Índigo echó hacia atrás las dos gruesas mantas de lana que cubrían la cama y empezó a ahuecar las almohadas. Le vino a la mente un fragmento de una canción y, sin pensar, se puso a tararearla... Luego se detuvo.
Grimya alzó la cabeza, la miró y dijo:
—Esa es una canción de la Compañía Cómica Brabazon.
—Sí... —respondió Índigo con voz tensa.
Se produjo un incómodo silencio. Luego la loba continuó:
—Es extrrraño, ¿no es así?, pensar que para ellos la primavera justo emp... empieza. De...be ser casi el mes de la Floración en Bruhome ahora.
Índigo asintió, incapaz de contener las imágenes que se agolpaban de repente en su cerebro. Veía los primeros brotes que aparecían en árboles y arbustos, los ríos crecidos, los rebaños que aumentaban. Y los rostros de Constancia Brabazon y sus trece hijos, la familia de cómicos itinerantes con quienes Índigo y Grimya habían vivido y viajado durante diez años. Los Brabazon habían sido auténticos amigos, y la separación, cuando por fin llegó de forma inevitable, le produjo a Índigo una pena abrumadora. Pero no tenía elección: mientras Grimya y ella habían permanecido inalterables y sin envejecer durante el tiempo que permanecieron juntos, los años empezaban a notarse en los Brabazon y el contraste se hacía demasiado evidente para pasar inadvertido mucho más tiempo.
Índigo recordó en especial a sus tres amigos más queridos entre los hijos de Constancia. Franqueza, que se había enamorado de ella pero había aprendido a aceptar que no era para él. Modestia, extravagante e imprudente, con su melena de rojos cabellos y su intensa mirada. Caridad, serena y prudente para su edad, una segunda madre para los hermanos más pequeños. Uno por uno, a medida que transcurrían los años, habían ido cambiando e independizándose. Se derramaron lágrimas de tristeza y de alegría al mismo tiempo en la boda de Cari con el hijo de un ciudadano de Bruhome, y hubo risas y bailes cuando Esti se casó con un pícaro de negros cabellos que tenía tal habilidad para tocar el violín que rivalizaba con la del propio Constancia, aportando un nuevo actor que engrosó as filas familiares. Transcurrieron más años; hubo otras bodas, nacimientos y hasta los más pequeños dejaron atrás la infancia para convertirse en adultos bellos o sin demasiado atractivo según les hubiera tocado en suerte. Y cuando llegó por fin el día en que Piedad, la más joven de los hijos de Constancia, anunció su compromiso, Índigo pasó bruscamente de su feliz ensoñación a advertir que su estancia con la familia debía terminar. Piedad tenía seis años cuando Constancia Brabazon tomó bajo su protección a Índigo y a Grimya: ahora la niña era ya una mujer hecha y derecha, Índigo miró a su alrededor, a los muchachos que habían crecido, desarrollado músculos y tomado esposa, a las muchachas con los hijos chillando alrededor de sus faldas. Y contempló al mismo Constancia, cuyos cabellos que habían sido de un violento color rojo eran ahora entrecanos y empezaban a blanquear en las sienes, y se dio cuenta de que era hora de partir.
Fue una separación muy dolorosa. No había podido decir a los Brabazon el auténtico motivo por el que los dejaba, y supo que su marcha los hería, quizá más allá del perdón. Pero de eso hacía ya ocho años. Ocho años desde aquella despedida definitiva, bañada en lágrimas. Por lo que ella sabía, podrían haberla olvidado hacía ya tiempo.
El rostro de Índigo se ensombreció momentáneamente mientras se imaginaba a la familia tal y como estaría esa noche, reunida alrededor de un fuego al abrigo de sus cinco carromatos pintados... Al principio eran sólo tres, pero la familia había crecido tanto que adquirieron dos nuevas carretas para acomodar a la creciente prole. Ahora estarían comiendo, riendo y charlando, ensayando quizás algunas canciones para el espectáculo de la tarde siguiente; y dirigió una rápida mirada al petate que guardaba su arpa mientras recordaba con melancolía las veces que ella misma apareciera en el escenario con ellos. Pero entonces recordó que la compañía que había conocido ya no era la misma que recorría ahora las tierras occidentales. Las personas que sonreían y reían en su recuerdo se habían desvanecido en un pasado, y el pasado no podía recuperarse.
