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Como todos los habitantes de El Reducto que precisaban viajar en pleno invierno, los Bray poseían una jauría de perros para tirar de los trineos durante las peores nevadas. Según Grimya, que los miraba con tolerante desdén, los perros eran animales estúpidos, básicamente de buen corazón: pero éstos no presagiaban nada bueno, los ladridos y gemidos histéricos resonaban en las perreras. Grimya echó las orejas hacia atrás, mientras sus ojos centelleaban rojos en la penumbra; los caballos agitaron las cabezas y caracolearon inquietos. Veness se puso en pie en el pescante.

—Qué demonios... —Hizo intención de bajar, pero Índigo lo sujetó por el brazo. Había visto algo, una figura oscura, borrosa, inmóvil, junto a la puerta del establo, y señaló hacia allí.

—Allí..., mira. ¿Qué es?

Veness frunció el entrecejo, inquieto.

—No lo sé... ¡Ah, quietos, vamos! —exclamó al ver que los caballos, resoplando, empezaban a patear de nuevo—. Algo los asusta. Será mejor que los calme antes de que se desboquen. —El trineo dio un bandazo cuando el animal que iba en cabeza intentó retroceder. Veness saltó, corriendo a sujetar las cabezas de los animales. Mientras intentaba tranquilizarlos, Índigo corrió al establo a investigar la forma inmóvil y oscura.

Lo primero que vio fue la sangre y eso la hizo detenerse en seco. Una enorme mancha oscura se extendía desde la puerta del establo y atravesaba el patio de losas, pasando de un rojo amarronado a un obsceno tono rosa allí donde la nieve empezaba a diluirla. Grimya lanzó un gruñido ronco, Índigo aspiró con fuerza para calmar los acelerados latidos de su corazón y avanzó en dirección al establo. La nieve se estrellaba contra su rostro, medio cegándola, de modo que hasta que no estuvo encima de la carnicería no se dio cuenta de qué se trataba.

Había un caballo muerto en la puerta. Tenía la cabeza casi separada del cuerpo a causa de lo que parecía un sinfín de hachazos que habían convertido sus cuartos delanteros en un caos de carne desgarrada y huesos astillados. Desplomado sobre su lomo empapado de sangre había una masa horrible, semidescuartizada, apenas reconocible como los restos de un hombre. Y cuando Índigo levantó los ojos, su cerebro paralizado por el espectáculo, incapaz de toda reacción, vio un segundo cuerpo humano encajado en la puerta, un brazo extendido y la mano crispada como si pidiera ayuda en silencio.

Abrió la boca. Intentó llamar a Veness, pero no salió ningún sonido. Sentía una terrible sensación de náusea en la garganta que le impedía respirar, y el horror empezaba a trepar desde el fondo de su estómago, amenazando con arrojarla de la parálisis a la histeria a medida que en su mente empezaban a aparecer las primeras sospechas de lo que realmente había sucedido. Oyó pronunciar su nombre, pero la voz le llegó muy lejana; unas botas se arrastraron por la nieve, y de repente Veness apareció a su lado.

Masculló una imprecación en voz baja mientras contemplaba aquello, incapaz lo mismo que ella de asimilarlo que veía. Como si no tuvieran nada que ver con ella, Índigo registró sonidos que provenían del interior del establo, audibles por encima del frenético ladrar de los perros; eran caballos que relinchaban y pateaban el suelo asustados, aterrorizados por el olor de tanta sangre.

Habló por fin, sin ser consciente en verdad de lo que decía, dando voz, a duras penas, al más horrible de los pensamientos que intentaban abrirse paso en su mente.

—La casa...

Veness dio un brinco como si algo lo hubiese golpeado. Luego lanzó una exclamación incoherente, se dio la vuelta y corrió en dirección a la puerta principal. Su reacción sacó a Índigo de golpe de su inmovilidad, y echó a correr tras él dando tumbos con Grimya a su lado. Una voz interior gritaba que no quería entrar en la casa, no quería enterarse de lo peor. Pero corrió de todas formas, para no perder de vista a Veness, desesperada por alejarse del horror del establo.

