—Habéis venido. —Era una voz de mujer: en cierta forma Índigo no se lo esperaba—. Gracias por confiar en nosotros.
Sus ojos se clavaron en la desconocida. Su rostro quedaba oculto por las sombras de una capucha de piel, y su voz era adulta pero sin edad, Índigo arrugó el entrecejo, y preguntó:
—¿Quién eres?
La encapuchada cabeza hizo un rápido gesto negativo.
—Mi nombre no significaría nada para ti, y no tiene importancia. Por favor, perdona este subterfugio, pero tenía que hablarte a solas. Necesito tu ayuda.
Índigo estaba anonadada.
—¿Mi ayuda? Pero no me conoces.
—Creo que sí. Creo saber quién eres y por qué estás aquí en El Reducto.
—¡No es posible!
—Lo es, si se posee la necesaria capacidad para adivinar. Por favor, escucha lo que tengo que decir. Vives en la granja del conde Bray. Me parece que a estas alturas ya debes saber que su familia está en peligro.
Un helado presentimiento recorrió la espalda de Índigo y dijo abruptamente:
—¿Qué sabes sobre eso?
—Lo suficiente para hacerme temer por el futuro. Hay una nube de tormenta sobre la casa de los Bray, y la tormenta va adquiriendo fuerza. Esa fuerza toma la forma de dos antiguas armas: un escudo y un hacha.
—¿Conoces la maldición?
—Sí; y debes creerme cuando digo que también sé que no se trata simplemente de una vieja leyenda. Hay que poner fin a la disputa entre el conde Bray y su primo o esas armas traerán algo más que un derramamiento de sangre; traerán una carnicería. —La mujer hizo una pausa, luego añadió con una nota de súplica en la voz—: No se cómo puedo convencerte de que digo la verdad. Pero te ruego que me creas.
Índigo tardó unos instantes en contestar. Grimya se había puesto en pie y estaba toda ella alerta; se dio cuenta de que la loba intentaba sondear más allá de las palabras de la desconocida para llegar a su subconsciente, pero la frustración de su cerebro informó a Índigo de que había encontrado una barrera que no podía traspasar. Bruscamente, Grimya levantó los ojos hacia ella, y dijo en silencio:
«Nopuedo llegar hasta ella, Índigo. Algo me lo impide. Pero... mi instinto me dice que debemos hacer caso de lo que nos dice.»
Eso fue suficiente para Índigo. Se volvió hacia la mujer, y dijo:
—Te escucho. Por favor, dime todo lo que puedas.
La figura envuelta en pieles se encogió de hombros.
—El escudo y el hacha son más poderosos de lo que suponen los Bray —empezó sombría—. Mucho más poderosos. Están más allá del control humano. Nadie puede contener la maldad de esas armas; ningún cuerpo mortal tiene fuerza suficiente para vencerlas. Y si la mente del conde Bray perdiera la batalla entre la cordura y la demencia...
—Somos suficientes para protegerlo —interrumpió Índigo.
—No, te equivocas... porque existe un traidor bajo su techo.
Índigo sintió que el estómago le daba un vuelco al repetir las palabras de la mujer sus propios temores a medio formar.
—¿Un traidor? —Su voz sonó ronca—. ¿Quién?
La figura volvió a negar con la cabeza.
—No lo sé. Mis poderes son limitados: no puedo ver en el interior de la granja; no puedo leer en las mentes de los que viven entre sus paredes. Pero sí sé que lo que digo es verdad. —Levantó los ojos y, por un instante, Índigo vio un destello de color al reflejarse la luz de la luna en ellos. Azul..., un raro y vivo azul zafiro.
—Gordo es el único que puede haberlo descubierto —dijo, y ahora una nota desesperada, suplicante, había aparecido en su voz—. Gordo..., el hijo de Olyn. Puede que él sepa quién es el traidor.
Índigo se dio cuenta de que empezaba a sentir escalofríos.
—Gordo ha desaparecido.
