El conde sollozaba, sujetando con fuerza la miniatura mientras su otra mano, convertida en un puño, golpeaba despacio y rítmicamente la mesa como si a fuerza de perseverancia fuera a convertirla en astillas. Ojos azules. Y una imagen de la figura cubierta de pieles en medio de la nieve, mientras la luz de la luna reflejaba por un instante un destello parecido al brillo de un zafiro.
Índigo se dio la vuelta y corrió hacia la cocina.
—Daría mi vida por averiguar cómo consiguió la bebida. —Livian empezó a ordenar los pucheros, recurriendo a la actividad rutinaria para disimular parte de la tensión de su voz—. Hemos hecho todo lo que se nos ha ocurrido para mantenerla fuera de su alcance porque ya hemos visto en otras ocasiones el efecto que tiene sobre él.
—Querer es poder —interpuso Carlaze sombría, Índigo y ella estaban pelando hortalizas en la mesa—. Suponemos que puede tener reservas ocultas por toda la casa. De cualquier forma, sé exactamente cómo la consiguió esta vez. —Levantó la cabeza—. Alguien olvidó cerrar con llave la puerta de la alacena donde se guarda.
Rimmi se dio la vuelta desde el fogón donde removía el estofado.
—¡No intentes acusarme! —le espetó—. ¡Yo no tuve nada que ver con eso!
—No acuso a nadie —replicó Carlaze mordaz—. Me limito a decir lo que ha sucedido, y que debemos tener muchísimo cuidado para que no vuelva a suceder.
Livian paseó la mirada pensativa de su hija a su nuera, luego apretó con fuerza los labios.
—Rimmi, baja al sótano y llena el cuenco de la harina —dijo.
—Pero si no está vacío...
—No importa. ¡Haz lo que te digo!
Sombría, reconociendo el tono de voz, Rimmi obedeció. Cuando la puerta del sótano se cerró tras ella, Livian bajó la voz y dijo:
—No quería decir delante de Rimmi lo que pienso; no se puede confiar en que luego no vaya a contarlo por ahí. Pero creo que hay que hacer algo más, para asegurarnos de que las cosas no vuelvan a llegar a este extremo.
Tanto Índigo como Carlaze comprendieron lo que quería decir. Al parecer, Carlaze se había tropezado con el conde Bray en el comedor pocos minutos antes de la llegada de Índigo. Nadie sabía en qué momento había salido de su habitación, pero cuando Carlaze lo encontró ya había despachado dos jarros de cerveza y empezaba con el tercero... Juraba que iba a matar a los que lo habían traicionado. Carlaze utilizó todas las artimañas que se le ocurrieron para quitarle de la cabeza la idea de venganza, y en un acto desesperado, se arriesgó finalmente a poner en sus manos el retrato de Moia para distraer su atención del hacha y el escudo colgados sobre la chimenea. La estratagema funcionó, pero su efecto sería precario; en cualquier momento el sentimental estado de ánimo del conde podía trocarse en algo mucho más peligroso, y sólo la intervención de Livian consiguió por fin persuadirlo de regresar a su habitación, comer un poco y dormir la borrachera.
—No podemos dejar que vuelva a suceder. —Livian sabía ya que Índigo estaba enterada de lo que se ocultaba tras la «enfermedad» del conde y, por lo tanto, se creía capaz de hablar con franqueza—. Me duele decirlo, pero creo que, por el bien de todos nosotros y el suyo, tendría que permanecer encerrado en su habitación a partir de ahora.
Se produjo un silencio; luego Carlaze dijo inquieta:
—No podemos hacer eso sin el permiso de Veness.
—Entonces habrá que conseguir su permiso. Lo sé, Carlaze; habíamos decidido no añadir más peso a su carga contándole todo esto. Pero creo que debemos hacerlo. —Sus ojos se volvieron introspectivos por un momento, luego sacudió la cabeza para rechazar lo que estaba pensando—. Creo que no debemos arriesgarnos a callar.
Carlaze contempló el montón de hortalizas peladas que tenía delante.
