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Con la cabeza apoyada aún contra la puerta, Índigo musitó:

—¡Madre de la Tierra, por favor, ayúdame ahora! ¡Protege a Veness..., por favor, protégelo!

Sus pestañas estaban húmedas cuando se irguió y se volvió. La casa parecía muy silenciosa, la ausencia de los sonidos familiares de actividad doméstica resultaba inquietante y opresiva. En el exterior, el viento aullaba burlón, golpeando contra la puerta como si quisiera derribarla, Índigo aspiró con fuerza, calmó su acelerado corazón y se dirigió hacia la escalera.

En la habitación de Rimmi se encontró con una escena desoladora. Rimmi yacía en silencio en la cama alta y estrecha, el rostro mortalmente pálido y las mejillas y ojos hundidos. Respiraba débilmente entre estertores, Índigo descubrió manchas de sangre en sus cabellos.

Carlaze permanecía sentada junto a la joven herida. Era evidente que había estado llorando, pero rehusaba admitir que sus emociones estuvieran ahora fuera de control y, con una calma rígidamente forzada, apartó las sábanas que cubrían a Rimmi para mostrar a Índigo los vendajes. El hacha había producido un corte oblicuo sobre la caja torácica de Rimmi, justo por encima del estómago; Carlaze consiguió detener la hemorragia, pero temía que sin tratamiento experto la herida no cicatrizase.

—No puedo hacer nada más por ella —dijo, volviendo el rostro y llevándose un puño a la boca al notar que su voz amenazaba con quebrarse—. No podemos llegar hasta un médico, y yo ni siquiera tengo los conocimientos sobre hierbas que tiene Livian... ¡Oh, Índigo, tengo tanto miedo de que muera! —Se cubrió el rostro con ambas manos y empezó a balancearse adelante y atrás.

Ver a Rimmi en aquel estado había sacado a Índigo bruscamente de su propia confusión. De repente su instinto práctico y racional afloró impetuoso a la superficie. Allí había algo que podía hacer, una ayuda que podía prestar. Echó una rápida mirada por la habitación. El fuego se apagaba y no había ninguna lámpara encendida. Necesitaría luz y calor; un poco de agua caliente, una vela, un pequeño trípode y un cuenco donde pudiera preparar sus pociones. A lo mejor no conseguiría más de lo que Carlaze ya había hecho, pero al menos podía intentarlo.

—Carlaze. —Posó una mano sobre el hombro de la muchacha rubia y notó que ésta se encogía sin querer—. Tengo algunos conocimientos curativos. No sé si serán suficientes para ayudar a Rimmi, pero puedo preparar una bebida que le alivie el dolor, y algo que la ayude a recuperarse de la conmoción. —Se detuvo al ver que Carlaze levantaba la mirada hacia ella con angustiada esperanza, luego añadió—: Y eso te dará la posibilidad de descansar un rato. Tú también has sufrido una conmoción; y también has sido dañada aunque no sea físicamente.

—No —replicó Carlaze, tozuda—. Estoy bien..., no necesito descanso.

—Oh, sí lo necesitas, y debes tomarlo. Dame sólo unos minutos para ir a buscar mi bolsita de hierbas y algunas otras cosas de la cocina, y te relevaré en tu vela mientras duermes algunas horas.

Carlaze dejó caer los hombros en señal de asentimiento.

—Puede que tengas razón. Estoy cansada. —Sacudió la cabeza como si intentara despejarla—. Echaré más leña al fuego y encenderé una lámpara. —Vaciló y su mirada se posó de reojo en el rostro de Índigo—. ¿Se han ido? ¿Kinter y Veness?

A mitad de camino de la puerta, Índigo se detuvo.

—Sí; se han llevado un trineo tirado por perros.

Carlaze hizo un signo religioso sobre su pecho.

—¡Que la Diosa los proteja!

—Amén —respondió Índigo con fervor; luego aventuró la pregunta que no se había atrevido a hacer a Veness—: Carlaze..., si encuentran al conde, lo matarán, ¿verdad?

Carlaze volvió la cabeza para mirarla.

