Estaba dispuesta a retroceder si él intentaba volver a abrazarla: pero no lo intentó. Lo oyó moverse, percibió su presencia justo delante de ella; las manos de él sujetaron levemente, con mucha suavidad, sus antebrazos.
—No llores.
Parecía tan desconcertado como ella, Índigo sacudió la cabeza violentamente. Trataba de controlar las lágrimas, pero no querían parar, y sus hombros se hundieron mientras intentaba con todas sus fuerzas disimular el temblor que se había apoderado de ella.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Veness con suavidad.
¿Lo quería? El sentido y la razón decían sí; la presencia del joven resultaba demasiado peligrosa y si no se iba entonces, en ese momento, ella podía desfallecer y ceder ante esa otra parte de sí misma que ansiaba que se quedase. Él no era Fenran: Fenran estaba fuera de su alcance; había estado fuera de su alcance desde hacía más de cuarenta años, y si se volvía hacia Veness ahora, si se volvía tal y como anhelaba hacer, lo traicionaría todo y su misión se convertiría en cenizas.
Pero Veness estaba aquí frente a ella, una presencia decidida y física. Veness estaba vivo y era real; sus manos la tocaban, despertando de nuevo la necesidad, la necesidad que había sentido cuando la tocó en otra ocasión, la abrazó y la besó. Intentó pensar en Fenran y conjurar su rostro mentalmente. Pero lo que vio..., lo que vio no era Fenran sino una mezcla de Fenran y Veness, y ambos se confundían de tal forma que ya no podía distinguir a uno del otro.
Y su ansia, su anhelo, su enorme soledad, eran más fuertes que su capacidad para luchar.
—No —dijo—. No quiero que te vayas...
Veness le acarició la cara, inclinándole la cabeza de modo que ella abrió los ojos y se encontró con su rostro. El joven besó sus mejillas húmedas con tanta suavidad que ella empezó a temblar otra vez. Entonces la besó en la boca, ligeramente al principio pero luego con más intensidad.
La puerta había girado sobre sus goznes y chocado contra el marco. Veness se volvió, levantó el pestillo y luego lo colocó en su lugar, dejándolos a los dos en el interior de la habitación. Por un instante Índigo tuvo la sensación de que había hecho girar la llave de una prisión... Pero la sensación desapareció, y con ella el temor. Entonces supo que, en cierta forma que jamás había creído posible, él la estaba liberando.
—No puedo... Por favor, perdóname. No... puedo.
—¿Por qué, mi amor? ¿Qué es? ¿Qué sucede?
La muchacha sacudió la cabeza; clavó los dientes en el labio inferior y dijo:
—No puedo decírtelo: no lo puedo contar. No sería justo...
Un leve movimiento a su lado. La cama estaba caliente; el cuerpo de él estaba aún más caliente; y ella lo deseaba, lo deseaba.
—¿Es al... alguna otra persona? ¿Estás prometida a otro?
—Yo... —la verdad; tenía que contarle esa verdad, al menos—, lo estuve. Pero él... —No pudo terminar; era imposible que pudiera comprender.
—¿Está muerto, Índigo? ¿Es ésa tu pena? ¡Oh, mi amor...!
Muerto y sin embargo vivo; vivo en su corazón y en sus esperanzas. Pero no estaba allí. Ella no podía llegar hasta él. Y este hombre, tan parecido y a la vez tan diferente, estaba con ella y sería amable con ella; y aquí, ahora, sólo él podía hacer desaparecer el dolor que sentía.
Las lágrimas fluían otra vez, y ya no intentó siquiera contenerlas. Con voz entrecortada, musitó:
—Jamás fuimos... amantes. Y ojalá...
No la dejó terminar. Sus labios fueron dulces y sus manos tranquilizadoras. Y de repente ninguna cosa importó. Durante ese momento, durante esa hora preciosa y secreta, ninguna otra cosa importó.
CAPÍTULO 11
Le pidió que la dejara cuando las primeras señales de un amanecer gélido empezaban a aparecer en el firmamento, y Veness, comprendiendo que necesitaba estar a solas un rato, la besó por última vez y salió en silencio de la habitación.
