—Me siento mucho mejor, Grimya. ¡Y contenta de estar completamente limpia por primera vez en muchos meses!
Se sentó junto a la loba, frotándole el espeso pelaje del cuello. Era un alivio poderse comunicar por fin libremente con su amiga; la telepatía que compartían, y la mutación que permitía a Grimya comprender y hablar las lenguas de los humanos, era un secreto que había costado mucho guardar durante el largo e incómodo viaje, y las dos agradecían haberse podido liberar por fin de aquella coacción.
Las mandíbulas de Grimya se abrieron en una demostración de placer.
—Me gus...ta el mar —dijo con su voz gutural y entrecortada—. Pero es agradab...le estar de nuevo en tierra fir...me. Y hace frrrío aquí; no como los días y noches que pasamos en el estrecho de las Fauces de la Serpiente. El aire huele a limpio. Cre... creo que me gus...tará estar en este país.
Los músculos del rostro de Índigo se crisparon, pero sólo por un instante, antes de que el reflejo que había inculcado con decisión en su mente viniera en su rescate y la obligara a relajarse de nuevo. No debía pensar en las terribles asociaciones que la isla-continente de El Reducto tenían para ella. Al llegar a las costas del enorme continente occidental, le resultó imposible hacerse a la idea de que debía seguir hacia el norte. No quería ir allí. Temía los dolorosos recuerdos y las emociones que el lugar resucitaría, y aceptó cualquier trabajo que pudo encontrar en los muelles y los botes locales de pesca, para poder comer Grimya y ella y no tener que seguir adelante. Fue aplazando así durante dos años el viaje antes de enfrentarse al hecho de que, quisiera o no, debía superar su cobardía y hacerse a la mar. Una vez que la decisión estuvo por fin tomada resolvió ignorar sus temores y mirar al futuro con, al menos, cierto grado de estoicidad. Hasta ahora lo había conseguido, y no era ése el momento de dejarse desmoralizar. «Aparta semejantes pensamientos», se dijo. Para ella ése era un país nuevo, y los vínculos que tuviera de forma indirecta con él en otra ocasión habían quedado enterrados cuarenta años atrás.
Grimya volvió a hablar, esta vez en tono lastimero.
—Tengo ham... hambre. —Inclinó la cabeza hacia el suelo—. ¿Cuándo com...irnos por última
vez?
Índigo se sacudió las preocupaciones y su mente regresó al presente. Su última comida la hicieron a primeras horas de aquella mañana y de forma precipitada; un inesperado viento de popa empujó a La Flecha del Norte hasta el atestado puerto de Mull Barya con varias horas de antelación sobre lo calculado, y en las prisas por preparar el barco para el atraque no hubo tiempo de pensar en nada más.
—Lo siento, cariño —repuso con una sonrisa—. Bajaremos a ver qué te puede ofrecer la cocina de este lugar.
—Extendió la mano hacia el pequeño tocador y tomó una tablilla que la camarera le había traído poco antes. En ella estaban anotados los platos que el hostal serviría a sus huéspedes aquella noche; le impresionó la oferta—. Habrá un buen surtido de carnes —añadió.
—Preferiría ir de ca...za —observó Grimya—. Pero no creo que eso fue... fuera sssensato aquí.
—No. Pero no te inquietes; será diferente cuando abandonemos Mull Barya y nos dirijamos hacia el norte a tierras deshabitadas.
—¿Cu... cuándo crees que será eso?
—No lo sé. Dentro de dos días; quizá tres. No quiero retrasarlo, pero debemos asegurarnos de que estamos bien pertrechadas y aprovisionadas. —Miró en dirección a la ventana—. El invierno llega adelantado este año, según dicen. Los vientos del norte ya han empezado a soplar.
—Sssí; mi nariz me dice que pronto ne...vará. Sería prudente llegar a nuestro des...tino antes de que empiecen las nevadas más fuertes. —Parpadeó—. Sea cual sea nuestrrrro des...tino.
