Sopla el viento del sur helado, hielo, lluvia y nieve,
¿y qué será, oh, del pobre reyezuelo pardo?
Emprender el vuelo no puede y por lo tanto se ha de quedar hasta que el sol del estío llegue para volverlo
a liberar.
Índigo esbozó una sonrisa dolorida en la penumbra de la habitación. Una sencilla rima infantil que, sin embargo, daba cruelmente de lleno en el nudo de sus cavilaciones. Ella no era un ave desamparada; pero tenía las alas tan cortadas como el reyezuelo atrapado por las nieves invernales. No podía emprender el vuelo y dejar atrás su tormento: debía permanecer en El Reducto, bajo ese techo, hasta que encontrara y destruyera a la criatura diabólica con la que había ido a enfrentarse. Y de alguna forma, de alguna forma debía aprender a vivir consigo misma.
Era ya pleno día, y haces de luz empezaban a insinuarse hacia el interior de la habitación entre las rendijas de los postigos. No podía permanecer allí indefinidamente, pensó Índigo. Abajo se oían ruidos de actividad; la familia estaba en pie y en movimiento. Temía encontrarse con todos ellos; tenía el convencimiento de que su culpable confusión (y lo que se ocultaba tras ella) debía reflejarse con toda claridad en su rostro como si estuviera grabado a fuego en la frente. Pero tenía que superar su cobardía y, cuanto antes se enfrentara con ellos, mejor.
Despacio, de mala gana, se deslizó fuera de la cama. Le dolía el cuerpo, un dolor que le recordó la pasión experimentada aquella noche. Por un momento creyó no ser la misma: el torso desconocido, los miembros extraños, faltos de coordinación. Intentó expulsar de sí aquella sensación, no quería demorarse en los recuerdos y buscó a tientas en la penumbra pedernal y yesca.
La habitación estaba helada. Le pareció curiosamente vacía cuando la luz de la lámpara la iluminó; como si alguna otra persona debiera de haber estado allí con ella, y su ausencia hubiera dejado un hueco imposible de llenar.
Índigo se estremeció, reprimió aquella ilusión, y empezó a vestirse.
Estaban todos en la cocina y, aunque su saludo pareció totalmente normal, Índigo tuvo el presentimiento certero y terrible de que, de alguna manera, lo sabían. La sonrisa cálida de Livian parecía ocultar una nueva cualidad de tolerante regocijo. La mueca de Carlaze tenía un leve dejo de complicidad; incluso el entrecejo fruncido de Reif parecía demostrar, pensó, más suspicacia que de costumbre. Y Veness... se puso en pie para saludarla, y en su mirada había tanto orgullo y satisfacción que le fue imposible encontrarse con sus ojos y tuvo que desviar la mirada.
Y Grimya no estaba allí.
—¿Grimya?—Dijo Carlaze en respuesta a su tartamudeada pregunta—. Está en el patio, por alguna parte, creo; estaba aquí cuando bajé, le di de comer y la dejé salir.
Índigo intentó entrar en contacto con la mente de la loba.
«¿Grimya...?», llamó indecisa. No obtuvo respuesta.
—Lo mejor será que vaya en su busca —dijo incómoda.
—Tonterías. Estará encantada durante un rato. Probablemente haya ido de caza. —Carlaze echó hacia atrás la silla situada junto a Veness y condujo a Índigo con firmeza hacia ella—. Siéntate y toma tu desayuno.
Índigo se sentó; no deseaba empeorar las cosas discutiendo. Cruzó con fuerza las manos sobre la mesa. Veness extendió las suyas y las colocó sobre las de ella, apretándoselas con suavidad, dándole ánimo. Aunque no se trataba de un gesto descarado, el joven no ocultaba que se había producido un cambio en su relación, Índigo lo maldijo en silencio abrumada de tristeza por hacerlo, pero luego volvió las maldiciones contra sí misma. ¿Cómo podía culparlo? Estaba enamorado, y quería mostrarle su amor, sin importar quién pudiera verlo ni lo que los demás pudieran pensar. Tendría que haberse sentido satisfecha, tranquilizada, confortada, como cualquier mujer normal. Pero lo único que sentía era un nudo de desesperación que poco a poco se iba tensando en su interior.
