La hostilidad furiosa de los ojos de Reif pareció vacilar al oírla, Índigo comprendió que sin proponérselo había dado en el blanco. Se había equivocado con respecto a Reif; no era un traidor, por el contrario era profunda y ferozmente leal a su hermano mayor. Y aquella lealtad era ahora su única esperanza.
—¿Peligro...? —preguntó Reif con suspicacia.
—¡Sí! ¡Creo que Kinter quiere matarlo!
—¡No! —exclamó Carlaze—. ¿No ves lo que intenta, Reif? ¡Intenta volverte en contra de Kinter,, en contra de tu propio primo! Quiere dividir a la familia..., quiere a Veness para ella, ¡para ella sola! —Entonces, como si hubiera sido golpeada por una repentina y terrible revelación, abrió los ojos aún más y apretó con fuerza los pequeños puños—. ¡Dulce Madre, por eso debía de querer matar a Rimmi! ¡Sabe que Rimmi está enamorada de Veness, y no estaba dispuesta a tolerar la presencia de ninguna rival que pudiera disputarle su afecto! —Giró en redondo y se aferró a Reif—. Reif, por favor, tú eres el cabeza de familia mientras Veness está fuera: ¡tienes que hacer algo! ¡Es peligrosa..., enciérrala, mátala si tienes que hacerlo! ¡Oh, por favor, me ha hecho tanto daño, tengo miedo de lo que pueda hacer!
Índigo se dio cuenta de que Reif vacilaba. Todos sus instintos le decían que confiase en Carlaze; y, se preguntó, ¿por qué no habría de aceptar la palabra de la esposa de su primo, un honrado miembro de su propia familia, en lugar de la de una intrusa y virtual desconocida? La única sombra de duda estaba en su temor por la seguridad de Veness; pero se trataba de una ligera sombra, demasiado pequeña para resistir durante mucho tiempo la oleada de súplicas y argumentos de Carlaze.
De improviso, Reif tomó una decisión. Apartó suavemente a Carlaze —Livian corrió a consolarla— y avanzó hacia la escalera, al tiempo que posaba su mano sóbrenla empuñadura de la espada que le colgaba de la cintura, Índigo retrocedió un peldaño; y, de repente, Grimya se interpuso entre ambos, el lomo erizado, gruñendo.
Reif se detuvo y miró a la loba.
—Apártate.
Fue una orden incisiva, autoritaria, la orden que podría haberle dado a un perro; pero Grimya se mantuvo firme, y el gruñido adoptó tintes más amenazadores. Reif levantó la vista hacia Índigo.
—Llámala, Índigo. —Su voz era dura—. No quiero hacerle daño: piensa que cumple con su deber y no me gustaría castigar a un animal por obedecer a su dueño. Pero te lo advierto: llámala.
Índigo permaneció inmóvil.
—Cree que piensas matarme.
Reif lanzó un suspiro de exasperación.
—¡Maldita sea, no tengo la menor intención de hacer tal cosa, a menos que me obligues! Pero no confío en ti. Y pienso encerrarte en una habitación segura hasta que Veness y Kinter regresen y podamos llegar al fondo de este asqueroso embrollo.
Índigo vaciló, preguntándose si debía hacer un último esfuerzo para convencerlo. Pero sería inúticlass="underline" no la creería. Sin embargo no podía permitirle que hiciera lo que para él resultaba razonable, porque si lo hacía, estaba segura de que la verdad jamás llegaría a oídos de Veness. Carlaze y Kinter se ocuparían de que así fuera.
Su vacilación fue una forma de ganar tiempo; exactamente los pocos segundos que tardo en decidir lo que debía hacer. Ahora habló:
—No, Reif. Lo siento, pero no puedo dejar que me encierres. Tengo que encontrar a Veness antes
de que sea demasiado tarde. —Y mentalmente dijo a la loba:
«Grimya..., corriendo cuando yo haga mi movimiento. ¡Y disponte a huir!»
— ¡No intentes ningún truco conmigo! — repuso Reif enojado — . Obedecerás mis órdenes, y esperaremos a que Veness...