—Kinter no dijo nada de eso, pero... me temo que no tienen otra elección. No pueden intentar desarmarlo sin correr un riesgo atroz; incluso aunque el conde no los matase, sólo tienen que tocar esas horribles armas por un instante y se verían poseídos también por la locura. Creo que tendrán que dispararle. No les queda otra alternativa.

Índigo no respondió. Comprendía la terrible implicación —si pueden— que Carlaze había dejado sin decir, y compartía su poca disposición a enfrentarse a esa idea. Abrió la puerta y empezó a abandonar la habitación, pero Carlaze la llamó.

—¿Es cierto, Índigo? —preguntó en voz baja—. ¿Lo de Moia?

—Sí —respondió Índigo—. Es cierto.

Carlaze asintió con expresión grave.

—Quise preguntarle a Kinter toda la historia, pero no había tiempo. Supongo... ¿No han encontrado a Gordo aún?

—No. Te contaré todo lo que pueda más tarde.

Otro gesto de asentimiento.

—Gracias. —Y Carlaze volvió a repetir el mismo signo religioso—. Pobre, pobre Moia. Que en paz descanse.

El sonido de una voz muy cerca de ella sacó a Índigo del sopor en que la habían sumido el cansancio y el calor soporífero del fuego. Salió de su ensueño con un sobresalto. Parpadeó atolondrada. Por un momento imaginación y realidad rehusaron separarse. Luego recordó dónde estaba y por qué, y se volvió rápidamente hacia la cama.

Rimmi estaba consciente. Tenía los ojos medio abiertos y su boca se movía; débiles sonidos le brotaban de la garganta, Índigo se inclinó veloz sobre ella, secándole la saliva de los labios con un paño humedecido. Rimmi intentó débilmente sujetarle el brazo.

—Está bien, Rimmi, todo va bien.

¿Cuánto tiempo habría dormitado? Era imposible estar segura, pero los leños de la chimenea aún no se habían consumido, de modo que dudó que hubiera sido más de media hora.

—Du... duele... —gruñó Rimmi—. Ohhh, du... duele...

—Quédate quieta —instó Índigo con suavidad. Tenía una bebida calmante junto a la chimenea para mantenerla caliente; fue a buscarla y la acercó a los descoloridos labios de Rimmi—. Bebe tanto como puedas. Sufrirás menos.

Rimmi tomó un sorbo, tosió violentamente y gimió de dolor, Índigo le limpió la barbilla y lo volvió a intentar. Esta vez consiguió que la muchacha bebiera una buena cantidad del brebaje. Se trataba de una fuerte cocción hecha con la savia de la amapola silvestre: a la vez que mitigaba el dolor era también un poderoso soporífero, y el sueño, consideró Índigo, era el mejor aliado de Rimmi en ausencia de un médico más hábil. Limpió y acarició la frente de la muchacha, murmurando palabras de consuelo. Luego, cuando Rimmi pareció volver a relajarse, alzó subrepticiamente las sábanas para comprobar el estado de los vendajes. La alivió descubrir que no estaban manchados de sangre fresca; de momento, al menos, no parecía que la herida se hubiese vuelto a abrir, Índigo se permitió abrigar cierta esperanza de que a lo mejor Carlaze se hubiera equivocado, y el hacha no hubiera producido una herida mortal. La arropó de nuevo y, cuando se enderezaba, Rimmi la sujetó de improviso por la muñeca y jadeó:

—¡Kinter!

Índigo sintió que la pena embargaba su corazón al mirar a la muchacha.

—Kinter no puede venir a verte, Rimmi —dijo—, pero está bien; está a salvo. No lo hirieron.

—¡No! —Rimmi sacudió la cabeza, luego hizo una mueca al recrudecerse el dolor a causa de su imprudente movimiento—. ¡Kinter! ¡Kinter!

—¡Rimmi, te juro que Kinter está bien! —Índigo estaba conmovida por la desesperada preocupación de Rimmi por su hermano, y sólo esperaba poder calmar los temores de la muchacha y convencerla de que decía la verdad—. Está con Veness: han...

—¡No, no! —Rimmi sacudió la cabeza de un lado a otro, golpeándola sonoramente contra la almohada. Su voz se apagaba a medida que la droga hacía su efecto. Parecía intentar decir algo más, pero perdía coherencia.