Índigo dedujo que aquel hombre era lo que los habitantes de Mull Barya denominaban un barrin, un comerciante que compraba ganado vivo a los boyeros para luego sacrificarlo, salarlo, revenderlo y ser enviado al exterior; en esa época del año, le dijo él, pasaba la mayor parte del día en el puerto, y El Sol de la Mañana, le facilitaba comida y un bien merecido descanso antes de regresar a su casa situada a las afueras de la ciudad. Aunque su aspecto y modales eran sencillos, la joven tuvo la impresión de que era un hombre muy rico.
Ahítos de buena comida y con la mitad de la jarra de vino todavía llena, se retiraron a la enorme chimenea de la sala principal, con sus bancos, sus almohadones y su rugiente fuego, para reposar mientras caía la noche y el viento empezaba a gemir en el exterior como un poderoso espíritu agonizante.
—La gente de por aquí llama a eso el Quejumbroso —le dijo Rin. (No muy segura todavía, había decidido de forma totalmente arbitraria pensar en él como Rin)—. Se trata del viento del norte; un signo seguro de que las primeras nevadas fuertes del invierno están en camino. Si queréis un buen consejo, Índigo, cuando veáis a Pitter mañana debéis decirle adonde vais. Sabrá exactamente lo que necesitaréis para tal viaje y os lo facilitará todo.
—Eso haré.
Índigo no opuso la menor objeción cuando él ofreció servirle más vino. El hombre llenó los dos vasos —de cristal verde oscuro, una rareza e, imaginó la muchacha, muy caros—; luego pareció vacilar.
—Índigo, me perdonaréis si soy impertinente, pero... ¿estáis segura de estar equipada para esta empresa? —Vio que la joven arrugaba el entrecejo, y se apresuró a añadir—: No me malinterpretéis, no intento fisgar. No es asunto mío adonde vais ni por qué, pero El Reducto puede ser un país complicado para aquellos que no están acostumbrados a él. Aquí en Mull Barya no habéis tenido motivo de preocupación; se pone algo violento a veces cuando los ganaderos vienen en gran número, pero básicamente es un lugar relativamente civilizado. En cambio el interior... Bueno, allí la cosa es bastante diferente.
La muchacha le dirigió una amable sonrisa.
—Puedo cuidarme. Y tengo a Grimya conmigo.
Grimya levantó la cabeza, miró a Rin y éste extendió la mano para palmearle la cabeza aunque lo desconcertó un poco la extraña expresión que había en sus ojos, como si el animal hubiera comprendido sus palabras.
—Lo sé —repuso—, y no hay mejor guardaespaldas que un perro lobo. Pero puede que ni siquiera Grimya pueda protegeros de algunas de las cosas que podéis encontraros.
—¿Qué clase de cosas?
—El tiempo no os favorecerá —replicó con un encogimiento de hombros—, eso para empezar. Ventiscas, ceguera producida por el reflejo de la nieve, incluso el frío. Será peor de lo que esperáis.
—Lo dudo. Nací y me crié en el lejano sur; he experimentado suficientes inviernos polares como para no correr riesgos.
—Bueno, eso es un punto a vuestro favor —concedió Rin con un gesto conciliador—. Pero aquí tenemos animales salvajes que no habéis visto antes. No sólo los lobos; son inofensivos a menos que estén hambrientos, y hay suficiente caza para asegurar que no suceda muy a menudo. Son los otros los que me preocupan; los osos, y los grandes felinos... Tigres de las nieves les llamamos. No desdeñan atacar a pequeños grupos, y mucho menos a viajeros solitarios. Y desde luego también están las sabandijas humanas con las que hay que tener cuidado.
—Existen sabandijas humanas en todas partes.
—Lo sé. Pero cuando los poblados y hasta las granjas están como mínimo a casi cien kilómetros de distancia unos de otros, la civilización es más bien escasa. Gran cantidad de gente se gana la vida aprovechándose de otros; algunos weyers ni siquiera toleran la presencia de un extraño en lo que ellos consideran su territorio y los matan en cuanto los ven.
—¿Weyers? —inquirió Índigo, perpleja.
—Gentes raras, disidentes..., resulta difícil de explicar. Gentes que viven tan aisladas que han desarrollado todo tipo de curiosas creencias y costumbres. No se mezclan con otras gentes, se casan entre ellos, y no quieren que aparezca ningún extraño para contaminar su locura con una bocanada de sensatez.
—Comprendo lo que queréis decir. —Le sonrió—. Pero eso no me hará cambiar de idea.
—No. —Rin le devolvió la sonrisa con expresión apesadumbrada—. No creí que lo consiguiera. Pero al menos os he advertido, ¡de modo que esta noche puedo meterme en la cama con la conciencia tranquila!
—Y yo os lo agradezco. —Índigo bajó la mirada en dirección a Grimya—. Las dos os lo agradecemos. —Terminó su vino, y negó con la cabeza cuando él dirigió la mano otra vez a la jarra—. No, la verdad es que creo que debo retirarme ahora si quiero estar en condiciones por la mañana. —Se puso en pie—. Gracias por vuestra compañía y vuestro consejo. He disfrutado mucho con nuestra conversación.
—Yo también. —Rin se levantó, extendiendo la mano para tomar los dedos de la joven—. Sólo lamento que no os quedéis más tiempo en Mull Barya. Incluso todo el invierno. Pero quizá volvamos a encontrarnos. —Eso espero. Buenas noches... y adiós.
Mientras tomaban la curva de la escalera que las ocultaba de cualquiera que estuviese abajo, Grimya dijo mentalmente a Índigo:
«Me gusta ese hombre. Es honrado. Y lo que dice tiene mucho sentido.»
«A mi también me gusta», resaltó Índigo.
«¿Seguiremos su consejo?»
«Desde luego. Y después de lo que nos ha dicha, creo que me compraré un cuchillo mejor junto con las otras cosas que necesitaremos para nuestro viaje.»
Llegaron ante la puerta de la habitación y entraron. Durante su ausencia alguien había vaciado la bañera y dejado tres velas encendidas en una palmatoria sobre la repisa de la ventana. Mientras se sentaba en la cama, Índigo encontró tiempo para sentirse satisfecha por no haberse alojado en una de las tabernas del puerto, donde tales atenciones eran inexistentes. De abajo llegaba todavía un ahogado murmullo, pero al otro lado de la ventana la calle estaba casi desierta, sólo algunas farolas ardían a intervalos a lo largo del sendero de tablas. Por encima de las siluetas de los tejados bajos de las casas, el cielo nocturno mostraba un aspecto plano y quebradizo; las nubes habían tapado luna y estrellas, y el viento había disminuido su violencia hasta quedar reducido a un silbido suave interrumpido por ocasionales ráfagas. Resultaría extraño estar tumbada en una cama en lugar de una litera, sin el arrullo del mar ni el balanceo de un barco para acunarla, pensó Índigo, pero estaba tan cansada que dormiría profundamente a pesar de encontrarse en un ambiente desconocido.
Grimya se acercó a la ventana, olfateando las corrientes de aire que se filtraban entre las rendijas del marco de madera.
—¡Hace frío! —exclamó con satisfacción.
Índigo sacó un camisón de su bolsa y lo desplegó con una sacudida.
—¿Quieres ir afuera a explorar?
—N...O. No creo que fue...ra sensato aquí. Además habrá muuucho tiempo para cor...rer y cazar cuando iniciemos nuestro viaje. —La loba se dio la vuelta y se dirigió despacio hacia la alfombra situada junto a la cama—. Voy a dormir.