—No sabía que estuviera allí. —Kinter estaba sentado ante la mesa de la cocina, los puños sobre la superficie y el rostro desprovisto de todo color—. Si me hubiera dado cuenta, si hubiera pensado... Pero Reif y Livian me habían calmado; pensé que había regresado a su habitación...
Veness posó una mano sobre el hombro del otro, Índigo, levantando los ojos desde donde estaba agachada junto a la sollozante Livian, vio brillar lágrimas en sus ojos grises.
—No fue culpa tuya, Kinter. ¡La Madre sabe que no fue culpa tuya!
—¡Pero lo fue! —Kinter se negaba a ser consolado—. ¡Tendría que haber tenido más cuidado! Pero estaba tan ansioso de que Reif supiera lo sucedido... —Meneó la cabeza, incapaz de terminar, y se cubrió el rostro con las manos.
Índigo se volvió discretamente de nuevo hacia Livian, sentada abrazándose a sí misma y balanceándose adelante y atrás, Índigo preparó una pócima sedante, dando gracias en silencio por los elementales conocimientos curativos que su nodriza de tantos años atrás le había enseñado. Poco a poco Livian se fue tranquilizando bajo sus efectos. Pero nada podía hacer desaparecer el recuerdo de lo sucedido ni devolver las vidas de los que habían muerto en la carnicería cometida por el conde Bray.
El relato de Kinter sobre los espantosos acontecimientos acaecidos fue breve y espeluznante. Al llegar a la granja montado en el caballo de Índigo, corrió hasta la casa para encontrar que, en lugar del pandemónium que temía, Reif y Livian habían conseguido entre ambos calmar al conde hasta el punto de que, aunque de mala gana, se dejaba convencer por Livian para abandonar el comedor y regresar a su dormitorio. Tan pronto como le pareció que el conde no podía oírlo, Kinter se llevó a Reif aparte y le contó a toda prisa el macabro descubrimiento hecho en el campamento forestal... Pero, de pronto, tuvo que detenerse bruscamente al ver que los ojos de Reif se clavaban de improviso y con horror a su espalda. Y, al darse la vuelta, Kinter se encontró cara a cara con el conde Bray, que lo miraba con la expresión taladrante e insensata de un demente...
Intentaron detenerlo, dijo Kinter. Lucharon con él, forcejearon para hacerlo retroceder mientras intentaba abrirse paso hacia la repisa de la chimenea. El conde empezó a bramar de forma horrible e ininterrumpida, como un buey herido de muerte. El resto de la familia acudió corriendo, pero ni siquiera sus esfuerzos combinados fueron suficientes. La locura del conde Bray había despertado en él una fuerza tremenda, casi inhumana, y los apartó a un lado, dejando a Reif sin sentido del golpe y apartando a Livian de una patada cuando ésta hizo un último y desesperado esfuerzo para detenerlo. Se arrojó sobre la repisa y extendió los brazos hacia arriba. Sus manos se cerraron alrededor del escudo y el hacha, y los arrancó de la pared.
Sus rugidos se detuvieron al instante. Cuando se volvió para mirar a su horrorizada familia, el conde Bray empezó a reírse. Aquella risa le produciría pesadillas mientras viviera, dijo Kinter. Era una risa de implacable triunfo, de total desprecio por la vida. Era la risa de un alma que se había vuelto total e irrevocablemente loca. Y con una aterradora sonrisa demente que le cruzaba el rostro, el conde levantó el escudo frente a él y empezó a balancear el hacha describiendo con ella amplios y mortales arcos que hendían el aire como un péndulo monstruoso.
Brws fue el primero en morir. No había hecho otra cosa que interponerse trágica e inútilmente en el camino del conde durante aquellos primeros y terribles instantes, y fue abatido para morir entre alaridos mientras su padre le partía el cuerpo en dos junto a la chimenea a golpes de hacha. En la confusión que siguió, Rimmi fue a dar con el filo del hacha cuando ésta giraba en su dirección y cayó, derribando con ella a Livian y Carlaze. Kinter recibió un segundo hachazo pero por un milagro el filo sólo le produjo un rasguño en el brazo; no obstante, también él cayó al suelo, y vio que el conde, riendo todavía como un maníaco, saltaba sobre él, que permanecía medio atontado en el suelo, y salía a toda velocidad por la puerta.
