Выбрать главу

«¿Crees, entonces, que puedes llegar a quererlo? ¿Tal y como es, y no como la imagen de Fenran?»

Los recuerdos de la noche anterior acudieron de nuevo. Y recuerdos más recientes, del rostro de Veness mientras sostenía sus manos en el vestíbulo hacía sólo cuestión de minutos. Eso era lo que la había aturdido tanto, porque fue entonces, no en el calor de la pasión nocturna, cuando ella lo comprendió realmente. Y en aquellos breves momentos, mientras él le sujetaba las manos y le hablaba con tanta gentileza y tanta ternura, su imagen se escindió de la imagen más antigua y preciosa de Fenran y se convirtió en otra bien nítida en su mente. No creía que pudiera volver a confundirlos jamás. Y temía lo que eso significaba.

—Sí —asintió con voz débil—. Creo que podría.

CAPÍTULO 12

Gracias a la tormenta, en la granja de los Bray en las horas de luz sobraba trabajo para todas aquellas manos que estuvieran disponibles, tanto con la intención de recuperar el tiempo perdido durante el período de inactividad impuesto por las condiciones climáticas, como con la de reparar cualquier desperfecto que la tormenta hubiera causado. A lo largo de los tres días siguientes Veness, Reif y Kinter estuvieron fuera de la granja desde la salida hasta la puesta del sol, quedando Índigo, Brws y dos trabajadores encargados de los quehaceres cotidianos, pero necesarios, que había pendientes en los alrededores de la casa.

Índigo agradecía aquel respiro, satisfecha de tener la oportunidad de eludir sus problemas distraída por el esfuerzo físico que exigía el trabajo inmediato y duro. Por mutuo acuerdo, ni Grimya ni ella habían vuelto a mencionar a Veness, y dedicaban el poco tiempo libre que tenían a la otra cuestión más siniestra que las preocupaba: el mensaje de la extraña mujer, y la búsqueda de cualquier prueba que pudiera demostrar lo que les había dicho.

Seguían sin tener la menor idea sobre la identidad de la mujer. Un interrogatorio cauteloso y sutil a Livian y Carlaze no dio ningún fruto; al parecer no corría por ahí noticia alguna sobre visiones misteriosas o merodeadores solitarios en los bosques. Y el tigre de las nieves, como Índigo no tardó en descubrir, era un tema tabú bajo el techo de los Bray.

La tarde del segundo día, al regresar del patio mientras empezaba a caer la noche fría y lúgubre, Índigo entró en el comedor para coger una lámpara que le alumbrara el camino hasta su habitación... y se detuvo en seco al encontrarse cara a cara con el conde Bray, sentado ante la enorme mesa.

El conde contemplaba algo que sostenía entre las manos entrelazadas, pero al oír su voz levantó la cabeza rápidamente. Era demasiado tarde para retroceder sin tener que saludarlo e Índigo dijo vacilante:

—Perdón si os he molestado, señor. Por favor, excusadme.

—No. —Alzó una mano, la palma hacia afuera, al ver que ella empezaba a retroceder—. Espera. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Le costaba articular las palabras, pero Índigo no podía decir si era debido a la bebida o a la fatiga.

—Me llamo Índigo, señor —respondió—. Vuestro hijo me acogió durante la ventisca.

—Ventiscas... —El conde Bray arrugó el entrecejo—. Ah, sí. Te he visto antes. En una ocasión. —Despacio, su mirada se trasladó hasta Grimya, inmóvil junto a Índigo, y el entrecejo se aflojó un poco—. ¿Es tu perro lobo?

—Sí.

—Buen animal —repuso con un gruñido—. Buen cazador, ¿no? Conozco estos perros: tienen buen olfato. Buenos cazadores. Rastrean para uno; encuentran lo que buscas. Un perro como ése vale mucho.

Índigo se evitó la respuesta al escucharse unas pisadas rápidas en el vestíbulo y hacer su aparición Carlaze. Llevaba un puchero de sopa. Al ver a Índigo se detuvo llena de consternación.

—Lo siento —susurró Índigo—. No sabía que estaba aquí. Me iré.

