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Permanecieron inmóviles, mirándose el uno al otro, sin atreverse a moverse no fuera que aquel momento de intimidad, que ninguno de los dos había buscado y que sin embargo de repente ambos ansiaban mantener, se quebrara y desapareciera. Por fin, muy despacio, con gran indecisión por su parte, Veness rompió el hiato. Posó una mano sobre el rostro de Índigo, echando hacia atrás sus cabellos. Luego volvió a detenerse. Ella sintió que su corazón latía de forma irregular y arrítmica; involuntariamente, sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor de los brazos de él, y de repente su boca se posó sobre la de ella, besándola con tal intensidad que un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Intentó por instinto echarse hacia atrás, pero Veness volvió a apretarla contra él con fuerza y se dio cuenta de que no quería resistirse, no quería negarle a él lo que también ella deseaba. Le parecía que cada uno de sus nervios estaba al rojo vivo; sentía su cuerpo recorrido por un hormigueo, un estremecimiento a la vez aterrador y glorioso. Sus dedos se enredaron en los cabellos de Veness, en sus ropas, en su piel mientras contestaba a su pasión con aquel anhelo desgarrador que se había obligado a reprimir durante tantos años. Cabellos negros y ojos grises, el contacto del cuerpo de un hombre entre sus brazos, su intensidad, su necesidad compartida, los recuerdos... El pasado y el presente se fusionaron, alimentados por su borrachera, confundidos en una sola imagen mientras sus manos seguían el contorno de su rostro y lo reconocían, lo reconocían; y cuando sus bocas se separaron la voz de Índigo jadeó: «¡Oh, Fenran...!».

El hechizo se rompió. No sabía si Veness había escuchado sus palabras apenas coherentes o si las había comprendido en el caso de haberlas escuchado; pero fue como si una sombra cruzara la estancia y los tocara con la fría mano de la razón. La mejilla de Veness estaba apretada contra la suya; sintió que aspiraba con fuerza. Luego él volvió la cabeza y la miró a los ojos. En ellos vio tristeza e incertidumbre. Veness giró la cabeza otra vez y apoyó la frente sobre su hombro.

—He bebido demasiado.

La trivialidad de sus palabras arrojó la tambaleante mente de Índigo algo más cerca de la racionalidad y, cuando el muchacho se rió un poco de su propia confesión, tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse ella también, sabedora de que si cedía al impulso, no podría controlarlo.

—¡Oh, por la Diosa! —Veness le oprimió los hombros—. Hemos bebido los dos demasiado, ¿no es así? Lo siento, Índigo. No tendría que haber...

—No. —Lo besó en el cuello, cerrando los ojos al darse cuenta de repente de que no sabía en realidad qué piel era la que tocaban sus labios—. No digas eso. Por favor.

Se separaron despacio, e Índigo resbaló lentamente hasta el suelo. Las paredes del comedor parecían inclinarse sobre ella y alzó una mano para sujetarse al borde de la mesa, intentando incorporarse. Veness se levantó vacilante y la ayudó. Ella se apoyó contra la mesa y le puso un brazo alrededor del hombro mientras intentaba, sin conseguirlo, poner en orden sus alborotados pensamientos.

—Los dos necesitamos dormir. La cerveza nos ha afectado. —Veness extendió una mano para tomar la lámpara que se balanceó al levantarla, haciendo que las sombras danzaran enloquecidamente sobre las paredes—, Índigo...

—No —repitió ella—. No, Veness. —Había tantas cosas que quería contarle, tantas cosas que explicar..., pero no le salían las palabras. Estaba demasiado achispada.

No volvieron a hablar mientras él le ayudaba a abandonar la habitación y así, apoyándose uno en otro, ascendieron tambaleantes la escalera. En el descansillo, Veness se volvió de nuevo hacia Índigo.

—Si los otros pudieran vernos ahora...

Ella lanzó un bufido, luchando por reprimir una carcajada sin ton ni son. Resultaba divertido; y sin embargo, era cualquier cosa menos eso.

