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—¡Índigo!

«No», pensó llena de desesperación. «No Veness. ¡Por favor, Veness no!»

Éste bajó las escaleras a toda velocidad. Con un esfuerzo sobrehumano Índigo consiguió volverse y enfrentarse a él. Iba vestido con una amplia túnica de lana; sus pies estaban descalzos, y su rostro, convertido en un extravagante relieve de luz y sombra por la caja del farol, tenía aspecto macilento y asustado.

—¡Índigo! Gran Madre de la Tierra, ¿estás bien?

El pánico contenido de su voz, la terrible preocupación allí donde ella había esperado cólera o algo parecido, la dejó anonadada.

—Ssssí —repuso—. Claro...

—¿Qué sucedió? —Había llegado ya al pie de las escaleras y dejó el farol sobre una mesa antes de cruzar el vestíbulo en cuatro zancadas para sujetarla por los brazos—. ¡Estás empapada! Índigo, ¿dónde has estado? Pensaba... ¡Qué la Diosa se apiade de mí, no sé lo que pensaba! —Tocaba sus cabellos, su rostro, clavaba sus ojos en los de ella en un intento por interpretar lo que veía en ellos—. ¡Por poco me vuelvo loco de preocupación! ¿Qué te ha sucedido?

—¡No me ha sucedido nada, Veness!

Y en silencio, con desesperación, pensó:

«Grimya, ¿qué debo decirle?»

Grimya no contestó, y, privada de ayuda, Índigo intentó rechazar a Veness pasando a la ofensiva.

—¿Cómo sabías que yo no estaba? —exigió.

—Fui a tu habitación. Pensé... Oh, maldita sea, no importa lo que pensé. Pero cuando descubrí que no estabas allí, me... —Se detuvo. Ambas manos estaban enredadas en sus cabellos húmedos, sosteniendo su rostro, y de pronto dijo angustiado—: Pensé que me habías abandonado.

Se produjo un profundo silencio. Por fin Índigo alzó sus propias manos y, con mucha suavidad, sujetó Tas muñecas de Veness y le apartó los dedos de su rostro. Cuando lo oyó hablar vio algo en sus ojos grises que la había trastornado en lo más íntimo y no deseaba reconocerlo. Tenía que retroceder, volver a poner distancia entre ellos.

—Lo siento —dijo con calma, y con toda deliberación dio un paso atrás de modo que él se vio obligado a soltarla por completo—. No era mi intención causarte ningún sobresalto, Veness. Y no hay necesidad de preocuparse. Grimya y yo sólo hemos salido un ratito.

Sabía que él no se daría por satisfecho; pero le dio un momento para serenarse y decidir cuánto, o hasta dónde, podía contarle sin peligro.

—¿Qué quieres decir? —Los ojos de él escudriñaron su rostro otra vez, preocupados, ansiosos.

—A las dos nos despertó un ruido que venía del exterior —le contó Índigo. Parte de la verdad, decidió, sería mejor que una mentira completa—. Pensamos que se trataba del tigre.

—¿El tigre?

—Sí; de modo que salimos a investigar. Pero no encontramos nada. —Forzó una sonrisa—. Cuando salimos de la casa ya se había ido... o nunca estuvo ahí.

—¿Me estás diciendo que saliste, sabiendo que esa criatura podía estar ahí? Indefensa...

—Indefensa, no. Cogí mi ballesta.

Veness se quedó mirándola asombrado y, por un momento, incapaz de expresar nada de lo que sentía. De repente, la tensión, la fuerza de sus emociones pudieron más que él y avanzó hacia ella, tomándola entre sus brazos antes de que pudiera siquiera pensar en evitarlo, apretándola con fuerza contra él.

—Índigo, Índigo..., ¿no te diste cuenta del peligro al que te exponías? ¿No sabes lo que podría haberte sucedido si esa criatura hubiera estado aguardando ahí afuera? ¡Dulce Diosa, tienes que prometerme que jamás volverás a hacer nada semejante!