—¿Qué es eso? —exigió el conde con voz sonora—. ¡Estás cuchicheando! ¿Quién está ahí, quién

es?

—Sólo yo, tío. —Carlaze salió de detrás de Índigo para que pudiera verla—. He traído algo para que comáis. —Dirigió una rápida mirada a Índigo y, con la mano libre, hizo un gesto indicando la acción de beber, al tiempo que sus ojos se desviaban expresivamente en dirección al conde—. Síguele la corriente, si puedes —musitó—. Ha habido un ligero incidente..., te lo explicaré luego.

Carlaze avanzó hasta la mesa y colocó el cuenco frente al conde, mientras retiraba disimuladamente el pequeño objeto que éste había estado acunando, hasta dejarlo fuera de su alcance. Era un objeto pequeño, plano y ovalado, pero Índigo no pudo ver bien de qué se trataba a causa de la poca luz de la habitación.

—Muy bien, tío —dijo Carlaze con dulzura—. Tomaos esta sopa mientras aún está caliente. Os calentará por dentro y os hará bien.

El conde contempló el cuenco como si nunca antes hubiera visto nada parecido, luego volvió a mirar a Índigo.

—Esa es Carlaze —declaró con voz ininteligible—. Carlaze. La chica del... hijo de mi hermana. No. Su esposa ahora, ¿no es así? Bonita, ¿eh? Toda esa melena rubia. Me cuida bien, Carlaze. Pero no tan bien como...

Carlaze lo interrumpió rápidamente, un tanto desesperada.

—Tomaos la sopa —insistió—. Necesitáis recuperar las fuerzas.

—Deberías darle un poco a ese perro lobo de ahí. Nunca he visto un perro que no tuviese hambre, y trabajan mejor si están bien alimentados. Rastrean mejor, ¿sabes? Están más dispuestos: son más leales con un amo generoso. —De improviso su mirada se intensificó y volvió a dirigirse a Índigo—. Ven aquí, muchacha. Deja que te mire.

Índigo avanzó con recelo hacia la mesa. La mirada del conde Bray resultaba inquietante, y, percibiendo la cuerda floja en la que, de forma tan precaria, se balanceaban su mente y su estado de ánimo, no supo si mantener su mirada o bajar los ojos. Cuando estuvo más cerca, el conde extendió una mano fuerte y encallecida y la sujetó por los dedos.

—¡Tus ojos son azules! —Sonó como una acusación, luego su voz se tornó más impaciente—. Aquí, muchacha, he dicho aquí. Más cerca. ¡Deja que te vea bien!

Índigo se inclinó hacia adelante. El conde la contempló fijamente unos momentos, luego la soltó de golpe.

—¡Ah, no! No son como los de ella, ¿verdad que no? —Una sonrisita triunfante y a la vez desesperadamente triste curvó sus labios—. Te dieron el nombre a causa de tus ojos, ¿no es así? Sí, ya lo veo. Pero sus ojos eran azules, ¿me comprendes? Azules. Como zafiros. —De repente, y con tal velocidad que Carlaze no pudo intervenir, estiró la mano sobre la mesa y agarró el pequeño objeto que ella le había quitado. El puchero de sopa se volcó, derramando su contenido sobre la mesa como una oleada de líquido caliente, pero el conde Bray no hizo el menor caso.

—Aquí —dijo, y aquella palabra ardía de amargura, odio y anhelo—. Mírala.

Índigo contempló lo que le mostraba, y vio que se trataba de una miniatura pintada del busto de una mujer, no demasiado buena, pero sí lo bastante para mostrar las facciones con detalle. Un rostro en forma de corazón, bonito y un poco caprichoso, los cabellos negros recogidos y cayendo en dos trenzas sobre los hombros. Y unos enormes e intensos ojos azules.

—Mi pequeña Moia —dijo el conde Bray, y la amargura dio paso a la ferocidad—. Mi esposa. ¡Mía!

Sus ojos brillaban, y las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Carlaze dirigió a Índigo una desesperada mirada de súplica.

—Ve a buscar a Livian —murmuró—. Por favor, Índigo..., ¡ve a buscar a Livian, deprisa!