—Eso quiere decir que lo admitimos, ¿no? Admitimos que está loco.
«Ojos azules», pensó Índigo con un escalofrío interno. «Y si tengo razón, si es cierto..., ¿qué es lo que Moia le está intentando hacer a su esposo?»
Livian apartó el puchero del estofado, que amenazaba con derramarse.
—Sí —asintió entristecida—. Lo admitimos.
«Creo», dijo Grimya, con los ojos fijos en el fuego,«que sólo hay una cosa que podamos hacer. Debemos volver a encontrarla, y enfrentarnos con ella.»
Estaban sentadas, la uno junto a la otra, sobre una alfombra frente a la chimenea de la habitación de Índigo.
La muchacha había añadido un nuevo leño y las llamas crepitaban alegremente y con fuerza; aunque era tarde y el resto de los habitantes de la casa estaban ya en cama, ninguna de las dos estaba aún dispuesta para irse a dormir.
«Pero ¿cómo podemos encontrarla? —meditó Índigo—. Se muestra sólo cuando quiere. Se puede buscar su pista, pero también hay que tener en cuenta al tigre. No dejará que nos acerquemos si ella no desea que la localicen».
«Eso es un problema». La loba la miró con los ojos llenos de franqueza. «Yyo no me acercaría al tigre a menos que supiera que él quiere que lo haga. No me atrevería». ,Hizo una pausa. «Además, podemos estar equivocadas. Muchos humanos tienen los ojos azules».
«Lo sé. Pero es el primer eslabón posible con el que nos hemos encontrado. Por lo menos debemos intentar ver adonde nos lleva».
Se produjo un largo silencio, luego Grimya dijo:
«Siento mucha pena por el conde. Cuando lo encontramos, pude ver en su mente; estaba totalmente abierta, como la de un cachorro. Es un hombre sencillo: todo lo que desea es ser feliz. Y ahora que le han arrebatado la felicidad, no sabe qué hacer, y por eso busca refugio en su cólera». Una nueva pausa. «Me gustaría poder ayudarlo».
Índigo le acarició la cabeza.
«A mí también».
Solo ahora, encerrado en su habitación, ¿qué pensaría y sentiría?, se preguntó. Y Moia —si es que, realmente, la misteriosa mujer era Moia—, ¿qué sentiría? ¿Tendría remordimientos? ¿O agradecería el alivio de verse libre de un matrimonio que jamás había deseado? En justicia, Índigo no podía condenarla abiertamente; no sabía nada sobre lo que había detrás de su huida ni tampoco sobre sus motivaciones actuales. Habló de un traidor, pero afirmó no conocer su identidad. Sin embargo, si había vivido allí, si había sido, aunque por un breve lapso, la señora de la casa, seguramente debía de saber quién era un amigo y quién un enemigo.
Grimya bostezó largamente y estiró las patas traseras.
«Carecemos de respuestas», anunció. «Y hay demasiados interrogantes. Estoy cansada, Índigo. Esperemos a ver qué nos trae la mañana». Volvió la cabeza en dirección a la ventana. «El viento
vuelve a cambiar. Olfateo nieve. Quizás eso también traerá otros cambios».
Índigo pensó en el conde Bray, solo, aislado, consumido de dolor y de rabia. Y pensó en Veness, los labios apretados, afligido por la noticia que Livian le había comunicado con mucho tacto, accediendo muy a su pesar a que su padre se convirtiera en un prisionero. Deseaba hablar con él y ofrecerle todo el consuelo que pudiera, pero no pudo decidirse a hacerlo. A lo mejor sólo habría empeorado las cosas más de lo que estaban.
La cama acogedora y el descanso que prometía parecieron llamarla. Se puso en pie, frotándose las piernas entumecidas por el calor del fuego; quizá Grimya estuviera en lo cierto y la mañana traería alguna novedad.
En el exterior, el viento gemía. Sería fácil imaginar otros sonidos transportados junto con su aullido; el rugido áspero de un tigre o quizás una voz más humana...