—Lo sé. He intentado encontrarlo, lo he intentado... He buscado y buscado, pero no hay rastro de él. Y es el único que puede contar toda la verdad.
—¿Su padre... no podría ayudarnos?
—Quizá. Siempre estuvieron muy unidos: puede que Olyn sepa adonde puede haber ido Gordo. Pero tiene demasiado miedo de hablar. Teme lo que pueda hacer su primo. —Otra pausa, más larga, y luego—: Olyn y su familia son inocentes, pero el conde Bray no se dejará convencer de su inocencia. Otras voces murmuran al oído del conde; otras voces lo instan a vengarse. Y ahí es donde está la maldad. De ella se alimenta la maldición, y le da nuevas fuerzas. —Dio un paso hacia adelante de pronto, con una mano extendida como si quisiera tocar a Índigo, luego retrocedió rápidamente—. Debes encontrar esa raíz y arrancarla —dijo lastimera—. Y la disputa entre las dos familias debe solucionarse sin derramamiento de sangre; si no es así... —Su voz tembló, se quebró; recuperó el control con gran esfuerzo—. Si no es así, entonces mi conciencia no podrá descansar jamás. Por favor. Siento que eres una amiga, y confío en ti, igual que tú has confiado en el tigre, que es más sabio que todos nosotros. Te lo ruego..., que haya indulgencia. Ayúdalos.
De nuevo extendió la mano hacia Índigo, y de nuevo la cautela —o el miedo— la detuvieron justo antes de que pudiera establecerse el contacto... Y entonces, de una forma tan brusca e inesperada que cogió a Índigo totalmente por sorpresa, la mujer se dio la vuelta y echó a correr.
—¡No! —Al salir de su asombro, Índigo gritó a la figura que huía—. ¡No, espera! ¡Regresa!
Dio un paso hacia adelante para salir en su persecución, pero antes de que pudiera dar el segundo, el tigre se puso en pie de un salto y le cortó el camino con un gruñido de advertencia, Índigo se quedó inmóvil, mirando atemorizada el rostro enorme, los refulgentes ojos dorados, a pocos y peligrosos centímetros de distancia de su propio rostro. Los labios del felino se tensaron un tanto, su aliento se condensó en el aire frío cuando resopló en su dirección; luego, al ver que ella no intentaría esquivarlo ni desafiarlo, su lomo inmenso se relajó.
La mujer estaba ya a bastante distancia, corría veloz y al parecer sin verse estorbada por la nieve, Índigo la siguió con la mirada, sintiendo una oleada de frustración.
Luego miró otra vez al tigre. Estaba tranquilo, ya no resultaba amenazador y, como si percibiera su desaliento, dio un paso hacia adelante y hundió la cabeza contra su mano enguantada. Un estremecimiento de sorpresa recorrió a Índigo cuando la consternación disparada por un terror total ante el tamaño y fuerza del animal se entremezcló con el descubrimiento de que la criatura intentaba consolarla. Sintió el fabuloso poder físico de su cuerpo bajo la gruesa piel, sintió la oleada de calor de su aliento, percibió la asombrosa energía de su cerebro. Luego, también él se dio la vuelta y, con un silencioso salto, salió corriendo en pos de su compañera.
Índigo permaneció inmóvil, contemplando las dos figuras cada vez más pequeñas y sintiendo como si todo su cuerpo se hubiera convertido en madera petrificada. El breve momento de contacto con el tigre la había dejado anonadada, haciendo que se diera cuenta por primera vez del auténtico alcance del increíble poder del animal. Podía haberla matado de un zarpazo o un mordisco, y ella habría permanecido indefensa, incapaz de actuar. No la sorprendió, pensó nerviosa, mientras sentía los primeros escalofríos de reacción tras el terror que la había tenido paralizada, que Grimya sintiera pavor ante semejante criatura. Ahora ella había probado un temor parecido al de la loba, y era una experiencia que dejaba huella.