Índigo la miró, curiosa, y percibió de inmediato lo que quería insinuar.
—¿El tigre de las nieves? ¡Oh, no, Grimya... no puede ser!
Grimya la contempló indecisa.
«No podemos estar seguras. No podemos estar seguras de nada aún.»
—Pero... —Y entonces Índigo se dio cuenta de que, igual que con todo lo demás, no tenía más apoyo que su propia intuición. Suspiró—. No sé, cariño. Es posible, supongo. Pero no percibo nada maligno en esa criatura. Por el contrario ha sido nuestro aliado más que nuestro enemigo.
«Hasta ahora, sí. Pero ¿quiénpuede decir que no vaya a cambiar?»
Tenía razón; y aunque su juicio podía estar alterado por su miedo innato al gran felino, sería prudente no correr riesgos, Índigo cambió de postura y extendió las puntas de los pies en dirección al fuego contemplándoselas pensativa.
—Entonces —concedió—, no estamos mucho mejor que el día en que llegamos aquí. Lo único que sabemos con seguridad es lo que la piedra-imán nos dijo: que el demonio está aquí. Pero en cuanto a qué es exactamente o a cómo puede manifestarse, apenas si tenemos una pista que nos guíe. Sólo la leyenda que va unida al hacha y el escudo... e incluso eso podría ser una pista falsa. Así pues, ¿qué hacemos?
Grimya meditó durante unos momentos. Luego dijo:
«En mi tierra, cuando tenía hambre y no podía encontrar ninguna presa, acostumbraba hacerme esta pregunta, Y la respuesta era: espera y vigila». Levantó los ojos hacia Índigo. «No es fácil de hacer cuando el estómago te roe por dentro como si poseyera dientes, la boca se te hace agua al recordar el sabor de la comida y busca ansiosa volver a sentir ese sabor. Pero es la única salida. Lo aprendí rápidamente cuando los míos m? arrojaron fuera de su lado y me quedé sola. Espera y vigila. Y persigue cualquier cosa que aparezca, no importa lo pequeña que sea ni lo difícil que resulte de capturar.»
Índigo consideró sus palabras. Eran un consejo cargado de frustración, pero ¿qué otra elección tenía? No podía hacer nada más de momento; no podía forzar la mano del demonio y provocar un enfrentamiento, porque eso sería (acuñando otra de las analogías de Grimya) como intentar morder el viento.
«Aparecerá» dijo Grimya. «Igual que la presa, saldrá al descubierto. Pero no sé cuándo.»
Índigo se puso en pie. Se sentía cansada y desanimada. Ya no quiso seguir hablando más, no quedaba nada por decir que valiera la pena. Podían pasarse toda la noche dando vueltas y más vueltas al problema, y no conseguir otra cosa que el mismo estado de deprimente impotencia. Sería mejor, o al menos un poco menos inútil, irse a la cama y dormir, en lugar de perder el tiempo en infructuosas especulaciones.
Grimya la observó mientras cruzaba la habitación.
«No eres feliz.»
Índigo volvió la cabeza y sonrió aunque con poca convicción.
—No soy feliz. Pero no hay nada que pueda hacerse sobre eso. Vamos a dormir. Estoy exhausta, y la Madre sabe muy bien que no tardará en volver a ser de día.
La loba volvió la cabeza hacia otro lado.
«Lo siento. No te he servido de ayuda».
—No, no; has dicho la verdad, y que a mí no me guste la verdad no la hace menos válida. Vamos, ya. Échate conmigo mientras la habitación sigue aún caliente. A lo mejor por la mañana encontramos algo que nos inspire.
Eran palabras valerosas, pero huecas, como Índigo admitió para sí más tarde cuando, incapaz de dormir, permanecía tendida contemplando los vagos contornos del pie de la cama. Había oído cómo el resto de los habitantes de la casa, solos o en pareja, se dirigían en silencio a sus camas entre el crujido de las tablas del suelo y algún que otro murmullo ahogado; y en una ocasión, alguien se detuvo frente a su puerta al acecho de cualquier indicación de que pudiera estar despierta. Adivinó quién podía ser, pero contuvo la respiración, permaneció inmóvil y silenciosa y, tras algunos segundos, las suaves pisadas se alejaron despacio.
Grimya yacía, con el hocico entre las patas delanteras, su respiración producía un sonido rítmico y ronco en contraste con el silencio ambiental, Índigo hundió la palma de una mano varias veces en su almohada que parecía haber formado una ondulación tan dura como la piedra bajo su cuello y, envidiando la paz de la loba, intentó de nuevo conseguir el descanso que tanto anhelaba. Por fin, las primeras señales del sueño empezaron a llegar; la agradablemente desorientadora sensación de flotar, la realidad que empezaba a confundirse con pensamientos inconexos y sin sentido; se iba quedando dormida...
Pero fue devuelta violentamente al mundo de la vigilia por un sonido que le sacudió como una descarga toda la espalda.
«¡Índigo!»
El mudo grito de alarma de Grimya fue lanzado inmediatamente después del ruido que había hecho pedazos sus embrionarios sueños. La loba estaba de pie y con el pelaje erizado por el sobresalto, Índigo se sentó de golpe en la cama. El tigre..., y estaba cerca, tan cerca que casi podía creer que...
La lucidez la golpeó con violencia. Saltó de la cama y corrió a la ventana, ignorando las protestas de Grimya mientras abría los postigos. La fría luz de la luna inundaba el patio: y allí, enmarcado en el arco de piedra y resaltado dramáticamente por un rayo de aquel plateado resplandor, estaba detenido el tigre de las nieves como algo surgido de una visión febril. Tenía el hocico levantado, buscaba; y aunque su rostro quedaba entre las sombras Índigo supo que miraba a su ventana. Durante un tiempo que ni siquiera podía suponer cuánto fue —podría haber sido un minuto, quizá menos— lo contempló como hipnotizada y, en lo más profundo de su psiquis, sintió que una fuerza innominada salía de su sopor y tiraba de su conciencia. La criatura la llamaba. Y con un escalofrío de emoción que era en parte excitación y en parte terror, Índigo comprendió que debía responder.
—Índigo, ¿qué haces? —En su agitación Grimya gritó en voz alta al ver que Índigo se apartaba de la ventana y empezaba a vestirse precipitadamente—. ¡Índigo!
—¡Chist!
Era vital, vital, que nadie más de la casa se despertara e Índigo se volvió con rapidez para sujetar el hocico de la loba con ambas manos. Sus ojos tenían una expresión ansiosa y cambió a la comunicación telepática.
«Voy a salir, Grimya. El tigre ha venido a buscarme, y debo intentar descubrir qué quiere.»
Grimya temblaba.
«¡Es peligroso!»
«No; no lo creo. Por favor, Grimya..., ven conmigo o espera aquí, como prefieras, ¡pero date cuenta de que debo ir!»
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la loba desde la cabeza a la punta de la cola.
«No te dejaré ir sola, iré. ¡Pero tengo miedo!»
«No hay nada que temer, cariño. Si alguna vez he estado segura de algo es de esto aunque ni siquiera pueda empezar a explicar por qué.»
Índigo siguió vistiéndose, se puso de cualquier manera la camisa y los pantalones, metió los pies en las botas y, finalmente, recogió el abrigo. Ya lista se detuvo, cogió la ballesta y se la colgó junto con el carcaj al hombro. Era, estaba segura, una precaución innecesaria; pero por lo menos serviría para mitigar los temores de Grimya por su seguridad. Esperaba que el tigre lo comprendiera.