No pudo decir más porque, sin advertencia previa, Índigo saltó sobre él. La escalera le dio la ventaja de la altura y, como un gato montes tendiendo una emboscada a su presa, lo derribó y cayeron al suelo. Ella quedó encima. Reif lanzó un rugido; Carlaze gritó; luego, súbitamente, Índigo se puso en pie, evitando el intento de Reif por sujetarle las piernas. Recogió el abrigo que él había tirado y corrió en dirección a la puerta principal. Mientras luchaba con la barra y los cerrojos lo oyó correr hacia ella, luego escuchó el gruñido de advertencia de Grimya, el juramento de Reif y el tintineo metálico de la espada al salir de la vaina.
«¡Grimya!» Índigo lanzó una desesperada mirada por encima del hombro. «¡Ten cuidado!»
«¡No quiere hacerme daño!»
La loba gruñó otra vez y, mientras el último cerrojo se descorría, Índigo se volvió y la vio manteniendo a Reif a distancia. Carlaze empezó a gritar:
—¡Mata a ese animal! ¡Mátalo! —Pero Reif no le hizo.
—¡Índigo, te lo advierto! Llámala, o...
— ¡Reif, voy en busca de Veness! —Tenía que intentar explicarlo, por el bien de Rimmi — . ¡Cuida de Rimmi, mantenía a salvo, y no dejes que Carlaze se le acerque! ¡Por favor..., haz eso, al menos, hasta que encuentre a Veness y regresemos!
—Jamás lo encontrarás! ¡Estúpida weyer, morirás ahí afuera! Ningún caballo podría avanzar con esta ventisca, mucho menos una mujer a pie... ¿Por qué crees que regresé?
Reif intentaba desesperadamente ser razonable, aunque ella adivinó que era sólo por temor a la cólera de su hermano si algo malo le sucedía a Índigo; sin aquella coacción, habría seguido sin duda el lloroso consejo de Carlaze y la habría atravesado con la espada.
—No me importa el riesgo. —Aferró el picaporte de la puerta—. Tengo que encontrarlo, Reif. Si Rimmi recupera el conocimiento, ella te dirá por qué; te contará la verdad. Cuida de ella.
Abrió la puerta, y una aullante ráfaga de aire se la arrebató de las manos y la estrelló contra la pared. La nieve penetró en el vestíbulo danzando en círculos como derviches. Livian chilló, Índigo, con Grimya pisándole los talones, se precipitó hacia la tormenta.
Oyó voces que la llamaban mientras, tambaleante, atravesaba el patio, forcejeando para ponerse el abrigo sin dejar de correr; escuchó con claridad la voz de Carlaze que gritaba: «¡No dejes que huya, Reif! ¡Ve tras ella, mátala!». Pero nadie salió en su persecución, no escuchó el crujir de pies corriendo sobre la nieve y el hielo a su espalda. Y el arco se alzaba entre la enloquecida oscuridad delante de ella, Índigo avanzó como pudo hacia él, envolviéndose bien en el abrigo y tirando de la capucha para cubrirse los cabellos. No había pensado siquiera qué dirección tomaría, cómo encontraría a Veness; todo lo que importaba ahora era conservar la libertad y huir del veneno de Carlaze y de los extraviados intentos de Reif de hacer justicia.
Salieron del arco, abandonando la relativa protección del patio de la granja, y la ventisca las azotó como una pared. El viento, rugiendo del norte con la voz de un millar de tigres, levantó a Índigo y la arrojó contra el arco. Volvió a ponerse en pie con dificultad, vio a Grimya pequeña y vulnerable, una oscura masa borrosa en medio del caos de nieve que volaba horizontalmente, y oyó la voz desesperada de la loba en su mente.
«¡No hay rastros! ¡No hay forma de seguirlos! ¿Cómo podremos encontrarlos?»
Inclinada para resistir el empuje del viento, las piernas bien clavadas en el suelo y la cabeza gacha como un carnero a punto de cargar, Índigo se dio cuenta por primera vez de la total y temeraria inutilidad de su misión. Jamás encontrarían a Veness. Incluso aunque, como creía, el trineo de perros hubiera ido en dirección al campamento maderero (con toda probabilidad el lugar al que se había dirigido el conde Bray, ahora que conocía las circunstancias de la muerte de Moia), Grimya y ella tenían tantas posibilidades de llegar allí como de volar. Sin un rastro que las guiara, sus posibilidades de llegar al campamento eran tan remotas que sólo la locura podía inducirlas a intentarlo.