de que así sea. Y ahora, sugiero que comamos esta excelente comida y consideremos el tema zanjado.

El rostro de Livian, que había entrado en la habitación durante el incidente, expresaba preocupación.

—Veness, no crees que...

—El tema está zanjado.

Su tono no daba lugar para seguir la discusión. Rimmi regresó con el rostro húmedo y el aspecto de habérselo restregado. Todos hicieron lo que pudieron por continuar con la cena como si nada hubiera sucedido. Pero la noche se había estropeado. Habían perdido el apetito después del incidente con el conde Bray y el subsiguiente arrebato de Reif, y las conversaciones se volvieron envaradas y ceremoniosas. Casi toda la comida regresó a la cocina sin ser probada, y sólo se dio buena cuenta de la cerveza para distraer el estado de ánimo reinante. Rimmi se emborrachó a sus anchas, y esta vez Livian no hizo el menor intento por impedirlo. Kinter y Carlaze se dedicaron a hablar entre ellos en voz baja, buscando consuelo el uno en el otro, y Brws realizó un valiente intento de conversar con Índigo sobre la cría de caballos.

Por fin, con gran alivio de todos, Rimmi facilitó una excusa para dar por terminada la cena al doblarse hacia adelante sobre la mesa y anunciar que se había mareado. Livian se la llevó escaleras arriba de inmediato, regañándola y consolándola alternativamente, y como si obedecieran una señal tácita, los otros se levantaron también de la mesa. Kinter se tambaleaba un tanto, y, mientras Índigo ayudaba a Carlaze a llevar los restos de la cena a la cocina, la muchacha rubia volvió la mirada preocupada y le dijo a media voz:

—Lo siento, Índigo, no creo que podamos hablar esta noche. Kinter ha bebido un poco de cerveza de más. Tengo que irme con él y ocuparme de que se meta en la cama, y... —le dedicó una sonrisa cómplice y a la vez confidencial—, probablemente querrá que me quede con él. Además, esto nos ha alterado a todos. Presumo que no es el mejor momento para ser racional.

Índigo asintió en silencio. También ella estaba algo achispada; la cerveza era fuerte, y no recordaba cuántas veces le habían llenado la jarra.

—No importa, Carlaze. —¿No articulaba con cierta dificultad? No estaba muy segura—. Tienes razón, no es un buen momento.

Carlaze bostezó.

—No voy a lavar esto ahora. Ya lo haré por la mañana. —Depositó los últimos platos, luego vaciló y miró a Índigo por encima del hombro—. Quizá deberías pedir a Veness que te contara qué se oculta tras lo sucedido esta noche. Puede que tenga necesidad de hablar. Buenas noches, Índigo. Y esperemos que el sol ilumine mañana un día más agradable.

Índigo meditó sobre lo último que le había dicho Carlaze mientras subía las escaleras y recorría el descansillo en dirección a su habitación. No pensaba seguir el consejo de la muchacha. La cerveza había revuelto demasiado su mente, y los incidentes acaecidos durante el día parecían combinarse para acabar de enmarañarlo todo, de tal forma que le era imposible separar unas cosas de otras y considerar sus sentimientos con claridad. Si tenía que hablar con alguien, quería que ese alguien fuera Grimya, sólo Grimya podía proporcionar alguna claridad a su confusión. Apresuró sus pasos por el pasillo, ansiosa por encontrar a la loba.

Había una pizca de luz en su habitación, procedente de los rescoldos del fuego y de la lámpara que había dejado ardiendo con poca intensidad. Bajo el tenue resplandor vio que Grimya estaba allí, pero profundamente dormida. Se detuvo desilusionada en el umbral. No sería justo despertar a la loba, y sin embargo Índigo sabía que resultaría inútil meterse en la cama e intentar seguir el ejemplo de Grimya. Estaba demasiado inquieta, y sus confusas ideas no la dejarían tranquila; casi deseó haber bebido más de la cuenta. Unas cuantas jarras de cerveza podrían haber embotado su mente hasta situarla fuera del alcance de la especulación insustancial en lugar de dejar que un torbellino de ideas, desordenadas pero ineludibles, le siguieran rondando por la cabeza.

Grimya lanzó un suave ronquido y agitó una pata en sueños. Sin hacer ruido, Índigo retrocedió hasta el descansillo y cerró la puerta. En la cocina había un gran jarro de cerveza sin tocar. Una copa o dos más tal vez la ayudaran a conciliar el sueño, y, si por la mañana tenía dolor de cabeza, no sería un precio muy caro de pagar a cambio del descanso nocturno.

Ahora conocía ya la casa lo suficiente para no necesitar luz mientras se deslizaba de nuevo escaleras abajo, intentado evitar aquellas tablas chirriantes que podían despertar a los demás. Llegó al vestíbulo y desde allí siguió el estrecho pasillo que conducía a la cocina. La luna brillaba con fuerza esa noche, y su luz se filtraba entre las rendijas de los postigos de la vieja cocina, formando delgados y espectrales dibujos que le permitían ver el camino hasta el aparador donde se guardaba la cerveza sacada de los barriles del sótano. Pero no encontró ningún jarro, Índigo suspiró y cerró la puerta del aparador; estaba demasiado cansada y alicaída para bajar al sótano y sacar más cerveza de los barriles: la idea había sido un antojo y lo mejor sería que regresara a la cama e intentara dormir sin la ayuda del alcohol.