No quería comer, pero se obligó a tomar algún bocado, mientras intentaba representar el papel que Veness esperaba de ella y fingir que también era feliz. Una farsa muy difícil de mantener, sobre todo porque la satisfacción de Veness era tan visible que resultaba dolorosa. Pero no podía agravar su traición rechazándolo; no allí, no ahora. Ya llegaría el momento en que se vería obligada a decirle la verdad, mas ese momento tendría lugar en la intimidad y lo escogería con mucho cuidado.
Por fin, tras lo que a Índigo le pareció un suplicio interminable, el desayuno se dio por terminado y cada uno dedicó su atención a las tareas que les tenía reservadas el día. Los hombres salieron al patio, donde la nieve recién caída empezaba a helarse bajo la fuerte luz del sol. Livian desapareció en el sótano para comprobar las reservas de comida, Índigo, ansiosa por encontrar a Grimya, regresó a su habitación a buscar el abrigo y los guantes. Cuando bajaba las escaleras vio a Veness, solo, que la esperaba en el vestíbulo.
—Índigo. —Le cogió las manos. Sus dedos estaban calientes; sus ojos, cuando la miró, aún más cálidos. El recuerdo de lo sucedido durante la noche brotó nuevamente e Índigo sintió que sus defensas se desmoronaban.
—¡Oh, Veness! No... no sé qué puedo decirte. Siento...
—Chisst. —Le puso un dedo sobre los labios, acallándola—. No es necesario decir nada, ahora
no.
Índigo vaciló, luego decidió que no debía dejar que la dominara la cobardía. No podía dejar que el malentendido continuara.
—Tengo que decirlo, Veness —protestó pesarosa—. Tengo que ser honrada contigo, porque no quiero que pienses que...
—¿Que me quieres, como yo te quiero a ti? No, no creo eso.
Ella lo miró sorprendida y consternada, y él le sonrió con un dejo de tristeza.
—No sé por qué me deseabas como lo hiciste anoche, y no sería justo preguntar. Pero no importa,
Índigo, no me importa a mí. No espero nada de ti; no tengo ningún derecho sobre ti. Lo único que importa es que me hiciste feliz, y creo que, aunque sólo por un rato, también yo te hice feliz a ti.
La muchacha bajó la cabeza, incapaz de responder.
—Sé tener paciencia —siguió Veness con suavidad—. Y esperaré a que tú me digas lo que quieres. Sea lo que sea, lo aceptaré. —Le sujetó la barbilla y se la levantó—. ¿Me crees?
Índigo deseó que la tierra se abriera y se la tragara. Y lo peor de todo, era que él le decía la verdad.
—Sí —dijo sintiéndose muy desgraciada—. Te creo.
—Entonces no te preocupes ni te atormentes. Depende de ti, Índigo. Por el momento, continuaremos tal y como estaban las cosas antes de esta noche; creo que será lo más fácil para ti, ¿verdad? —Tomó su silencio por aprobación—. Y si tus sentimientos cambian... estaré ahí. Siempre, te lo aseguro.
Ella sabía que bajo aquel exterior tranquilo y amable se sentía herido, pero que nada lo induciría a admitirlo. Era tan escrupulosamente justo con ella que su sentido de culpabilidad se redobló.
—Gracias —repuso con voz apenas audible.
—No hay nada que agradecer.
Desde la cocina, Kinter aulló su nombre y Veness levantó la cabeza, luego suspiró con resignación.
—Será mejor que vaya. Vamos a sacar una troika para comprobar algunas de las cercas que delimitan las tierras y dudo de que hayamos hecho ni la mitad antes de que oscurezca. —Hizo una pausa—. Supongo que no te interesará venir con nosotros... —Y su sonrisa adoptó un gesto forzadamente irónico—. ¿Otra clase de conducción?