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Ella negó con la cabeza, incapaz de contener una sonrisa.

—Hoy no. Creo que será mejor que...

—No; comprendo. —Kinter apareció en la puerta, y la actitud de Veness cambió bruscamente. Forzó una sonrisa (aunque sus ojos siguieron delatándolo) y se inclinó hacia adelante como para besarla. Luego, reaccionó, se echó hacia atrás y se limitó a decir—: Te veré esta noche.

Kinter hizo un gesto de despedida e Índigo los observó mientras se dirigían a la puerta principal. Una ráfaga de viento helado recorrió el vestíbulo, la puerta se cerró y desaparecieron. Durante unos instantes Índigo permaneció inmóvil, intentando asimilar lo que Veness había dicho. No lo esperaba. No esperaba que demostrara tanta sensibilidad ni tanta comprensión. Su actitud le provocó una mezcla de remordimiento y de alivio. Pero había algo más: un sentimiento nuevo de cuyas implicaciones no estaba aún muy segura. Y la atemorizaba. La atemorizaba.

Despacio, regresó a la cocina. Sus únicos ocupantes eran ahora Carlaze y Rimmi. Rimmi levantó la vista al entrar Índigo. Luego, al parecer malhumorada, con la misma rapidez la desvió y empezó a tirar los platos limpios, haciendo mucho ruido, dentro de un cubo de agua caliente para enjuagarlos. Cuando el último plato hubo ido a parar al agua, Rimmi se enderezó, anunció que tenía «algo que hacer» y abandonó la habitación con gesto enfadado. Carlaze contempló la puerta que se cerraba con estrépito a su espalda y se volvió hacia Índigo con una sonrisa apenas esbozada.

—No le hagas caso a Rimmi. Está celosa.

—¿Celosa...? —Entonces Índigo comprendió, y su rostro se ruborizó—. No tiene razón para estar celosa, Carlaze.

—Bueno —rió Carlaze—, ¡no creo que piense lo mismo!

Rimmi se ha estado haciendo ilusiones con respecto a Veness durante mucho tiempo; ¿no te has dado cuenta de qué forma lo mira, especialmente cuando ha bebido un poco? Todo el mundo está al cabo de la pasión de Rimmi. De todas formas —añadió con desdén—, creo que incluso ella se ha dado cuenta ya de que Veness no se interesaría por ella aunque fuera la única mujer de este mundo. Lo que pasa es que saber que se ha enamorado de otra la obliga a enfrentarse con la verdad.

—Carlaze... —empezó a protestar Índigo.

—¡Oh! Vamos, Índigo. No irás a negar que Veness está enamorado de ti... No hago ninguna suposición con respecto a ti, pero resulta evidente para cualquiera lo que él siente, y me alegro de que así sea. —Hizo una pausa—. También me da pena por Rimmi, claro. No es culpa suya ser tan poco atractiva. Pero no debes permitir que su enfurruñamiento te preocupe, Índigo; en el fondo sabe muy bien que Veness siempre ha estado fuera de su alcance. Dale un día o dos y se olvidará de todo y quizá dedique sus atenciones a Reif para variar. Aunque, entre tú y yo, dudo de que llegue mucho más lejos con él de lo que ha llegado con...

Calló de pronto cuando la puerta volvió a abrirse con violencia. Rimmi entró muy erguida, ignoró a ambas intencionadamente y se dirigió al cubo, donde empezó a atacar a los platos con mucha energía. Carlaze hizo una mueca a su espalda y se encogió de hombros, impotente, mirando a Índigo.

—Te veré luego —dijo, y salió.

Rimmi esperó hasta que sus pasos se hubieron perdido por el vestíbulo, entonces hizo ostentación de sorberse los mocos y anunció, sin darse la vuelta:

—Vi a Grimya afuera. Me dio la impresión de que se sentía muy sola.

Índigo le contempló la espalda tiesa. Pensó en intentar decir algo que pudiera consolar el amor propio herido de Rimmi, pero no se le ocurrieron palabras que no sonaran compasivas. Y una idea aterradora pasó por su mente: ¿tendrían los celos de Rimmi un origen más maligno que el simple resentimiento? Sin querer, Carlaze había abierto la puerta a otra posible pista, un nuevo motivo, una nueva sospecha. ¿Rimmi? Parecía improbable, casi imposible. Pero Índigo sabía por larga y amarga experiencia que era un disparate confiar en las apariencias.