Cuatro de los peones de la granja intentaron detener al conde Bray cuando salió de la casa hecho una furia haciendo girar el hacha sobre su cabeza. Tres habían muerto, el cuarto no era probable que viviese, y dos caballos perecieron asimismo en la carnicería antes de que el conde, riendo todavía, se desvaneciera entre las sombras que empezaban a adueñarse de la tierra.
Veness escuchó el relato y el informe sobre el número de muertos y heridos con rostro tan inexpresivo como el de una estatua de mármol. Sólo sus ojos mostraban alguna animación; brillaban de dolor, pena e ira en tal medida que Índigo no podía soportar mirarlos. Por fin Kinter calló titubeante y, por un momento, la cocina quedó inquietamente silenciosa con excepción de los sollozos de Livian, más suaves ahora que el sedante empezaba a surtir efecto. Luego Veness dijo con voz fría y remota:
—¿Dónde están los otros ahora?
Kinter miró a su alrededor aturdido, como si esperara que se materializaran. Luego se serenó con un esfuerzo.
—Carlaze está arriba con Rimmi. Rimmi está malherida; ha perdido mucha sangre... Carlaze está haciendo todo lo que puede, pero... —Sacudió la cabeza con impotente aflicción.
Veness cerró los ojos un instante.
—¿Y Reif?
—Cuando volvió en sí después del golpe, sa... salió en pos de tu padre. —Kinter levantó la cabeza bruscamente—. ¡Intenté disuadirlo, Veness, lo intenté, pero no quiso hacerme caso! Y no quiso que fuera con él; dijo que debía quedarme por si el conde regresaba...
—Tenía razón. Pero no debía haber ido.
De repente la máscara se resquebrajó, y la angustia apareció patente en el rostro de Veness. Abrió y cerró la boca, pero no encontró palabras que pudieran expresar lo que sentía. Al cabo de unos segundos recuperó el control de sí mismo.
—¿Carlaze no está herida?
—No..., ni Livian. Son las únicas.
Veness asintió. No había motivo para dar las gracias a la vista de tanto horror, pero se sintió agradecido de todas formas.
—Mi padre —siguió—. ¿Cómo se fue?
—A pie.
—¿Y Reif?
—Se llevó un caballo. —Kinter miró con inquietud hacia la ventana. Era ya noche cerrada y se podía oír que la tormenta de nieve iba adquiriendo fuerza—. No llegará muy lejos con este tiempo. Nunca alcanzará al conde.
—Esperemos que tengas razón. —La mirada angustiada de Veness se paseó velozmente por la cocina, entonces pareció tomar una decisión—. Voy a salir en busca de los dos. Me llevaré un trineo de perros; los perros llegan allí donde un caballo no puede avanzar con esta tormenta.
Kinter se puso en pie.
—Iré contigo.
—No. Estás herido...
—No es más que un rasguño. Veness, no puedo quedarme aquí esperando sin hacer nada; ¡tengo que hacer algo! ¡Por la Madre, deja que vaya contigo..., deja que repare mi imprudencia!
Veness vaciló.
—¿Y si regresa mi padre? ¿Quién protegerá a las mujeres?
—No regresará. Es a Gordo a quien quiere, no a nosotros. E incluso si regresara, Índigo puede proteger la casa tan bien como nosotros. Hay suficientes cerraduras y pestillos para impedirle entrar.
—Veness —intervino Índigo—, lo que Kinter dice es cierto. Si sucediera lo peor, puedo proteger a los otros. Pero... —Y de improviso, de forma espontánea, estalló antes de que pudiera controlarse—. ¡Pero no quiero que vayas!
Veness se volvió y la miró, Índigo sintió que su corazón se contraía. Una profunda y horrible sensación le formaba un nudo en el estómago, una espantosa aprensión intuitiva. Temía por él; no, mucho más que eso: estaba aterrorizada. Quería correr hacia él, aferrarse a él, suplicarle que no abandonara la casa. Pero no podía explicarse aquel sentimiento, y mucho menos hacerlo inteligible para Veness. Era demasiado primitivo, demasiado profundo. Cuando lo miró a los ojos, comprendió con desesperación que nada de lo que pudiera decir serviría.