El cuerpo de Índigo estaba apretado con fuerza, contra el de él. Su primer instinto fue rechazarlo, pero un segundo instinto, que apareció casi de inmediato, se lo impidió. Sentía el corazón del joven golpeando contra sus costillas, creando una vibración paralela a través de su propio cuerpo, y sintió que sus defensas se derrumbaban aturdidas. No quería apartarse de él, de repente se había convenido en un ancla en medio de un mar de incertidumbre, y su presencia, su calor, su realidad física, eran cadenas a las que necesitaba aferrarse. Quería confiar en él, quería creer en él; pero al mismo tiempo reconocía el peligro de aquel deseo, y, forcejeando, su mente se esforzó desesperadamente para establecer contacto con Grimya, para, volver a la realidad.

«Grimya...»

Pero la loba no estaba allí, Índigo no sabía cuándo se había escabullido ni adonde había ido; pero no había más que un vacío, una ausencia, allí donde existiera el contacto familiar de su mente. Sola con Veness se sintió muy vulnerable.

—Lo lamento. —Su voz sonaba ahogada y confusa—. No quería causarte preocupación. Si lo hubiera sabido... —Sacudió la cabeza sin saber qué otra cosa decir.

—Demos gracias a la Madre de que nada malo haya sucedido esta vez. Pero Índigo, estaba tan asustado... Si algo te sucediera, ¡me destrozaría!

—Por favor, Veness. —No se atrevió a encontrarse con sus ojos y clavó la mirada en el suelo—. No era mi intención causarte inquietud; jamás se me hubiera ocurrido preocuparte. Pero tal y como has dicho, no ha sucedido nada malo. —Esta vez sí encontró el valor para apartarse de él—. Creo que los dos deberíamos regresar a nuestras habitaciones. Estoy cansada..., me gustaría mucho dormir.

Despacio, de mala gana, las manos de Veness la soltaron. No dijo nada, pero cuando ella se dio la vuelta y empezó a dirigirse hacia las escaleras él la siguió, tomando el farol y manteniéndolo en alto para iluminar el camino. Subieron en silencio. Cuando llegaron al rellano y Veness se volvió para alumbrarla hasta su habitación, Índigo no protestó, y siguió sin hablar. Su mente era un volcán: no podía pensar de forma racional; no podía conciliar los sentimientos de duda, sospecha, temor... y las emociones que volvían a alzarse en su interior, deformando y confundiendo su sentido de las proporciones. Llegaron hasta su puerta y ella se detuvo. Deseaba decir algo, pero parecía no haber nada que pudiera decir capaz de apartar a Veness o por el contrario de ofrecerle el incentivo que no deseaba darle.

¿Que no deseaba dar?, puso en duda una vocecita interior, Índigo la ignoró y abrió la puerta. Su habitación estaba a oscuras y contuvo un escalofrío al cruzar el umbral y apartarse de la luz del farol. Veness no la siguió; permaneció en la puerta. Tendría que enfrentarse a él. Al menos tendría que darle las buenas noches.

Se volvió y él dijo:

—Índigo. ¿Me prometerás una cosa?

—¿Prometer...?

—No correr riesgos. Creo que sabes lo importante que es para mí.

—Veness, yo...

—No; creo que lo mejor es que te lo diga. Es lo que he estado deseando decir; es el motivo por el que vine a tu habitación, por insensato que pueda parecerte. Índigo, lo que te suceda a ti es vital para mí porque te amo.

Índigo cerró los ojos.

—¡Oh, Diosa...!

—Sé que no me quieres y lo acepto. Pero eso no altera mis sentimientos por ti. Y si algo te sucediera...

Lo interrumpió y con gran horror por su parte se dio cuenta de que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.

—Por favor, Veness, ¡no digas eso! No comprendes; no te das cuenta... —Y de repente no pudo controlar sus reacciones y se cubrió el rostro con ambas manos al tiempo que las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas—. ¡No sabes lo que me estás haciendo!