La troika, conducida por Veness, salió a toda velocidad del campamento y se alejó siguiendo el linde del bosque. Mientras los caballos adoptaban su acostumbrado trote rápido, Índigo volvió la cabeza para protegerla del azote del viento y gritó por encima del ruido de los patines:
—¿Qué quiso decir Kinter al hablar de Gordo?
El rostro de Veness se endureció aún más y al principio creyó que no iba a contestarle. Pero al cabo de un momento, le respondió también a gritos:
—Pensamos que Gordo mató a Moia.
—¿Gordo la mató? ¡Pero si eran amantes!
Veness transfirió las riendas a una mano, y con la otra buscó en un bolsillo del abrigo. Sacó algo y se lo tendió, Índigo lo tomó y lo examinó con interés; era una cadena de oro, con un pequeño medallón colgando de uno de los eslabones. Dibujada en el medallón se veía la imagen de un caballo inmóvil.
Miró a Veness sin comprender.
—¡No entiendo!
—Es el emblema de los Bray. Todas las ramas de nuestra familia tienen un caballo como símbolo, y cada rama de la familia lo representa en una postura diferente. El caballo encabritado es nuestro tótem. El caballo inmóvil, el de Olyn.
Índigo seguía sin ver el significado.
—Pero seguramente... —empezó.
—Encontramos esta cadena alrededor del cuello de Moia —la interrumpió él—. La estrangularon con ella. —Recuperó el medallón, y miró apesadumbrado el rostro de Índigo—. No quiero creerlo. Pero tampoco puedo ignorar algo tan evidente.
Índigo no respondió. Veness tenía razón: era una prueba convincente. Sin embargo la idea de que Gordo hubiera matado a la muchacha que amaba no tenía lógica. Es más, no encajaba con la advertencia de la mujer misteriosa. Y la mujer misma... Índigo seguía sin poderse quitar de la cabeza la convicción de que, viva o muerta, se trataba de Moia. Si era así, sólo ella podía revelar la identidad del asesino. Pero no lo hizo. En su lugar parecía estar tejiendo una compleja tela de araña de insinuaciones, medias verdades y advertencias. ¿Por qué? Un espíritu vengativo era precisamente eso: vengativo. ¿Por qué, entonces aquel rastro retorcido y desconcertante? Y el tigre de las nieves. No podía creer que aquella criatura, cuyo pelaje había tocado y cuyo aliento había sentido, fuera un espíritu. ¿Qué conexión podía existir entre ambos?
Volvió a mirar a Veness. Deseaba tanto contarle todo lo que sabía...: hablarle de la mujer, del tigre, del aviso. Pero era el aviso precisamente lo que se lo impedía. No podía estar segura de él, no importaba lo que le dijera el corazón. No se atrevía a revelar su secreto. Por fin dijo, apartando de sí
el impulso: —Y en cuanto al primo de tu padre: Olyn. ¿Crees que sabe la verdad?
—Si Gordo regresó a él en busca de refugio, sí —repuso Veness—. Ojalá sea así, por su bien. Olyn es un hombre honrado; no apoyaría a un asesino ni siquiera a su propio hijo. Si Gordo se lo ha confesado, nos ayudará a que se haga justicia. —Le dirigió una rápida y entristecida mirada—. Es nuestra única esperanza, Índigo. Es la única forma de impedir que mi padre arroje la maldición sobre todos nosotros.
Hizo restallar las riendas de nuevo, lanzando un fuerte grito para animar a los caballos a ir aún más deprisa, Índigo se encorvó, sujetándose con fuerza a la barra cuando la troika empezó a balancearse y dar saltos. Pensó en Kinter, cabalgando a tanta velocidad como podía llevarlo el caballo en dirección a la granja, y rezó en silencio para que llegara a tiempo. Había minimizado su discusión con Reif, y ahora temía que hubiera sido un terrible error no haber advertido a Kinter el estado de ánimo de Reif. La idea de que a lo mejor tendría que enfrentarse con algo más que la locura del conde Bray le heló la sangre.