—Gracias por decírmelo —respondió con suave calma y salió de la cocina para ir a buscar el abrigo y las botas que había dejado en el vestíbulo.

¿Grimya? Grimya... ¿Dónde estás? Por favor, no te escondas de mí.

Algo se movió entre las sombras del establo, y Grimya salió del pesebre donde estaba instalado el caballo bayo de Índigo. Miró a Índigo con ojos indecisos, luego dirigió una mirada rápida y furtiva a uno y otro lado para asegurarse de que no había nadie por allí.

—No me es...condía —dijo al fin—. Pero pensé que a lo mejor no que... querías verme. —Una pausa—. Pensé que a lo mejor ya no que... querías mi a...mistad; ya no.

—¡Oh, cariño! —Índigo se mordió los nudillos en un esfuerzo por contener la emoción—. ¡No es eso!

Qué tonta había sido; creyó que Grimya estaba enfadada con ella, que la censuraba por lo que había hecho; pero no debía haber atribuido semejante reacción humana a la loba. Grimya no estaba enfadada... Tenía miedo. Miedo de que Veness la hubiera desbancado en el afecto de Índigo y de no tener ya un lugar en la vida de la muchacha.

¡Grimya, no debes pensar tal cosa! —Se agachó y abrazó a la loba, apretándola contra ella cuando ésta se echó hacia atrás con timidez—. ¡Tenía miedo de que me hubieras abandonado! Pensé

que a lo mejor me despreciabas, y...

—¿Despreciar?

Grimya no lo entendía y resultaba demasiado difícil explicar algo que apenas ella misma comprendía. Todo lo que podía hacer era abrir su mente, dejar que Grimya viera sus ideas y sentimientos más profundos y sacara sus propias conclusiones.

Índigo clavó la mirada en los inquietos ojos ambarinos, y dijo:

Grimya, no puedo decirte lo que siento porque ni yo misma lo sé ya. Averígualo por mí. Lee en mi mente. No te ocultaré nada.

Sintió el cálido contacto de la conciencia de la loba al fusionarse con la suya; era una sensación reconfortante, familiar y, cuando el contacto mental terminó por fin, se sintió purificada.

Grimya continuó mirándola durante unos segundos más, luego dijo llena de simpatía:

«Creo que ahora comprendo un poco más. Y creo que estás asustada, Índigo.»

—¿Asustada?

«Sí; igual que yo me asusto del tigre. Tienes miedo de algo que es más grande y fuerte que tú, y no sabes qué debes hacer.»

Había dado, como le sucedía tan a menudo, con el quid de la cuestión, Índigo lanzó un suspiro triste y prolongado.

—Tengo miedo, Grimya. Me siento culpable e insegura de mí misma. He herido a Veness. No quería hacerlo. He intentado ponerlo en el lugar de Fenran, y ha sido una acción cruel, egoísta y estúpida. Y, sin embargo, al mismo tiempo... —Decidió que podía ser totalmente honrada con Grimya—. Al mismo tiempo hay una parte de mí que no lamenta lo sucedido. Y cuando pienso en lo que esa mujer nos dijo anoche... Si es cierto, entonces el mismo Veness puede ser el traidor que andamos buscando. Y si lo es... —Sacudió la cabeza, incapaz de expresar lo que sentía.

«Si lo es», dijo Grimya muy seria, «entonces tendrás que elegir. Una decisión terrible.»

—No. —Índigo se incorporó—. No, no es ésa la cuestión. Puede que haya hecho una necedad, pero no estoy tan loca. Si Veness fuera el traidor no habrá la menor duda sobre de qué lado estará mi lealtad aunque bien sabe la Madre que será duro. —Se interrumpió—. Pero si no es el traidor, Grimya, ¿entonces qué? Me quiere. Dice que esperará hasta que esté segura de mis propios sentimientos. Y... creo que eso es lo que más temo.