—Índigo... —Rozó su rostro, le recorrió la línea de su mejilla, y posó las yemas de los dedos sobre sus labios. Ella no podía ver su expresión; en la penumbra los ojos de Veness no eran más que oscuras manchas borrosas en el óvalo más pálido de su rostro—. ¿He cometido un terrible error?

Ella se quedó en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse eternos. ¿Cómo podía responderle? La imprudente ebriedad combatía con sus lealtades más profundas y antiguas. Y Veness, que tenía el rostro de Fenran pero no era Fenran, la tocaba, amenazando con reavivar la intensidad de su breve locura en el comedor. No podía contestarle si quería estar segura de que su respuesta era auténtica.

Pero otra parte de ella, en la que la razón no tenía nada que hacer, la invadió y habló antes de que pudiera detenerse a considerarlo o controlarlo.

—No —dijo en voz baja.

Y levantó el rostro para besar sus labios una vez más, con sencillez pero a la vez con intención.

Luego, antes de que los restos de su resolución se hicieran añicos por completo, se dio la vuelta y se alejó por el descansillo dando traspiés, apoyada en la pared para no caer, en dirección al refugio que le ofrecía su habitación.

CAPÍTULO 9

—En mi opinión —dijo Grimya—, estás tan prrreocupada por lo sucedido con Veness como por la historia del conde Bray.

Índigo contempló ceñuda el creciente montón de troncos partidos que tenía delante.

—Eso es una estupidez, Grimya. —Su voz denotaba que estaba a la defensiva.

—No es una estu... estupidez; es cierto. Lo sé. Puedo percibirlo. Siempre sé cuando me ocultas algo.

Índigo vaciló, luego con un suspiro dejó el hacha que sostenía y se llevó la mano a los cabellos para apartárselos de los ojos. A pesar de las protestas de Livian y Carlaze de que no era trabajo de mujeres, esa mañana se había ofrecido a preparar los troncos para los fuegos de la casa. Era una tarea individual y le daba la oportunidad de estar a solas con Grimya y contarle lo sucedido la noche, anterior. Le había contado la desdichada historia del conde Bray, y los temores de la familia de que pudiera volverse loco e intentar utilizar el hacha y el escudo malditos contra aquellos que lo habían traicionado; y, con un poco de vergüenza, también le relató a la loba lo sucedido tras las revelaciones de Veness. Intentó quitar importancia al incidente y pintarlo como una aberración momentánea, pero incluso mientras lo contaba se daba cuenta de que no era sincera y Grimya también lo notó.

El problema, se dijo, es que resultaba imposible ocultar sus pensamientos a Grimya durante mucho tiempo. Habían estado demasiado unidas, y demasiados años, para tener secretos una con otra; y si percibía que su amiga estaba preocupada, Grimya era lo bastante honrada y sencilla como para decirlo sin reservas.

—De acuerdo —admitió Índigo—. Es verdad, Grimya: lo sucedido con Veness me tiene preocupada. Los dos estábamos borrachos anoche —arrugó la frente, al recordar la resaca con la que se había despertado y que todavía no había desaparecido por completo—, y dejamos que las emociones del momento se apoderaran de nosotros... Ha creado una complicación que no deseaba en absoluto. Y no sé qué hacer.

Durante unos instantes reinó el silencio, roto sólo por los distantes ruidos de otras tareas que se llevaban a cabo en el patio, amortiguados por las gruesas paredes de la leñera. Entonces Grimya dijo:

—¿Cre...es que Veness está enamorado de ti?

Era una de las preguntas que Índigo había procurado evitar. Temió tener que enfrentarse a Veness por la mañana, pero cuando se encontraron a la hora del desayuno él se comportó como si nada hubiera sucedido, y sólo la miró en una ocasión con una sonrisa tímida, privada y ligeramente avergonzada. Sin embargo, aunque intentó disimularlo, percibió cierto cambio de actitud, una ansiedad reprimida y, lo más desconcertante de todo, esperanza.