El bosque era una masa borrosa situada junto a ellos cuyas sombras se alargaban a medida que el corto día declinaba. El sol, enorme y rojo, colgaba justo por encima de las copas de los árboles, y mientras lo miraba, Índigo se dio cuenta de que el intenso azul del cielo empezaba a tornarse de un uniforme y amenazador color blancuzco. El viento también cambiaba, girando hacia el norte; su voz se alzaba, compitiendo con el ruido del trineo, y al mismo tiempo que recibía la confirmación de Grimya, supo lo que presagiaba.
«Es el gran viento del norte», dijo Grimya. «Viene otra ventisca.»
Un aire helado se introdujo en la garganta de Índigo cuando se inclinó para tirar del brazo de Veness.
—¡Veness! —Indicó en dirección al sol.
—Lo sé; ¡lo he visto! —El viento cada vez más potente se llevó las palabras de Veness—. ¡Lo esperábamos; es un milagro que no haya llegado antes!
—¿Cuánto falta para que empiece a nevar?
—Tres horas más o menos, diría yo. ¡Probablemente se nos vendrá encima con la llegada de la noche! —Le dirigió una mirada rápida y angustiada—. ¡Tendremos el tiempo justo de llegar a casa, si no encontramos problemas en la de Olyn!
La casa de Olyn Bray apareció ante ellos media hora más tarde. Más pequeña y modesta que la granja del conde, se recortaba desolada contra un cielo encapotado con las tonalidades moradas de la tormenta que se aproximaba. Dos hombres que conducían un pequeño grupo de caballos hacia el refugio del establo se detuvieron para mirar cuando la troika pasó a toda velocidad por su lado, pero el patio situado frente a la casa estaba desierto. Los caballos se detuvieron patinando ligeramente; el vaho de su aliento se mezcló con el que se elevaba del pelaje. Veness saltó del trineo y corrió hacia la puerta principal. Una campanilla pendía sobre el dintel; tiró con fuerza de la cuerda y la campanilla dejó oír su potente voz. Índigo y Grimya se apresuraban a reunirse con él, cuando la puerta se abrió violentamente.
El hombre que apareció en el umbral era más alto y delgado que el conde Bray, pero el parecido de familia era inconfundible. Olyn contempló a su visitante... y sus ojos se volvieron de un gris apagado.
—¿Qué quieres? —Le espetó las palabras como un perro hubiera podido ladrarlas pero, bajo su hostilidad, había un atisbo de cautela.
—Primo. —Veness sostuvo la mirada de Olyn; su voz era firme y decidida—. He venido en son de paz y sólo con la mejor de las intenciones. No hay tiempo para otra cosa que no sea trato directo entre nosotros... Tengo que encontrar a Gordo.
Los músculos de la mandíbula y cuello de Olyn se tensaron pero aparte de eso no demostró ninguna otra reacción externa. Sólo su mirada se trasladó por un instante más allá de Veness e Índigo hacia el patio, como si esperara ver a alguien (o algo) detrás de ellos.
—Gordo no está aquí —repuso con brusquedad—. ¡No ha estado aquí desde hace un mes o más, como sabes muy bien aunque te niegues a admitirlo! Y no tengo la menor idea de dónde está.
Veness sostuvo su fría mirada con firmeza.
—Primo, te pido perdón por dudar de tu palabra, pero debo suplicártelo: si sabes algo, o puedes hacer alguna conjetura, que...
—¿Me llamas mentiroso? —lo interrumpió Olyn.
—¡No! ¡No es eso..., pero no hay tiempo que perder! Y esto es demasiado serio para cualquier cosa que no sea la verdad. —Aspiró con fuerza—. Olyn, Moia está muerta. Encontraron su cadáver en el bosque anoche. La asesinaron.
Olyn estaba visiblemente conmocionado e Índigo vio la desesperación pintada en los ojos de Veness al comprender que el otro no fingía. No lo sabía. Y eso sólo podía significar que Gordo no había regresado a casa.
—Asesinada... —dijo Olyn por fin, con voz temblorosa—. Pero ella... ellos eran... —Se interrumpió, tragó saliva—. ¿Quién? ¿Quién la mató? ¿Cómo sucedió?
Veness sacó la cadena de oro del bolsillo. Se la mostró sobre la palma abierta de la mano, y preguntó en voz baja:
—Éste es vuestro emblema, ¿no?