—A lo mejor vol...vemos a encontrrrarlos algún día —dijo Grimya con suavidad.
—No lo creo. Y aunque así fuera...
Índigo sacudió la cabeza, dejando el resto sin decir. Algún día. A lo mejor Constancia ya habría muerto; desde luego dentro de diez años más, o veinte, o treinta, ya haría mucho tiempo que habría abandonado este mundo. Sus hijos habrían envejecido, sufrirían de artritis y pensarían que sus vidas tocaban ya a su fin. Una nueva generación divertiría a las gentes en las ferias y las fiestas, una generación que Grimya y ella no habían conocido; e incluso esos descendientes desconocidos envejecerían llegada su hora, mientras Grimya y ella seguían luciendo la máscara de la juventud. No podía soportarlo. Lo mejor era recordar a aquellos queridos amigos tal y como los había conocido, inmortalizarlos en su memoria y no buscarlos de nuevo en el mundo real.
Índigo se tumbó en la cama. El colchón era blando y cómodo. Con una ligera pena dejó que los rostros de su mente se desvanecieran antes de inclinarse fuera de la cama y apagar las velas una por una.
La ventana se convirtió en un rectángulo más pálido en la oscuridad; el cielo había adquirido la luminosidad curiosa pero el aspecto descolorido de las noches invernales cubiertas de nubes. Grimya bostezó y sus colmillos brillaron en la penumbra, Índigo tiró de las mantas hasta cubrirse los hombros.
—Duerme bien, cariño —dijo la muchacha en voz baja. Y pensó: «Madre Todopoderosa, no me envíes sueños tristes esta noche».
CAPÍTULO 2
Pitter el Comerciante era como Rin lo había pintado. Llevaba sus negocios desde una colección de desvencijados establos y almacenes situados detrás de los cobertizos de subastas del puerto. Cuando se presentó a sí misma, Índigo fue recibida como si se tratara de una vieja amiga. Pitter — bastante más bajo que ella, calvo y vestido con unas gastadas ropas de cuero que hubieran devorado la mitad de las ganancias anuales de un boyero— la llevó a hacer un recorrido que abarcaba desde caballos a velas, y, sin la menor vacilación, le facilitó un inventario de todo lo que necesitaría para viajar por el interior durante el invierno. No era fácil regatear con él y sus precios eran altos; pero Índigo se sintió instintivamente segura de que podría confiar tanto en él como en su mercancía.
—Desde luego —dijo Pitter cuando por fin llegaron a los establos y a la compra más importante de todas—, si fuerais una habitante de El Reducto, os diría que lo mejor sería uno de ésos. —Se dio la vuelta y golpeó con una mano los levantados patines de madera pulimentada de un trineo de una sola plaza que descansaba junto con otros bajo rollos de cuerda que festoneaban el techo bajo—. Es una versión reducida de la troika que todo granjero utiliza durante los meses de las nevadas. La única diferencia es que se le engancha un caballo en lugar de tres. Pero si nunca habéis conducido uno, lo más probable es que salgáis despedida de cabeza en el primer socavón que encontréis. —Lanzó una contagiosa y aguda carcajada que hizo dar un respingo a Grimya.
—Podría intentarlo —aventuró la muchacha.
—No hay duda de que podríais hacerlo, y podríais aprender. Pero no querréis malgastar un mes en aprender, ¿verdad? No; aquí está lo que necesitáis. —Se dirigió hacia los pesebres, donde unos quince caballos de diferentes tamaños empezaron a patear y a piafar al oír que se acercaba, y se detuvo junto a la grupa de un enorme y macizo bayo castrado—. Será vuestra mejor inversión, os doy mi palabra. Patas como troncos de árbol y un pecho bien sólido... Seguirá avanzando en las peores condiciones climáticas y jamás se quejará. Y tiene los pies tan planos como puede tenerlos un caballo, lo cual significa que es capaz de capear una nevada y mantenerse en pie.