Índigo se giró hacia el lugar donde dejara las ropas. Entre ellas había una vieja bolsita de cuero sujeta a una tira también de cuero en forma de lazo. Abrió la bolsita y la colocó boca abajo sobre la palma de la mano. De ella cayó un pequeño guijarro, de superficie lisa y forma curiosamente simétrica, pero aparte de eso, a primera vista, no tenía nada de extraordinario, Índigo lo sostuvo en alto, se concentró por un momento y un diminuto punto de luz dorada apareció en el interior de la piedra. Durante un instante parpadeó justo en el centro, luego con un único pero decidido movimiento se trasladó a un lado y se mantuvo fijo en el extremo del guijarro.
—Sigue indicando hacia el norte, —Índigo mostró la piedra-imán a Grimya—. Así pues, no vamos a encontrar nuestro objetivo en Mull Barya.
Devolvió el guijarro al interior de la bolsa y se la colgó al cuello, sintiendo que la piedra se instalaba en el lugar acostumbrado entre sus pechos. Durante años de vagabundeo había demostrado ser una guía infalible, pero la muchacha notó por un momento una punzada de inquietud mientras se preguntaba cuánto más allá tendrían que viajar antes de que la piedra-imán les informara de que habían encontrado lo que buscaban. Igual que su propio hogar en el lejano sur, los inviernos aquí eran duros e impredecibles, y nadie con una pizca de seso se lanzaría alegremente en dirección a las regiones polares sabiendo que el tiempo empeoraría aún más. Había estudiado un mapa de El Reducto, y sabía que en el interior, lejos de las zonas costeras más densamente pobladas, los municipios y a veces incluso los poblados eran escasos y estaban muy apartados entre sí. Era un territorio extenso, y las distancias resultaban engañosas en la pequeñísima escala de un mapa. Podían quedarles aún tres semanas o un mes como máximo antes de que el clima hiciera la marcha adelante demasiado peligrosa; debía asegurarse de escoger una ruta que les permitiera esperar en algún pueblo o granja a que pasara el invierno si es que era necesario. El proyecto precisaba una cuidadosa planificación.
Un suave lloriqueo se escapó de la garganta de Grimya.
—¿Comeremos pronto? —inquirió, quejumbrosa.
—¿Qué? Oh..., perdóname, cariño; estaba en la luna. Debes de estar hambrienta. —Dio a sus cabellos una última y vigorosa fricción, y se puso en pie—. Deja que me ponga ropa limpia, y comeremos. Nuestros planes pueden esperar hasta mañana.
—De modo que vais hacia el norte... ¿no? —El hombre sonrió y sus ojos casi desaparecieron entre los pliegues de su rostro curtido por el viento.
Índigo le devolvió la sonrisa e, incapaz de recordar ningún nombre de los municipios de su mapa, disimuló.
—Sí, voy en esa dirección.
—Bien. —Estiró los pies en dirección al fuego que chisporroteaba en la enorme chimenea—. Como dije, lo mejor que podéis hacer es ir a Pitter para buscar todo lo que necesitéis. Durante los últimos veinte años le he comprado a él los caballos y avíos, y siempre me ha tratado bien. Y podéis decirle que yo os lo he dicho.
—Gracias, lo haré.
Índigo le había cogido simpatía a aquel desconocido, cuyo nombre, cuando se presentó, había sonado a algo parecido a «Rin» o «Reene»... Aunque la lengua de El Reducto era similar a la de las Islas Meridionales, la joven todavía tenía algunas dificultades con los dialectos locales. Sin la menor timidez ni preámbulo, el hombre se había acercado a la mesa a la que ella estaba sentada en el comedor del hostal preguntándole si podía acompañarla. No muy segura de sus motivos, la joven tuvo intención de rehusar cortésmente pero algo en sus francos modales la hizo vacilar. «Sin tonterías», había dicho el hombre con una sonrisa carente del menor rastro de artificio; «simplemente pensaba que sería más agradable para ambos disfrutar de la comida en mutua compañía que solos». Y así, pues, habían iniciado la conversación, y Rin o Reene pidió una jarra de vino de miel que le aseguró era el mejor que podía encontrarse en Mull Barya aunque costara la mitad que alguno de las otras cosechas.