Índigo permaneció echada muy quieta. En el exterior, la noche empezaba a transformarse lentamente en día, pero no quiso levantarse y abrir los postigos. El cálido capullo de oscuridad la mantenía a salvo, un amortiguador de la realidad de la mañana y de las verdades esquivas y desagradables que, en cualquier momento, tendría que afrontar.
Había derramado muchas lágrimas aquella noche, pero ya se habían secado, dejándola sumida en una tranquilidad intensa y casi fatalista. Era mucho lo perdido; mucho más que la simple virginidad: lo sucedido aquella noche alteró su mundo y provocó un cambio irrevocable en ella misma. Le pareció que una cadena de cuya existencia apenas si se había percatado se hubiera partido, liberándola del peso de una represión autoimpuesta, imponiéndole, en cambio, una responsabilidad desconocida: su responsabilidad para con Veness.
Veness la amaba. No sabía si aquel amor era real o un afán de engañarse a sí mismo que, con el paso del tiempo, se haría pedazos o se desvanecería sin mas en un miasma de culpa y vergüenza; no quería pensarlo. Y ella..., ella no lo amaba. Durante la noche, con los brazos alrededor de ella y el cuerpo ardiente y amoroso contra el suyo, sintió que el amor se despertaba en su alma como una llamarada; en el éxtasis de verse liberada correspondió a su pasión, y cuando él se durmió le acarició el rostro y le enredó los dedos entre sus negros cabellos. Entre el dolor y el amor que sentía por él, se sumió en inquieto sopor.
Y se oyó musitar, dirigiéndose a uno y otro amante:
—Fenran...
Se dio la vuelta y permaneció tumbada de espaldas, contemplando el techo con ojos inexpresivos. Toda la culpa y el horror de la traición estaban allí, pero los reprimía violentamente, los mantenía a raya porque no era capaz de enfrentarlos. Sin embargo, una pregunta se retorcía y debatía en su mente, sin dejarse alejar. Fenran: Veness. Había creído saber lo que hacía. Había creído que su cerebro y emociones estaban bajo control, y que no se engañaba a sí misma intentando alcanzar a Fenran a través de Veness. Sólo más tarde, cuando ya no podía volver atrás, cuando el dolor, el ansia y la desesperada necesidad de liberarse de su cascarón y aceptar el amor que se le ofrecía se vieron saciados, se dio cuenta de su tremendo error. Y entonces, ya era demasiado tarde.
Grimya advirtió lo que sucedía. Por eso se había ido, y no había hecho ningún intento por regresar; la loba comprendió que no podía hacer nada por ayudar a Índigo a solucionar las complejas emociones que batallaban en su interior, y que ella sola debía tomar una decisión. Cómo se enfrentaría a la loba ahora, qué le diría, cómo podría explicarle, Índigo no lo sabía. Todo había cambiado. Todo. Y se sintió total y desesperadamente a la deriva.
Además estaba Veness. ¿Qué esperaría ahora de ella? Se había entregado a él, y, si analizaba fría e implacablemente sus motivos, se daba cuenta de que lo había utilizado. Para satisfacer su propia necesidad, para poder escapar de la soledad, de la incertidumbre, había dejado que una ilusión ocupara el lugar de la realidad, y tomado lo que él le ofrecía sin pensar en las implicaciones. Había traicionado a Veness tanto como a Fenran. Y en lo más profundo, como un río envenenado, se agitaba el mar de fondo de lo averiguado la noche anterior en medio del campo nevado. El traidor dentro de la familia. Aquel que les deseaba el mal, el intrigante cuya identidad desconocía. Si la advertencia de la mujer era cierta, era posible que aquella noche se hubiera convertido en la amante del hombre destinado a convertirse en su enemigo.
Índigo cerró los ojos un instante invadida por una oleada de desolación. Deseó poder volver a dormir, y despertar en otra mañana en la cual pudiera descubrir que lo ocurrido no había sido más que un sueño. Durante un momento precioso y breve fue feliz en los brazos de Veness; pero la luz del día y la lógica le demostraban lo que en realidad era esa felicidad: una ilusión pasajera, sin lugar en el mundo real. De forma espontánea le vino a la memoria la estrofa de una vieja canción aprendida de niña, y la cantó en voz baja para sí misma.