La puerta estaba cerrada y atrancada. Veness cargó contra ella con el hombro, sin resultado; luego la golpeó con ambos puños, gritando el nombre de Reif. Los perros ladraron con renovado frenesí y, de repente, entre el alboroto que armaban se escuchó una voz procedente del otro lado de

la puerta.

—¿Quién es? ¿Qué queréis?

—¿Kinter? —Veness dio un paso atrás, jadeante—. ¡Kinter, somos Veness e Índigo! ¡Abre la puerta!

Se escucharon chirridos y pies que se arrastraban; el cerrojo oxidado protestó y la puerta se abrió hacia adentro, Índigo se vio atacada de inmediato por una mezcolanza de impresiones: Kinter, el rostro ceniciento y ojeroso, con el brazo vendado y la camisa manchada de sangre; la profunda oscuridad del vestíbulo, donde nadie había encendido aún ninguna lámpara; los sollozos procedentes de la cocina, ahogados por la distancia y las gruesas paredes, de una mujer que lloraba.

Veness abarcó la escena y sus ojos se endurecieron con renovado temor.

—¿Qué ha sucedido?

—Venid a la cocina. —Kinter cerró la puerta tras ellos, volviendo a colocar los cerrojos—. Livian está ahí, pero por la Madre no intentéis hablar con ella, aún no.

Los dos hombres se dirigieron apresuradamente vestíbulo adentro, Índigo hizo intención de seguirlos, pero Grimya se detuvo ante la puerta cerrada del comedor y gruñó. Tenía el pelaje erizado y, cuando Índigo se volvió para mirarla, la loba le mostró los dientes en un gruñido defensivo.

—¿Grimya ?

Los costados de Grimya se estremecieron, y su voz mental tenía una violenta nota de recelo.

«Hay algo ahí dentro.»

Índigo no se detuvo a pensar y abrió la puerta sin más.

No había ninguna lámpara encendida. La única iluminación de la habitación provenía de la cada vez más débil luz del día, que penetraba por el cuadrado de la ventana, y de los restos de los moribundos rescoldos del fuego, dando a la escena un siniestro tinte diabólico e intensificando las sombras. Había algo sobre la enorme mesa, cubierto con una cortina arrancada de la ventana. Llena de inquietud, Índigo se acercó, se quitó los guantes y levantó una esquina de la tela.

Los ojos muertos de Brws la miraron vidriosos. Tenía la boca entreabierta y sus cabellos estaban rojos, empapados de sangre. Con repentina repugnancia advirtió entonces que la cortina también estaba empapada, manchando de rojo la mano con que la había levantado. Con un gemido gutural, dejó caer la tela y empezó a retroceder.

Oyó la voz de Grimya que decía con renovado temor:

«Índigo...»

La loba contemplaba la repisa de la chimenea, Índigo miró y también lo vio. En el lugar donde habían estado colgados el escudo y el hacha, había sólo un espacio vacío.

Índigo se dio la vuelta muy despacio hasta quedar de cara a la puerta. Lo sabía: lo supo desde su primer horrible descubrimiento en el patio aunque luchó por apartar aquel presentimiento de su conciencia. Ahora no podía hacer otra cosa que enfrentarse a la verdad y a las consecuencias que tenía para Grimya y para ella.

Dio dos pasos vacilantes en dirección a la puerta, y su mano ensangrentada se aferró al marco para no caer. «Cálmate», se dijo con ferocidad. «Debes calmarte..., nada de pánico ni de histeria. Necesitarás todo tu buen juicio ahora. Lo necesitarás más que nunca.»

Aspiró con cuidado dos veces, intentando ignorar el cálido, casi dulzón olor de sangre y carne fresca que flotaba en el aire. Luego se enderezó y, con voluntad de hierro, se obligó a marchar en dirección a la cocina.

CAPÍTULO 14